Abel G.M.
Periodista especializado en historia y paleontología
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El 4 de febrero de 1945, los que se perfilaban como los tres grandes vencedores de la Segunda Guerra Mundial – Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Yosif Stalin, puesto que Charles de Gaulle no fue invitado – se reunieron en la ciudad de Yalta, en Crimea, para decidir el rumbo del mundo tras la Segunda Guerra Mundial. La guerra aún no había terminado, pero vistas las diferencias profundas entre el dictador soviético y el resto de los Aliados, convenía dejarlo todo bien atado. Pero fueron demasiado optimistas: esta conferencia, que iba a marcar el final del conflicto más terrible que había vivido la humanidad, terminó siendo el inicio de lo que se conocería como la Guerra Fría.
Dos cuestiones centraron la conferencia: la gestión de Alemania tras la guerra – repartiendo el país, desnazificándolo y juzgando a los dirigentes nazis – y el estatus de Polonia. En el primer punto, los Aliados occidentales consiguieron un trato más benévolo que el que pedía Stalin, recordando que había sido precisamente la dureza del Tratado de Versalles una de las causas fundamentales del ascenso del nazismo. La cuestión polaca era el verdadero problema, ya que la Unión Soviética apoyaba a un gobierno comunista y los demás países a un gobierno polaco en el exilio. Finalmente se acordó un gobierno provisional de unidad que debía celebrar elecciones libres.
El conflicto llegó cuando Stalin no cumplió lo acordado, y no solo en Polonia sino también en Checoslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria: en ninguno de estos países se celebraron las elecciones prometidas, sino que se impusieron gobiernos comunistas y entraron en la órbita soviética. Los países occidentales, que ya desconfiaban de Stalin, lo consideraron una traición y no volvieron a creer nunca más en él: en palabras de Churchill, un telón de acero cayó sobre Europa oriental.