Abel G.M.
Periodista especializado en historia, paleontología y mascotas
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El 1 de noviembre de 1894, Nicolás II ascendió al trono de Rusia. Sería el último zar de la historia y también el último monarca de los Romanov, la dinastía que durante 300 años gobernó uno de los imperios más vastos de la historia.
Nicolás II no tenía madera de soberano, como él mismo reconocía: “No estoy preparado para ser zar, nunca quise serlo. No sé nada del arte de gobernar”. Se sentía más cómodo entre los militares que entre ministros, y su formación en el ejército contrastaba con la poca experiencia política que tenía al subir al trono. El declive del Imperio Ruso bajo su reinado presagiaba su definitiva desaparición.
Le tocó además vivir una época muy turbulenta y los súbditos del Imperio Ruso reclamaban cambios que él, convencido de su papel absoluto como monarca, no acertó a llevar a cabo. Ante cualquier atisbo de crítica por parte del Parlamento, el zar reaccionaba disolviendo la cámara y persiguiendo a los críticos.
La Primera Guerra Mundial fue la gota que colmó el vaso de largos años de agotamiento por parte de sus súbditos, especialmente los intelectuales que habían abrazado las ideas marxistas. Las derrotas bélicas se unieron al hambre y al descontento que llevaba arrastrando desde el inicio de su reinado.
En un principio pensó que podría salvar la dinastía abdicando en favor de su hijo y nombrando un gobierno moderado, pero no había calculado bien la magnitud del descontento hacia él y su familia. Cuando los bolcheviques lanzaron su ofensiva, el primer ministro Kérenski les adviritó: “Los soviets desean mi cabeza, y después irán a por usted y su familia”. Y acertó.