Abel G.M.
Periodista especializado en historia y paleontología
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El 17 de marzo de 1861 el mundo vio nacer un nuevo país: Italia. Su primer rey, flamante en esta fotografía con su uniforme de gala, fue Víctor Manuel II de Saboya. Tras apoderarse de casi todos los territorios de la península Itálica – a excepción de Roma, que seguía bajo control del Vaticano –, la casa de los Saboya se convirtió en soberana de un país que había llevado varias décadas y tres guerras crear.
Conocido como el Risorgimento (el resurgir), el proceso de unificación de Italia fue puesto en marcha en 1848 por el rey Carlos Alberto, soberano del Piamonte y de Cerdeña, y culminado por su hijo Víctor Manuel II. Dos personajes hicieron posible la unificación: en el ámbito político el conde Camilo Benso de Cavour, primer ministro de Víctor Manuel II, un hábil político que supo tejer una alianza con Napoleón III para conseguir su apoyo frente al Imperio Austriaco; y en el campo militar Giuseppe Garibaldi, un revolucionario que lideró la expedición de conquista del reino de las Dos Sicilias. Cavour y Garibaldi no se soportaban el uno al otro, pero se convirtieron en incómodos aliados por interés común.
A pesar de la proclamación del nuevo reino, la culminación de la unidad italiana no se produjo hasta diez años después con la captura de Roma, que se convirtió en la nueva capital. La unificación había costado mucha sangre y no pocas desconfianzas de los territorios conquistados de las Dos Sicilias. El primer ministro Urbano Ratazzi lo resumió en una famosa frase: “Hemos hecho Italia, ahora hay que hacer a los italianos”.