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En casi todos los pueblos existe la costumbre de ofrecer una tarta o un pastel a los invitados a una boda. Por ejemplo, en la antigua Roma las tortas de cebada eran un requisito indispensable para la celebración de bodas entre familias nobles. Sin embargo, el pastel de boda tal como hoy lo conocemos, blanco y elaborado en varios pisos, se impuso a partir del siglo XIX como uno de los legados más duraderos y universales de la reina Victoria de Inglaterra.
Ya anteriormente se hicieron pasteles de boda que alcanzaban gran altura, como el de un aprendiz de pastelero de Londres llamado Thomas Rich, que a principios del siglo XVIII se propuso impresionar a su futura esposa creando una tarta inspirada en la torre del campanario de la iglesia de St. Bride’s, la segunda más alta de la ciudad. Todo un desafío confitero que sentaría precedentes. Más tarde, la mecanización de los obradores de pasteleros y confiteros permitió a éstos realizar tartas de boda cada vez más complicadas y de mayor tamaño, concebidas a menudo como objetos de exhibición.
Pero fue en 1840 cuando este dulce elemento encontró su máxima expresión, en el banquete de boda de la reina Victoria de Inglaterra con el príncipe Alberto. Pionera en diferentes aspectos de su vida personal y monárquica, Victoria creó una tradición en la indumentaria nupcial al casarse con un vestido de novia blanco frente a las vestimentas de diversos colores –a excepción de negro y rojo– que se usaban de manera habitual. Símbolo de juventud, pureza y virginidad, el blanco se impuso como modelo para las futuras novias de la realeza. Igualmente innovadora se mostró en lo que se refiere al banquete que acompañó al evento. Allí se presentó un pastel de boda de varias alturas y también blanco que sería imitado en posteriores enlaces reales, como una forma efímera, pero eficaz para la exhibición pública del poder.

Porción de la tarta de la boda de la Reina Victoria con su caja.
Porción de la tarta de la boda de la Reina Victoria con su caja.
Foto: Bridgeman / ACI
Un símbolo real
El bizcocho nupcial fue diseñado por John C. Mauditt, pastelero de la casa real. Tenía varias alturas, pesaba 136 kilos y contaba con una decoración floral con bouquets o ramos atados con cintas y un cupido que anotaba en un libro la fecha del enlace. Pero el ornamento más sobresaliente se encontraba en la parte superior de la tarta, donde Mauditt colocó una imagen de Britania (personificación de Gran Bretaña), ataviada a la griega y bendiciendo a la pareja real; las figuras tenían a sus pies un perro y unas palomas, símbolos de fidelidad y felicidad respectivamente. Un adorno que inició la extendida tradición de colocar la figura de los novios en los pasteles de boda.
A partir de ese momento, el pastel se convirtió en un elemento que trascendió su función culinaria para convertirse en una imagen simbólica, destinado a consumirse con el sentido de la vista más que con el del gusto. Era un objeto de deseo al alcance de unos pocos, una marca del lujo monárquico que sólo era posible conocer a través de las reproducciones en la prensa y otros pasquines. Los pasteles fueron aumentando de tamaño y se hicieron más escalonados y de mayor verticalidad, hasta el punto de que, a finales del siglo XIX, se habían convertido en un accesorio indispensable de toda boda real.
Así ocurrió en España con la boda de Alfonso XIII y la princesa británica Victoria Eugenia de Battenberg, en 1906. La casa real española encargó el pastel de boda a un confitero londinense. Trasladada desde Londres a Madrid en cuatro cajas, la tarta pesaba trescientos kilos y medía casi dos metros de altura. Estuvo expuesta desde tres días antes de la boda en el Alcázar Real para admiración de los curiosos. La prensa de la época destacó la llegada del «primer wedding cake que se haya visto en España».
Todo el pastel estaba elaborado de una masa que los reposteros ingleses llamaban «mezcla real» y que se componía de crema glacée, pasta de bizcocho y los perfumes culinarios más famosos. En el centro figuraban el escudo, el monograma y la corona real. Se sirvió sobre un plato de plata macizo junto con un cuchillo de oro y mango de plata de unos 60 centímetros. El día del enlace, fue la princesa Victoria la encargada de clavar el cuchillo en el pastel para repartir los pedazos entre los invitados, tal y como marcaba la tradición.
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Alto como una persona

Pastel de boda. La tarta servida en el enlace entre la Reina Victoria y el Príncipe Alberto. litografía coloreada a mano.
Pastel de boda. La tarta servida en el enlace entre la Reina Victoria y el Príncipe Alberto. litografía coloreada a mano.
Foto: Bridgeman / ACI
En 1863, un diario español evocaba así el pastel de boda en otro enlace de la realeza británica: «Mr. Pagniez, confitero de la reina de Inglaterra, ha sido encargado de hacer el pastel de boda del príncipe de Gales y de la princesa Alejandra. Tiene 5 ½ pies de alto [1,70 m] y 2 ½ de ancho en su base [0,70 m]; y pesa más de 100 libras [45 kg]. Para la forma, Mr. Pagniez ha imitado un palacio gótico. Dicen que es una obra maestra: no se sabía cómo la novia se gobernaría para partirlo, pero el hábil confitero ha dejado una especie de puerta con las armas de Inglaterra, que abierta podrá fácilmente la princesa introducir el cuchillo al centro del pastel».
Este artículo pertenece al número 195 de la revista Historia National Geographic.