Algunos de los más conocidos monumentos del antiguo Egipto se encuentran en Saqqara, una necrópolis que alberga maravillas como la primera pirámide faraónica (la de Dojser), los hipogeos para los cuerpos momificados de bueyes sagrados (Serapeo) y las mastabas de nobles de los Reinos Antiguo y Nuevo, decoradas con asombrosos relieves.
Cronología
Tumbas bajo las pirámides
2592-2544 a.C.
Djoser, el primer faraón de la Dinastía III, convierte Saqqara en la necrópolis real. Tras trasladar la capital del país a la ciudad de Menfis, el faraón hace construir en Saqqara la pirámide escalonada, la primera que se edificó en el antiguo Egipto.
Reino Medio, 1980-1760 a.C.
La capital de Egipto se sitúa en la hasta entonces provinciana y diminuta ciudad de Tebas, casi 800 kilómetros más al sur de Menfis. Aunque Menfis ya no es capital, Saqqara se sigue utilizando como necrópolis real durante un tiempo.
Reino Nuevo, 1539-1077 a.C.
La importancia estratégica de la ciudad de Menfis es tal que sigue manteniendo su papel como capital política. Muchos nobles y funcionarios de la más alta categoría al servicio de los faraones y que viven junto a ellos son enterrados en Saqqara.
Baja Época, 722-332 a.C.
Se entierran en Saqqara momias de particulares y de animales como ofrenda votiva a su dios correspondiente. Ello dio lugar a un floreciente negocio de momificación y a la creación de inmensos cementerios de animales.
Saqqara es un gigantesco camposanto cuya existencia está ligada de forma inseparable a la antigua capital faraónica, Menfis. Sin embargo, ésta no fue la primera ciudad con tal función. En los orígenes de Egipto, el centro político y religioso del país se encontraba 500 kilómetros más al sur, en Abidos, en cuya necrópolis se hicieron enterrar los primeros faraones. Pero Menes, el mítico unificador de Egipto (muy posiblemente el Narmer de las fuentes históricas), se dio cuenta de que para gobernar el alargado valle del Nilo necesitaba una capital en el norte y por ello fundó una nueva ciudad justo en el vértice del Delta, donde se juntaban el Alto y el Bajo Egipto.

En la nueva necrópolis real
Tras trasladar la capital del país a la ciudad de Menfis, el faraón Djoser hizo construir en Saqqara la pirámide escalonada, la primera que se edificó en el antiguo Egipto.
Foto: Rusell Kord / Age Fotostock
Esta segunda capital se llamó originalmente Ineb-hedj (El Muro Blanco), aunque nosotros la conocemos como Menfis porque así la llamaron los griegos a partir del nombre de la pirámide de Pepi I: Men Nefer. Pero Menfis carecía de la larga y honrosa historia que poseía Abidos, la capital meridional. Para remediarlo, Menes la dotó de una necrópolis, que situó en una meseta de varias decenas de metros de altura a cuyos pies crecía la nueva ciudad. Allí recibieron sepultura destacados miembros de la corte y de la familia real, en unos edificios grandiosos –algunos de más de medio centenar de metros de longitud– llamados mastabas. Desde ese altozano, las impresionantes y coloridas mastabas dominaban el horizonte occidental de Menfis, recordando a sus habitantes cuál era su posición en la escala social: a los pies del poderoso faraón y su corte.
Los primeros enterramientos
Las mastabas, hechas de adobes, tenían fachadas formadas por entrantes y salientes verticales que luego se revestían de yeso y se pintaban con patrones de colores. Por lo general, el interior estaba dividido en compartimentos destinados a las ofrendas y el ajuar funerario que acompañarían al difunto. Éste era enterrado en una habitación subterránea en el centro del edificio, rodeada de más habitaciones con aún más elementos de ajuar funerario. Algunas de estas tumbas principescas incluso contaban con tumbas subsidiarias de servidores sacrificados.
Durante las dos primeras dinastías, la corte de los faraones se movía entre Abidos y Menfis, las dos capitales del país. Fue Djoser, el primer soberano de la dinastía III, quien decidió fijar definitivamente la capital en Menfis, y con ello hizo de Saqqara la necrópolis real de Egipto. Anteriormente ya se habían enterrado allí tres soberanos de la dinastía II, en tumbas de las que se han localizado unos enrevesados túneles que debían estar cubiertos por una construcción hoy desaparecida. Pero fue la edificación de la pirámide escalonada de Djoser lo que hizo de Saqqara la gran necrópolis que hoy conocemos.

El faraón Djoser
Estatua hallada en su complejo funerario de Saqqara. Museo Egipcio, el Cairo.
Foto: DEA / Scala, Firenze
La pirámide de Djoser se convirtió en el punto central de un extenso territorio de 30 kilómetros de longitud donde los sucesivos faraones de las dinastías IV, V y VI edificaron sus complejos funerarios con pirámide. Levantar su propia pirámide cerca de la de Djoser fue, para algunos faraones, un modo de cobijarse a su sombra y así obtener legitimidad. Tales fueron los casos de Userkaf, el primer rey de la dinastía V, y de Teti, primer faraón de la dinastía VI, que no estaban entroncados con la familia real.
Pero incluso las tumbas más alejadas mantenían el contacto visual con la venerable pirámide de Djoser. En efecto, ésta era visible desde otras necrópolis faraónicas, como Abusir, Gizeh e incluso Abu Rowash, al norte, mientras que por el sur se la podía ver desde Dahshur, donde Esnofru, faraón de la dinastía IV, construyó sus dos pirámides: la Romboidal y la Roja.
Adiós a las tumbas reales
Durante el Reino Medio, la capital de Egipto se situó en la hasta entonces provinciana y diminuta ciudad de Tebas, casi 800 kilómetros más al sur de Menfis, y más tarde en Ity-Tawy, junto al lago Fayum. La mitad de los faraones de la dinastía XII levantaron allí sus complejos funerarios, mientras que la otra mitad eligió para erigir sus pirámides la necrópolis de Dahshur, al sur de Saqqara. El uso de la necrópolis menfita continuó con algunos de los faraones de la dinastía XIII. Fue en el extremo meridional de Saqqara donde el faraón Khender mandó erigir su pirámide, dotada de un sofisticado sistema para cerrar la tapa de la cámara funeraria mediante evacuación de arena.

La paleta de Narmer
Narmer, el unificador de Egipto, aparece arriba, a la izquierda, con la corona roja del Bajo Egipto tras vencer a los reinos del norte. Museo Egipcio, El Cairo.
Foto: Erich Lessing / Album
Saqqara perdió su función de cementerio real durante el Segundo Período Intermedio, cuando se quebró la autoridad de los faraones sobre el conjunto del valle del Nilo y Egipto quedó dividido entre los reyes hicsos que gobernaban el norte (y que fueron enterrados en el delta del Nilo) y los príncipes tebanos del sur. Después, cuando los hicsos fueron vencidos y el país se reunificó, los faraones de la poderosa dinastía XVIII adoptaron nuevos métodos de enterramiento. En lugar de las ostentosas pirámides de épocas anteriores, decidieron separar sus tumbas de los templos funerarios y situarlas en el Valle de los Reyes, un recóndito wadi o torrentera en la orilla del Nilo opuesta a Tebas.
Pese a ello, Saqqara no dejó de servir como necrópolis. Durante el Reino Nuevo, aunque Tebas se convirtió en la capital religiosa del valle del Nilo, la importancia estratégica de Menfis era tal que siguió actuando como capital política. El faraón residía habitualmente en la ciudad, aunque también debía realizar frecuentes visitas a Tebas para presidir ciertas fiestas y ceremonias. Junto a él vivían en Menfis un buen número de funcionarios de la más alta categoría, quienes pronto empezaron a construir sus propias tumbas en Saqqara, la necrópolis menfita por excelencia, tratando así de apropiarse del prestigio que suponía enterrarse cerca de las pirámides faraónicas.
Los sagrados Apis
Los arqueólogos han podido localizar y excavar en Saqqara numerosas tumbas de personajes relevantes del Reino Nuevo, como Maya, el tesorero real de Tutankhamón, o Aper El, uno de los visires de Amenhotep III. También destaca la tumba de Horemheb, poderoso ministro de tres faraones: Akhenatón, Ay y Tutankhamón. Tras la muerte de este último, Horemheb alcanzaría él mismo el trono, lo que hizo que terminara enterrado en el Valle de los Reyes; su tumba en Saqqara, construida con anterioridad, quedó reservada a su esposa y su hijo nonato. Descubierta y perdida de nuevo durante el siglo XIX, no se volvió a localizar hasta 1975, cuando se comenzó a excavar, convirtiéndose en una mina de información histórica.

El rostro de un sacerdote
Máscara funeraria perteneciente a un sacerdote de la diosa Mut, hallada en la necrópolis de Saqqara en 2018.
Foto: AP Images / Gtres
Por otra parte, la necrópolis de Saqqara estaba asociada a un importante culto localizado en Menfis, el del toro Apis. Como manifestación terrenal del dios Ptah, se consideraba al toro Apis un ser sagrado y recibía culto diario y todos los miramientos correspondientes, incluidos un harén y una residencia especial. Cuando moría, cada toro era momificado y era objeto de un fastuoso enterramiento.
Al principio, los toros Apis eran inhumados en Saqqara, en tumbas individuales dotadas de su propia capilla, pero durante el reinado de Ramsés II, el príncipe Khaemwaset, uno de sus hijos, decidió crear un cementerio subterráneo para enterrar a todos los toros tras su fallecimiento. Ése fue el origen del Serapeo de Saqqara. De hecho, el descubrimiento de esta tumba múltiple por parte del arqueólogo francés Auguste Mariette entre 1850 y 1851 sacó de nuevo a la luz la necrópolis de Saqqara y permitió comprender toda la importancia que tuvo la pirámide escalonada, que entonces estaba semienterrada en la arena.

El Serapeo de Saqqara
Auguste Mariette descubrió en 1851 este imponente complejo subterráneo, donde las momias de los sagrados toros Apis fueron enterradas en sarcófagos colosales de piedra como el de la imagen.
Foto: Thomas Hartwell / AP Images / Gtres
Desde la dinastía XIX, Menfis dejó de ser la capital efectiva de Egipto, que se situó en diferentes poblaciones del delta del Nilo, y la necrópolis de Saqqara dejó de acoger tanto las tumbas reales como las de los nobles de la corte real. Pese a ello siguió usándose como cementerio. La vista de las antiguas pirámides mantenía vivo el recuerdo de los antiguos reyes de Egipto, por lo que muchos habitantes de Menfis y otras regiones creían que enterrarse entre los antiguos monumentos de Saqqara era una importante fuente de prestigio y un modo de favorecer su acceso a la vida de ultratumba. Por este motivo nunca dejaron de acudir a la gran necrópolis norteña para inhumarse, con la consiguiente alegría de los sacerdotes encargados de llevar a cabo las ceremonias fúnebres y proporcionarles los espacios adecuados, que por esta labor recibían los honorarios correspondientes.
Una atracción milenaria
Los egipcios también iban a Saqqara para inhumar animales. Durante la Baja Época (722-332 a.C.) se puso de moda presentar una momia de animal como ofrenda votiva a su dios correspondiente, esperando atraer de este modo la protección de la divinidad. Ello dio lugar a un floreciente negocio de momificación y a la creación de inmensos cementerios de animales. En Saqqara hay uno de ibis y babuinos dedicados a Thot, el dios de la sabiduría y la escritura; otro de halcones dedicado a Horus, hijo de Osiris y heredero del trono; otro de gatos consagrado a Bastet, la diosa protectora asociada a la maternidad, y uno más de perros presidido por Anubis, el señor de las necrópolis.

El toro divino
Estatuilla de bronce de un toro Apis tocado con el disco solar. Museo del Louvre, París.
Foto: Béatrice Hatala / RMN-Grand Palais
Por otra parte, una serie de recientes descubrimientos está revelando la importancia que mantuvo Saqqara como lugar de enterramiento prácticamente hasta la época grecorromana. Uno de los hallazgos más notables ha sido un conjunto de «megatumbas», localizadas por arqueólogos egipcios a los pies del Bubasteo, un complejo de templos de época helenística y romana situado en el límite de la necrópolis de Saqqara con el desierto, donde también se encuentra el cementerio de momias de gatos anteriormente mencionado. Cada una de estas megatumbas, a las que se accede mediante un pozo de decenas de metros de profundidad, se compone de varios espacios donde, sobre pesados sarcófagos de piedra caliza, se apilan hasta el techo centenares de ataúdes de brillantes colores, decorados con pan de oro.
No son el único descubrimiento arqueológico destacado en Saqqara, porque cerca de allí un equipo japonés halló recientemente un intrigante grupo de ataúdes sin inhumar, depositados directamente sobre la arena. Y junto a la pirámide de Unas apareció un taller de embalsamamiento incluso con la plataforma para drenar los líquidos del cadáver. Todo ello revela como, siglos después de que se marcharan los faraones y sus cortesanos, la necrópolis de Saqqara, con su venerable pirámide escalonada y sus antiquísimas mastabas, siguió siendo para los egipcios, incluso cuando eran gobernados por griegos y romanos, una puerta privilegiada al más allá.
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La necrópolis de Menfis
En sentido estricto, la necrópolis de Saqqara cubre un área de 7 km de longitud por 1,5 de ancho. Al norte está limitada por las mastabas de la dinastía I y al sur, por la mastaba de Shepseskaf o mastaba el-Faraun, de la dinastía IV. En un sentido más amplio, Saqqara constituye el segmento central de una gigantesca necrópolis de 30 km de longitud que fue creciendo a lo largo del Reino Antiguo. Su punto más septentrional se encuentra en Abu Rowash, donde se sitúa el complejo funerario del faraón Didufri. Después viene Gizeh, donde se yergue el más famoso trío de pirámides del mundo. Sigue a continuación Zawyet al Aryan, con las inacabadas pirámides de los reyes Khaba y Nebka/Baka, y Abusir, donde se alzan los templos solares de la dinastía V y la mayoría de sus pirámides. Justo al sur está Dahshur, donde Esnofru erigió sus dos pirámides, la Romboidal y la Roja.
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Unas, el destructor

Cámara funeraria de la pirámide de Unas, en la necrópolis de Saqqara.
Foto: Werner Forman / ACI
Hacia el final de la dinastía V, cuando el faraón Unas decidió construir su pirámide en Saqqara, muy cerca de la de Djoser, encontró que la zona en la que debía situarse la calzada de acceso estaba llena de tumbas de épocas anteriores. Sin reparo alguno, Unas ordenó arrasarlas todas, incluida la venerable tumba de Hetepsekhemuy, de la dinastía II.
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La tumba de Wahtye

Wahtye, «sacerdote purificado del rey».
Foto: Mohamed Abd el Ghany / Reuters / Gtres
En 2018, un equipo de arqueólogos dirigido por Mohamed Youssef descubrió una excepcional tumba privada del Reino Antiguo en las inmediaciones del Bubasteo de Saqqara (el gran santuario dedicado al culto de la diosa gata Bastet). La tumba perteneció a un sacerdote de alto rango llamado Wahtye, que vivió durante el reinado del faraón Neferirkara, de la dinastía V. El sepulcro se compone de un vestíbulo al que se accede por una escalera y de una cámara de 10 m de largo por 3 de ancho. En ella se encontraron 5 pozos que albergaban los restos de Wahtye, su esposa Weret Ptah, sus cuatro hijos y la madre de Wahtye, Merit Meen. El monumento contiene más de cincuenta estatuas de varios tamaños de Wahtye y sus familiares. Las inscripciones jeroglíficas nos informan de que Wahtye fue «sacerdote purificado del rey», «supervisor de los dominios divinos» y «supervisor de la barca sagrada». Los ataúdes expuestos en esta fotografía corresponden a otra tumba descubierta en las proximidades.
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Una tumba nobiliaria

Portadores de ofrendas en una pintura de la tumba de Khuwy en Saqqara.
Foto: AP Images / Gtres
En 2019, arqueólogos del Instituto Checo de Egiptología hallaron cerca de la pirámide del faraón Djedkare Isesi, de la dinastía V, la tumba de un hombre llamado Khuwy, seguramente un importante servidor del monarca. Las paredes de las distintas estancias están decoradas con pinturas de tema funerario de notable calidad y muy bien conservadas.
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Una ‘megatumba’ a la sombra de Djoser

Tumba colectiva durante la Baja Época.
Foto: Roger Anis
Cerca de la pirámide de Djoser, arqueólogos egipcios dirigidos por Mostafa Waziri hicieron a finales de 2020 un excepcional descubrimiento: un centenar de sarcófagos depositados en una tumba colectiva que estuvo en funcionamiento durante la Baja Época y la era ptolemaica (siglos VII-I a.C.), lo que representa la mayor acumulación de ataúdes hallada hasta el momento en Egipto. El sepulcro se compone de tres pozos de más de 10 m de profundidad que dan acceso a grandes cámaras donde se fueron colocando los sarcófagos unos encima de los otros. En las mismas fechas se descubrió cerca del Bubasteo una segunda «megatumba» con casi 60 sarcófagos en su interior. Estos enterramientos colectivos fueron usuales en Egipto desde comienzos del I milenio a.C. Como indica la buena factura de los sarcófagos, estos sepulcros estaban destinados a personas de nivel económico elevado que deseaban ser enterradas cerca de la pirámide escalonada de Djoser, un monumento sagrado para los egipcios.
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Decenas de ataúdes

Cerca de un centenar de sarcófagos hallados en 2020 se exponen en Saqqara.
Foto: Nariman El-Mofty / AP Images / Gtres
No lejos del bubasteo de Saqqara, los arqueólogos sacaron a la luz en el año 2020 cerca de un centenar de sarcófagos de madera, magníficamente decorados y pintados, pertenecientes a la dinastía XXVI (664-525 a.C.). Los sarcófagos se descubrieron en el interior de diversos pozos funerarios de unos doce metros de profundidad cada uno.
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Perros momificados

Momia de perro. Baja Época (siglos VII-IV a.C.), Museo del Louvre, París.
Foto: Bridgeman / ACI
Cerca de la pirámide escalonada, se localiza en Saqqara un enorme cementerio de momias de perros. Las llamadas Catacumbas de Anubis cubren un área de 173 x 140 m y se componen de una serie de galerías subtérraneas en torno a un corredor central. La investigación desarrollada desde 2009 por un equipo dirigido por el egiptólogo británico Paul Nicholson ha mostrado que, durante el período de actividad de la necrópolis canina, entre los siglos IV a.C. y I d.C., se depositaron ocho millones de momias de perros, a razón de varios miles al año, como ofrendas de particulares para garantizarse la protección del dios Anubis.

Una de las galerías de las catacumbas de Anubis en Saqqara, con restos de momias de perros.
Foto: P. T. Nicholson, Catacombs of Anubis Project

Momias de gatos halladas en la necrópolis de Saqqara, en noviembre de 2019.
Foto: Hayam Adel / Reuters / Gtres
Este artículo pertenece al número 216 de la revista Historia National Geographic.