En París nadie llega a nada sin las mujeres». Esto es lo primero que le dijeron a Jean-Jacques Rousseau cuando llegó a la capital francesa en 1742. París era por entonces un hervidero de ilustrados y literatos que eran requeridos en los palacios y las mansiones de la ciudad, en cuyos salones se celebraban a diario reuniones literarias y filosóficas. El escritor o artista que triunfaba en estos salones triunfaba en París; y quien triunfaba en París lo hacía en Europa. La cultura de salón estaba en su apogeo y cualquiera que quisiera hacerse un nombre en la república de las letras necesitaba ganarse primero el favor de quienes controlaban sus resortes. Que eran sobre todo mujeres.
Es difícil establecer los orígenes de la cultura de salón y del papel que en ella desempeñaron las mujeres. Leonor de Aquitania en la Edad Media, o Isabel de Este y la tan injustamente denostada Lucrecia Borgia durante el Renacimiento, auspiciaron el florecimiento de las artes en sus respectivas cortes. Y en el siglo XVII, la reina Cristina de Suecia se rodeó en Estocolmo de artistas e intelectuales, muchos franceses, como el filósofo René Descartes.
La primera salonnière
Fue en París donde por primera vez se establecieron cenáculos literarios fuera de una corte real. En la década de 1610, Catherine de Vivonne, la joven marquesa de Rambouillet, decidió remodelar por entero la mansión familiar en París. Su intención era que el edificio y la novedosa disposición de las estancias facilitasen la sociabilidad y el arte de la conversación, a lo que la marquesa quería consagrarse por completo. Y así lo consiguió. Cada tarde, después de cenar, a la luz de los candelabros y de las inmensas arañas de techo, ella y sus invitados –entre los que se contaban el cardenal Richelieu o el duque de Buckingham– dejaban atrás las intrigas políticas y departían sobre obras literarias y musicales aún
inéditas. En las estancias del Hôtel de Rambouillet, el poeta Malherbe, la escritora Madeleine de Scudéry o el dramaturgo Pierre Corneille leyeron en primicia algunas de sus obras.
En París y en toda Francia florecieron diversos círculos literarios a imitación del modelo desplegado por la marquesa de Rambouillet. Entre ellos destaca, en la segunda mitad del siglo XVII, el encabezado por la marquesa de Sablé, distinguida moralista y mecenas del filósofo La Rochefoucauld, o el que sostuvo en Versalles Madame de Maintenon, cuyo ascendiente sobre Luis XIV –con quien contrajo un matrimonio secreto– hizo que durante unos años el gusto de la corte por la caza basculara hacia el deleite por la literatura.
Los salones parisinos fueron lugar de refugio y difusión de las ideas ilustradas
A pesar de la iniciativa de Madame de Maintenon, el centro de la vida social y cultural se mantuvo en los salones parisinos, lejos de la corte. Su apogeo llegó en el siglo XVIII, una época en la que el gusto por la vida social y la búsqueda del placer sensual e intelectual llegaron a las máximas cotas.
En los inicios de la centuria destacaron las reuniones en el palacio de Sceaux, cerca de París, donde la duquesa de Maine organizó veladas y fiestas galantes que inmortalizó el pintor Watteau y en las que participaron muchas de las futuras salonnières, las anfitrionas de un salón.
A diferencia de las logias masónicas y otras sociedades secretas –capitaneadas exclusivamente por hombres–, los salones llevaron la impronta de una mujer. Cualquier dama de cierto rango social, fuera o no de origen noble, aspiraba a fundar un salón. Entre las salonnières más destacadas encontramos a Madame de Lambert, a Madame du Deffand, a Madame Geoffrin o a Madame de Necker y a su hija, la extraordinaria Madame de Staël. Ellas marcaron el paso de todo lo que aconteció en estos encuentros. Los asistentes a sus veladas eran escogidos no por su posición, sino por el brillo e interés de su conversación. En el salón de Madame de Lambert, que se reunía los martes por la tarde, compartieron veladas aristócratas, filósofos y actores, fueran hombres o mujeres, tales como el dramaturgo Marivaux, la marquesa de Châtelet o la actriz Adrienne Lecouvreur.

Madame Geoffrin. Óleo de la escuela francesa. Museo del Hermitage.
Foto: Album
El placer de reunirse
Lo mismo aconteció en el salón de Madame Geoffrin. Nacida en el seno de una familia burguesa y a pesar de no haber recibido formación alguna, al enviudar de un rico empresario se volcó por entero en el mecenazgo. En su salón, los lunes estaban reservados para reuniones de artistas, mientras que los miércoles los ilustrados departían de igual a igual con miembros de la alta nobleza como Stanislas Poniatowski, futuro rey de Polonia. Ella misma llegó a cartearse con Catalina II de Rusia, lo que le granjeó el apodo de zarina de París. Madame Geoffrin financió el proyecto de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert. Incluso auspició la constitución de otros salones, como el de Madame de Lespinasse, cuando ésta perdió el favor de su protectora Madame du Deffand.
Alejándose de las costumbres y los gustos frívolos de Versalles, los salones –llamados a veces bureaux d’esprit, «oficinas de ingenio»– se convirtieron en espejo de los ideales de la Ilustración. Bajo la autoridad moral de una mujer, en ellos reinó la libertad de espíritu, la igualdad de la razón y la fraternidad de las inteligencias. Los philosophes –Montesquieu, Voltaire, D’Holbach, Marivaux, D’Alembert o Diderot–deambulaban de forma estable de un salón a otro para compartir y debatir sus ideas. No faltaron tampoco asistentes de otras naciones.
La presencia de ingleses (Bolingbroke, Chesterfield, Walpole), alemanes (Grimm) o estadounidenses (Benjamin Franklin) en las veladas nos muestra la visión universal y cosmopolita que tuvieron los salones. El modelo de París se difundió por toda Europa. En Londres, Berlín o Viena florecieron numerosos cenáculos bajo el influjo de mujeres como Mary Montagu, Johanna Schopenhauer, Rahel Vernhagen, Dorothea Schlegel o Fanny von Arnstein, que compartieron mesa, conversación e incluso obras con grandes literatos como el inglés Pope y los alemanes Goethe o Hegel.

Salón de la Princesa. Esta estancia del Hôtel de Soubise, en París, se creó a principios del siglo XVIII para la princesa de Soubise.
Foto: Alamy / ACI
El fin de una época
Se ha querido buscar en los salones el germen y difusión de las revoluciones democráticas que estallaron en Europa a partir de 1789. Es cierto que a finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX la conversación en las veladas se desplazó de los temas filosóficos a las cuestiones políticas. También lo es que algunas salonnières, como Madame de Staël, recibieron con entusiasmo el estallido de 1789. Pero la posterior radicalización de la revolución hizo imposible que sobreviviera un espacio de discusión serena como el de los salones. La propia Madame de Staël no dudó en denunciar los excesos revolucionarios, lo que la obligó a huir al exilio. Allí participó en numerosas veladas, en las que defendió el principio último de la cultura de salón: la igualdad entre hombres y mujeres, la dignidad igual de la razón.
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El arte de conversar
Las reuniones en el palacio de la marquesa de Rambouillet en París se hicieron famosas por las conversaciones animadas y placenteras. «Aquí no se habla de manera docta, sino razonable, y no puede hallarse más sentido común ni menos pedantería», afirmó el literato Guez de Balzac a partir de lo que le dijeron sus amigos.

Marquesa de Rambouillet. Óleo anónimo.
Foto: Granger / Album
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El mejor lugar de la casa para socializar
En la Francia del siglo XVII, las reuniones sociales que llamamos salones no tenían lugar en un «salón», sino en una habitación llamada chambre (cámara), como la Cámara Azul (Chambre Bleue) de la marquesa de Rambouillet. En el centro de la estancia solía haber una lujosa cama, y entre ésta y la pared se habilitaba a menudo un espacio llamado ruelle (pequeña calle), destinado a encuentros más privados. El término salón procede del italiano salone, «gran sala», y se difundió en el siglo XVIII para designar estancias de gran tamaño. Hasta el siglo XIX no se convirtió en sinónimo de una reunión social: se encuentra por primera vez en la novela de Madame de Staël Corinne (1807). Así pues, la «cultura de salón» existió mucho antes que el concepto que vino a designarla.
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El papel de moderadora
Anfitriona de un salón en París en los años anteriores a la Revolución de 1789, Madame Necker escribió sobre su experiencia de salonnière: «El gobierno de una conversación se parece mucho al de un Estado; hay que conseguir que apenas se note la autoridad que la guía [...]. Una anfitriona ha de impedir que la conversación se vuelva aburrida, desagradable o peligrosa». Su hija, la futura Madame de Staël, asistía a las reuniones y adquirió así las dotes de conversadora que luciría de mayor: «No es posible imaginar una conversación más vivaz y espiritual que la suya», dijo de ella la alemana Henriette Herz a su paso por Berlín.

Lectura de la novela Pablo y Virginia en el salón de Madame Necker.
Foto: AKG / Album
Este artículo pertenece al número 220 de la revista Historia National Geographic.