Los Julios, y en especial Cayo Julio César, presumían de pertenecer a la estirpe de la diosa Venus. Se creía que ella fue la madre del príncipe troyano Eneas, que huyó de Troya cuando la ciudad fue tomada e incendiada por los griegos, como narraba la Ilíada. La gens Julia (en Roma se llamaba gens a un grupo de familias que descendía de un antepasado común) tomaba su nombre de un mítico Iulo que se identificó con Ascanio, el hijo de Eneas. De ese mismo linaje procedía también Rómulo, primer rey de Roma.
Cronología
Tres jóvenes esposas
100 a.C.
El 13 de julio, la patricia Aurelia, casada con Cayo Julio César, da a luz un varón que llevará el nombre de su padre. Será madre, además, de dos hijas llamadas Julia.
84 a.C.
La joven patricia Cornelia, de 16 años, deviene la primera esposa de César. Será la madre de su única descendiente legítima, Julia, y fallecerá durante un parto.
67 a.C.
Tras morir Cornelia, César se casa con la nieta del dictador Sila, Pompeya, a quien este matrimonio de conveniencia e infeliz llevará al adulterio.
59 a.C.
Una adolescente de la nobleza, Calpurnia, se casa con César. Éste mantiene relaciones con Servilia desde hace años y tendrá un hijo con Cleopatra, Cesarión.
44 a.C.
Calpurnia tiene sueños premonitorios el 15 de marzo, y pide a César que no vaya al Senado. El dictador morirá allí a manos, entre otros, de Bruto, hijo de Servilia.
El más famoso de su linaje
A pesar de descender de dioses y reyes, los miembros de la familia Julia palidecieron durante siglos, con muy escaso protagonismo político. Dentro de ese tronco familiar, los César emergieron de la niebla de la historia en el año 208 a.C., cuando uno de sus miembros ocupó el cargo de pretor (una magistratura judicial), alcanzaron la gloria con Cayo Julio César y su sangre se extinguió con el asesinato del dictador en los idus de marzo del año 44 a.C.
Acerca del sobrenombre de César para esa rama familiar, existían curiosas etimologías: su fundador mítico habría matado un elefante en batalla (porque en lengua púnica elefante era caesai), o se apodó así porque mostraba una tupida cabellera (caesariae) al nacer, o unos luminosos ojos grises (caesii), o tal vez, y ésta ha sido la hipótesis más transmitida, porque habría nacido de una cesárea, de una incisión en el abdomen de su madre.

César representado en un denario.
Foto: Bridgeman / ACI
En todo caso, Julio César no nació de cesárea: su madre Aurelia sobrevivió varias décadas al parto de su hijo y al menos a otros dos alumbramientos de sendas niñas, dos Julias. Aunque los cirujanos romanos practicaban cesáreas, la supervivencia de la madre quedaba severamente comprometida después de la intervención a causa de la hemorragia y de infecciones varias, y si algún Julio César dio nombre al linaje por nacer de ese modo, debió de ocurrir siglos antes, entre antepasados remotos.
Preocupado por su aspecto
El retrato de Julio César que ha llegado hasta nosotros es el de un hombre «de elevada estatura, de tez blanca, de miembros bien conformados, de boca bastante gruesa, de ojos negros y vivaces». Así lo describe Suetonio, que nos ha legado la biografía más completa del dictador, no exenta de animadversión. De hecho, añade que César «era tan exigente en el cuidado del cuerpo, que no sólo se hacía cortar el pelo con cuidado y afeitar, sino que incluso se lo hacía arrancar de raíz, como algunos le reprocharon». Ese reproche nace de una coquetería que, a juicio de la mentalidad romana (caracterizada por una concepción muy tradicionalista de la virilidad), no estaba exenta de afeminamiento.

Julio César es extraído del seno de su madre mediante una cesárea.
Esta miniatura del siglo XIV constituye la representación más antigua conocida de tal operación. Biblioteca Nacional, París.
Foto: Bridgeman / ACI
Lo cierto es que se describe a César como un hombre preocupado por su apariencia, que «soportaba de muy mala gana el defecto de su calvicie», motivo por el que habría sido «blanco de las chanzas de los maledicentes y por eso se había acostumbrado a echar su escaso cabello desde la coronilla a la frente». Otro de los biógrafos de César, el historiador griego Plutarco, recuerda una mordaz cita de Cicerón: «Cuando veo su cabellera arreglada con tanta distinción y a César rascándose con un dedo, ya no me parece posible que a este hombre se le haya metido en la cabeza una idea tan criminal como la destrucción de la constitución romana», como si fuera poco viril para una iniciativa –la de perpetuarse en el poder a cualquier precio– que requería tanto coraje.
Suetonio aún aporta otro dato sarcástico en su información sobre la cabellera de César: «Entre todos los honores que le concedieron el Senado y el pueblo, ningún otro aceptó o explotó con más gusto que el derecho a llevar siempre corona de laurel», ya que con ello podía disimular mejor su calvicie, ocultando así sus complejos.

Los herederos
Arriba, con corona y cetro, Augusto, el hijo adoptivo de César; en el centro, su viuda Livia y el hijo de ésta, Tiberio. Gran Camafeo de Francia. Biblioteca Nacional, París.
Foto: Album
Lo cierto es que César ponía mucho empeño en cuidar su imagen personal, como lo demuestra su gesto tras la derrota y muerte de uno de sus comandantes en las Galias: «Se dejó crecer la barba y el cabello, y no se los cortó ya, hasta después de que lo hubo vengado». Sabía, pues, ser riguroso y hacer penitencia renunciando a su coquetería.
El retrato de ese estadista presumido, fatuo y acomplejado se completa con la laxitud de su indumentaria. Tenía su propio estilo: su túnica con la banda ancha de color púrpura, propia de los senadores, también llevaba ribeteadas de púrpura las mangas que emergían bajo la toga (la prenda que se vestía sobre la túnica), y la portaba sin ceñir, con holgura –lo que también se consideraba signo de afeminamiento–. Por este motivo, Sila advertía a sus partidarios (los miembros de la facción aristocrática de los optimates, que controlaban el Senado) que «desconfiaran del muchacho mal ceñido», pues no en vano César militaba en el partido contrario a Sila, el de los populares, que buscaban el apoyo de las asambleas populares para acabar con el poder de los optimates.
Una casa en el Foro
César era un patricio, un descendiente de los linajes originales del Senado, pero no gozaba de una fortuna muy cuantiosa. La casa familiar que heredó estaba en la zona de la Subura, un sector urbano degradado y bullicioso, de bajos fondos y muy dudosa reputación; quizá su casa estuviera más cerca del Foro, y no inmersa de lleno en el caos del barrio. En todo caso, su elección como pontífice máximo (la mayor autoridad religiosa de Roma) le permitió salir del «arroyo» popular donde las deudas amenazaban con ahogarlo para instalarse en una residencia muy especial: la Domus Publica.

La clemencia de César
En 1808, el francés Abel de Pujol pintó al dictador (sentado) en el momento de perdonar, a petición de Cicerón (en el centro), a Quinto Ligario (a la izquierda), acusado de traición. Museo de Bellas Artes, Valenciennes.
Foto: Thierry Le Mage / RMN-Grand Palais
Desde su nombramiento, en efecto, César gozó del derecho vitalicio a ocupar la domus que había edificado el mítico rey Servio Tulio en pleno Foro. Tras la monarquía, la Domus Regia pasó a ser la Domus Publica, la sede del pontífice máximo, abierta junto a la vía Sacra –la calle procesional que atravesaba el Foro y conducía al Capitolio–, en un sector urbano de naturaleza religiosa, colindante, por ejemplo, con la casa de las Vestales, las sacerdotisas de la diosa Vesta. ¿Podría alguien ambicionar mayor dignidad en cuanto a domicilio? Para enaltecerlo más, César hizo construir un frontón como remate de fachada en el salón de recepción: imitaba un templo, pero en su casa y en su propio honor.
Tal vez fuera en la etapa final de su vida, en que dispuso de mayor holganza económica, cuando se permitió el capricho de construirse una villa en sus propiedades en el campo y, no satisfecho con la marcha de las obras, mandó demolerlo todo y volver a empezar. Y es que la aristocracia de Roma estaba empeñada no sólo en serlo y mantenerse, sino también en mostrarse como tal a través del lujo de sus residencias, con atrios espaciosos, columnas de mármol, jardines decorados con fuentes y estatuas, bibliotecas personales y hasta baños y gimnasios privados.
Popular a cualquier precio
Ni los amaneramientos personales, ni los caprichos de imagen de César parecen mera afectación. Se trató de un político muy preocupado por granjearse fama y popularidad. Empleó toda su fortuna personal en ese afán por lograr el favor, la popularidad, y se endeudó de una manera proverbial. Ya antes de desempeñar cargo alguno debía más de 1.300 talentos, una cantidad desorbitada.

Embellecer Roma
César se ganó el favor del pueblo construyendo edificios como la basílica Julia. En la imagen se ven los restos de sus pilares, en el Foro romano.
Foto: Francesco Iacomino / AWL Images
Si sus rivales políticos le restaban importancia creyendo que compraba «una gloria breve y efímera a precio de oro», lo cierto es que erraron en el cálculo. Gastó sin medida como intendente reparando la vía Apia, y gastó y gastó en su cargo de edil o encargado de la administración de Roma: construyó soportales creando pórticos en los puntos neurálgicos de la ciudad –en el Comicio, en las basílicas y en los laterales del Foro, y también en el Capitolio–, patrocinó cacerías y prometió un espectáculo de 320 parejas de gladiadores, y aunque no fue tan generoso como anunció resultó tan hábil que pareció como si él hubiera pagado a su costa también los juegos que patrocinó su colega en el cargo de edil; también gastó en teatros, en procesiones y en banquetes, hasta tal punto que finalmente, según Plutarco, «eclipsó a los que antes que él se habían entregado a ambiciosas liberalidades». Y volvió a aflojar su bolsa con extrema generosidad para conseguir ser nombrado pontífice máximo.

Diversión sangrienta
Un gladiador se enfrenta a las fieras. Como edil, César patrocinó espectáculos de este tipo. Relieve. Siglo I a.C. Museo Nacional Romano, Roma.
Foto: DEA / Album
No fue capaz de satisfacer las deudas con sus acreedores hasta que retornó victorioso de sus guerras en la Galia. La rapacidad con la que se comportó allí emanaba de la codicia y de su afán de gloria, de su empeño por exhibir un fabuloso botín a su retorno, pero también de la necesidad de salir a flote de unas deudas que lo asfixiaban. Por eso Suetonio no duda en narrar que, en tierras galas, «esquilmó santuarios y templos de los dioses repletos de donativos, y destruyó las ciudades más veces por conseguir un botín que por represalia». Con esa depredación –que no era extraña entre los generales romanos– pudo por fin saciar su sed de riquezas, aunque la mala reputación le acompañaba. Se decía que había robado, siendo cónsul, tres mil libras de oro del Capitolio, sustituyéndolas por cobre bañado en oro, y que en el Mediterráneo vendió «alianzas y reinos por dinero». Suetonio dice que, después de su retorno de la Galia, «nadaba ya en oro y lo vendía al por menor en Italia y las provincias».

Una zona distinguida
La Domus Publica, donde vivía César, estaba cerca del templo circular de Vesta y de la casa de las Vestales, y daba a la vía Sacra, que aquí vemos mientras la recorre una procesión.
Acuarela de Jean-Claude Golvin. Musée départemental Arles Antique © Jean-Claude Golvin / Éditions Errance
En sus biografías se le reconocen afanes de grandeza. La imagen más célebre al respecto lo evoca en Hispania, llorando al leer una biografía de Alejandro Magno. Cuando sus amigos quisieron saber por qué, les respondió con melancolía: «¿No os parece motivo de aflicción pensar que a la edad que tengo, Alejandro reinaba ya sobre tan gran imperio, mientras yo todavía no he llevado a cabo ninguna acción brillante?». Deliraba con ambición.
César también sabía que no era nadie sin apoyos. Tenía buen cuidado de mantener con lealtad y muestras de afecto sus relaciones con sus amigos y sus clientes (así se llamaba en Roma a las personas que estaban bajo la protección de un noble de la clase política al que prometían su respeto y su voto a cambio de favores). En cuanto pudo, al detentar las más altas responsabilidades como cónsul o como dictador, agradeció los votos y los servicios que le habían prestado, concediendo «los más altos cargos a algunas personas incluso de la más baja condición». A quienes le recriminaban por ello respondió que habría hecho lo mismo aunque se tratara de «bandoleros o asesinos». Era incondicional de los suyos, y en cuanto tenía ocasión se aprestaba a restañar heridas y a cerrar rencillas y enemistades: sus intereses políticos estaban por encima de todo lo demás, incluso de las humillaciones públicas que le hubieran infligido.
Matrimonios y adulterios
Craso, Pompeyo y Clodio, tres figuras prominentes en esos años, entablaron con César tanto las alianzas más estrechas como las más agrias, y hasta funestas enemistades. Del riquísimo Craso, que necesitaba la ayuda de César en su oposición a Pompeyo, César obtuvo un aval por importe de 830 talentos con los que poder aliviar o distraer a sus muchos acreedores. Pompeyo, por su parte, quedó integrado en las estrategias matrimoniales de César: lo casó con su hija Julia.

En tierras de la Galia
Arco de triunfo de la ciudad francesa de Orange, la Arausio fundada para asentar a veteranos de la Legión II Gálica, que sirvió a César y luego a Augusto.
Foto: Luigi Vaccarella / Fototeca 9x12
Publio Clodio Pulcro, a su vez, protagonizó un escándalo con Pompeya, la segunda esposa de César, de la que era amante, a pesar de la férrea vigilancia a la que la sometía su suegra Aurelia. Clodio se introdujo en la Domus Publica durante el ritual mistérico dedicado a la Bona Dea, en el que sólo eran admitidas las mujeres. Estos ritos se oficiaban cada año en la casa de uno de los cónsules, y ese año, en que era cónsul César, los presidía Pompeya. Clodio fue sorprendido vestido de mujer, lo que, además de un temerario sacrilegio que podía romper la paz de los dioses y desatar su ira, destapó el adulterio. César repudió a su esposa pero a la vez intentó que no se supiera lo ocurrido. Por ello, en el proceso que el Senado emprendió contra Clodio, César rechazó testificar contra él. Fue en aquella ocasión cuando, preguntado por qué se había divorciado si no reconocía que había habido adulterio, respondió que «la mujer de César debía estar por encima de toda sospecha».

La esposa repudiada
El grabador Egidio Sadeler es el autor de este grabado barroco, con una Pompeya madura muy alejada de la muchacha que tuvo a Clodio por amante.
Foto: Bridgeman / ACI
César se sirvió de una doble vara de medir: riguroso con sus esclavos y exigente con la moral pública, impuso restricciones legales y controles al lujo, pero se permitió licencias que no toleraba como gobernante. Roma comentaba los precios que pagó por agraciadas esclavas y, sobre todo, sus adulterios. Al menos cinco mujeres, patricias y plebeyas de la nobleza romana, conocieron el amor adúltero entre sus brazos, entre ellas la patricia Postumia, casada con Servio Sulpicio, y la plebeya Lolia, esposa de Aulo Gabino. Ambos esposos habían sido cónsules y aliados de César. Éste llegó más lejos aún: se acostó con Tértula, la esposa de su aliado Craso, conocida y definida por Cicerón como «la más distinguida de todas las mujeres», y también con Mucia, la tercera esposa de Pompeyo, de la que éste se divorció por serle infiel en su ausencia. Es decir: yació con esposas de sus dos colegas triunviros.
Por lo demás, se decía que profesó a Servilia un amor prolongado y generoso en extremo. Se trataba de una patricia viuda con la que César entabló relación hacia el año 64 a.C. y cuyo hijo, Marco Junio Bruto, sería uno de sus asesinos. César, casado entonces con Pompeya, regaló a Servilia una perla valorada en seis millones de sestercios, y en el año 48 a.C. orientó en su favor adjudicaciones de grandes propiedades de tierras por precios muy bajos en subastas públicas. La relación perduró entre el amor y la amistad, pero no se llegó a casar con ella, sino que en su último enlace optó por Calpurnia.

Julio César y Cleopatra
El romano conoció a la reina de Egipto cuando llegó a este país persiguiendo a Pompeyo, su rival. Óleo por Tiepolo. Siglo XVIII. Museo Arkhangelskoye, Moscú.
Foto: Fine Art / Album
En cuanto a Cleopatra, no fue la única reina con la que César mantuvo relaciones. También conoció a Eunoe de Mauritania, tras comprar con regalos tanto a ella como a su esposo Bogud. Pero su amor-pasión por Cleopatra fue especial, un amor que a ojos de Roma lo hizo perder la cordura y romper los convencionalismos: festines que duraban la noche entera, un tórrido viaje por el Nilo que se vio obligado a interrumpir por un requerimiento de sensatez que le impuso el ejército, y hasta una invitación a la soberana para que viajase a Roma, donde la extranjera egipcia fue acogida con frialdad y menosprecio por los romanos.
Escasa virtud
Más allá de la grandeza militar, Julio César se comportó como un político en todo momento, y no como un sencillo ciudadano honesto y fiable. En su vida íntima abrió espacio a las conveniencias matrimoniales y las amistades interesadas que regían su vida pública; en eso no distaba de las pautas de conducta por las que se regía la nobilitas, la clase política romana. Licencioso en el amor, parece que este fue el ámbito más auténtico, el más espontáneo de su intimidad, donde cedió a sus inclinaciones. Las biografías sobre César, poco favorables al político popular que quiso poner fin a la República, lo muestran envilecido por la corrupción y la venalidad, poseído de un ansia desmedida de gloria militar y grandeza política, y escasamente virtuoso, pues, como descendiente de Venus que decía ser, se abandonó a devaneos venéreos y a insinuaciones acerca de su condición divina.
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Voluntad de hierro para endurecerse

Busto de Julio César en basalto verde. Siglo I a.C. Colección de antigüedades, Museos Estatales, Berlín.
FOTO: BPK / Scala, Firenze
A César, sobrio al beber e indiferente a los placeres de la mesa, Suetonio le atribuye «una excelente salud». Sin embargo, Plutarco lo evoca de otro modo: «Era de constitución débil, su piel era blanca y delicada y era propenso a los dolores de cabeza y a ataques epilépticos». Suetonio confirma esta última afección, que se le declaró estando en Córdoba, en 46 a.C., e indica que se manifestó dos veces en campaña. En el ejército, César combatió sus limitaciones físicas «con sus marchas incansables, su régimen frugal y con su costumbre permanente de dormir al aire libre y someterse a todo tipo de penalidades». Sus últimos años se vieron perturbados: «Solía desmayarse de improviso e incluso asustarse durante el sueño».
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Sexualidad en la diana
César fue interpelado públicamente por sus prácticas sexuales. Una vez, en un discurso se le calificó como «marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos». La pasividad en una relación homoerótica era incompatible con la virilidad, y uno de los apelativos ofensivos que escuchó en su vida pública fue el de «reina de Bitinia», pues siendo joven estuvo en brazos del rey Nicomedes de Bitinia. Acomodaticio y propenso a reconciliarse con sus enemigos, César perdonó a Catulo la ignominia de estos versos: «Qué bien se llevan esos desvergonzados invertidos, el puto Mamurra y César. No es extraño. Manchas iguales tienen ambos […]. Las llevan grabadas y no se les borrarán. Igualmente enfermos, gemelos los dos, instruidos ambos en la misma camita».
Este artículo pertenece al número 217 de la revista Historia National Geographic.