Abel G.M.
Periodista especializado en historia y paleontología
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En marzo de 1917, la larga historia de la dinastía Romanov llegó a su final cuando el zar Nicolás II fue obligado a abdicar, días después de la Revolución de Febrero. El emperador y su familia fueron encarcelados y, meses después, serían asesinados por orden de los bolcheviques.
Nicolás II no tenía madera de soberano, como él mismo reconocía: “No estoy preparado para ser zar, nunca quise serlo. No sé nada del arte de gobernar”. Se sentía más cómodo entre los militares que entre ministros, y su formación en el ejército contrastaba con la poca experiencia política que tenía al subir al trono. Le tocó además vivir una época muy turbulenta y los súbditos del Imperio Ruso reclamaban cambios que él, convencido de su papel absoluto como monarca, no acertó a llevar a cabo. Ante cualquier atisbo de crítica por parte del Parlamento, el zar reaccionaba disolviendo la cámara y persiguiendo a los críticos.
La Primera Guerra Mundial fue la gota que colmó el vaso de largos años de exasperación por parte de sus súbditos, especialmente los intelectuales que habían abrazado las ideas marxistas. Las derrotas bélicas se unieron al hambre y al descontento que llevaba arrastrando desde el inicio de su reinado. En un principio pensó que podría salvar la dinastía abdicando en favor de su hijo y nombrando un gobierno moderado, pero no había calculado bien la magnitud del descontento hacia él y su familia. El primer ministro Kérenski los envió a Siberia pensando que allí estarían seguros, advirtiéndoles: “Los soviets desean mi cabeza, y después irán a por usted y su familia”. Y acertó.