Abel G.M.
Periodista especializado en historia y paleontología
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El emperador Hirohito firma la Constitución Japonesa, aprobada en noviembre de 1946. Esta Carta Magna, que entró en vigor en mayo de 1947, suponía el final de Japón como imperio y su conversión en una monarquía parlamentaria. El Emperador, que había sido la máxima autoridad política del país desde la Restauración Meiji de 1868, pasaba a tener la función de jefe de Estado pero sin ningún papel en el gobierno.
Tras la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial, las fuerzas de ocupación estadounidenses elaboraron un programa para “eliminar todos los obstáculos para el renacimiento y fortalecimiento de las tendencias democráticas entre el pueblo japonés”, lo cual suponía entre otras cosas la separación del emperador de la política. La declaración establecía también que “las fuerzas de ocupación de los Aliados se retirarán de Japón tan pronto como se hayan logrado estos objetivos y se haya establecido, de acuerdo con la voluntad libremente expresada del pueblo japonés, un gobierno pacífico y responsable.”
Una herida nunca cerrada que dejaba el Imperio de Japón fueron las tensiones con los países que había ocupado en su expansión por Asia, especialmente con Corea, China y Taiwán. Aunque las responsabilidades de guerra japonesas se depuraron en el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente, episodios polémicos como la visita del ex primer ministro japonés Shinzo Abe al Santuario Yasukuni, donde están enterrados criminales de guerra, demuestran que las heridas siguen abiertas.
Precisamente uno de los puntos clave de la nueva Constitución fue la renuncia del país nipón a tener un ejército regular. En su lugar se establecieron las Fuerzas de Autodefensa de Japón, que por ley solo pueden desplegarse dentro del espacio territorial japonés. Las tensiones recientes con China y Corea del Norte han reavivado el debate, nunca apagado, sobre la conveniencia de reformar este sistema.