Si el Mont Saint-Michel hubiera desaparecido hace siglos a causa de alguna de las fortísimas acometidas del mar que de vez en cuando sufre, o por cualquier otra circunstancia, pensaríamos que esta ciudadela coronada por un espectacular monasterio y toda su historia no eran más que fantasías de hombres medievales, tan dados al milagro, a la maravilla y al prodigio. Pero el Mont Saint-Michel sigue en pie, y, afortunadamente, lo hace con toda su carga histórica y su genial arquitectura, que la han convertido en un icono del patrimonio mundial.
Cronología
708
El ermitaño Aubert construye un oratorio, consagrado al arcángel san Miguel, en la cima del monte Tumba.
709
Se trasladan desde Italia las reliquias del arcángel. En torno a ellas, Aubert funda una comunidad de canónigos.
966
Bajo la protección de los duques de Normandía, el edificio se renueva y empiezan las peregrinaciones.
1023
Se inicia la construcción de la gran abadía románica. Las obras se prolongarán durante todo el siglo XI.
1212-1228
El rey Felipe Augusto emprende la construcción de La Maravilla después de que sus tropas arrasaran el monasterio.
1337-1453
Durante la guerra de los Cien Años, el Mont Saint-Michel es asediado varias veces por los ingleses, que no logran tomarlo.
1790
La Revolución francesa expulsa a los monjes. La abadía se convierte en prisión, función que desempeñará hasta 1863.
1879
Se construye una carretera para llegar hasta la isla. En 2014 será sustituida por una pasarela menos nociva.
Más allá del asombro que provocan el monumento y su peculiar ubicación, su historia, cargada de vicisitudes, resulta verdaderamente apasionante. En ella, las fronteras entre el hecho histórico, la épica y la leyenda se difuminan y entrelazan para configurar uno de los espacios medievales más interesantes de Europa. Muy pocos lugares cuentan con tanta riqueza natural, histórica y artística.
La isla del arcángel san Miguel
La isla que hoy conocemos como Mont Saint-Michel se alza en el noroeste de Francia, en medio de un inmenso arenal formado por la desembocadura del Cuesnon, el pequeño río que tradicionalmente marcó la frontera entre Bretaña y Normandía. Cuenta la tradición que el eremita Aubert vivía retirado en lo que entonces se llamaba monte Tumba y que en 708 tuvo un insistente sueño en el que el arcángel san Miguel le instaba a que levantara un santuario en la cumbre del monte, a semejanza del que tenía en el monte Gargano, un promontorio sobre el mar Adriático, en Apulia, al sur de Italia. Convencido Aubert, se dice que derribó un monumento pagano –seguramente megalítico– y en su lugar construyó un santuario de forma circular, con toscas piedras, dedicado al arcángel.
Poco después, Aubert envió al santuario de Gargano a dos compañeros con la misión de traer algunas reliquias del arcángel que allí se guardaban. Mientras duró el viaje, un fuerte temporal destruyó un bosque que rodeaba la base del monte Tumba, de modo que, a su regreso, los viajeros se encontraron con que su santuario estaba ahora en una isla. Más allá de estas historias legendarias, lo cierto es que, gracias a las reliquias conseguidas, el lugar, además de acoger una comunidad de canónigos, empezó a recibir peregrinos y a crecer. La cronología de este proceso es incierta; en todo caso, la primera mención documental del sitio es bastante más tardía, de mediados del siglo IX, aún con el nombre de monte Tumba, denominación que poco a poco sería absorbida por la fama del arcángel hasta adoptar el nombre de Mont Saint-Michel.

arcángel Miguel
El arcángel Miguel pide a Aubert que le construya un santuario. Cartulario del Mont Saint-Michel.
Foto: Bridgeman / ACI
Bajo dominio normando
El prestigio del santuario y el interés de Carlomagno por promover el culto a san Miguel en sus dominios contribuyeron a su desarrollo. Amenazada por los vikingos, que la saquearon en 847, la isla fue entregada al rey de Bretaña por el rey franco Carlos el Calvo, incapaz de defender esta zona costera. A principios del siglo X, el ducado de Normandía, regido por una dinastía de antiguos vikingos, arrebató a los bretones las tierras donde está el Mont Saint-Michel, estableciendo allí su frontera con Bretaña. Bajo los normandos continuó potenciándose la peregrinación al santuario y la comunidad de monjes incrementó enormemente su riqueza, en contra de lo que establecían sus votos. Por ello, el duque normando Ricardo I Sin Miedo los invitó a reformarse o marcharse. Sólo un monje aceptó quedarse, y en torno a él surgiría un nuevo monasterio sometido a la regla benedictina. Desde ese momento, el año 966, la fama del lugar se disparó todavía más, aumentando la afluencia de peregrinos y renovándose las construcciones.
En un clima de relativa paz y prosperidad, la nueva comunidad benedictina emprendió, ya en el siglo XI, la construcción de una monumental iglesia románica, bajo la que quedaron los restos de la anterior. La situación mejoró todavía más en 1066, cuando el duque
normando Guillermo el Conquistador se hizo con el trono de Inglaterra y aumentaron las donaciones y peregrinaciones. En el siglo XII, el Mont Saint-Michel albergó un centro de traducción de obras clásicas grecolatinas y sus edificios se modernizaron. El monasterio llegó a su cénit en tiempos del abad Robert de Torigni (1154-1180), época en la que la comunidad monástica alcanzó un máximo de 60 integrantes.
En el siglo XIII, la situación de la abadía del Mont Saint-Michel quedó comprometida por los enfrentamientos entre los reyes de Francia y los de Inglaterra, que también eran duques de Normandía. Ya en 1204, los bretones, aliados del rey francés Felipe Augusto, saquearon el Mont Saint-Michel, entonces bajo el dominio del monarca inglés Juan Sin Tierra. Parece que esto contrarió bastante al soberano de Francia, porque atacar un santuario de tan reconocida y extendida devoción no contribuía en absoluto al prestigio de la monarquía francesa, más aún cuando el propio Felipe Augusto había participado unos años antes en la tercera cruzada y se presentaba como paladín de la Cristiandad. Para compensar a la abadía por este episodio, el rey aportó una gran cantidad de dinero con el fin de reconstruir y ampliar el santuario.

Mont Saint-Michel
El Mont Saint-Michel en el siglo XV. Ilustración de Las Muy Ricas Horas del Duque de Berry, con la lucha del arcángel y el dragón.
Foto: White Images / Scala, Firenze
La Maravilla
Gracias a esa donación, entre 1212 y 1228 se levantó una enorme, compleja y bella estructura, junto al costado norte de la iglesia románica. En la estrecha y escarpada superficie del monte, desafiando los límites de lo que parecía posible para la arquitectura de la época, surgieron un conjunto de amplios espacios, salas espectaculares y un singular claustro; una delicada genialidad gótica. El conjunto recibió el nombre de La Merveille, La Maravilla, y nunca una denominación ha hecho tanta justicia a un sitio.
Erigida en tiempos del abad Raoul des Îles, La Maravilla se construyó con piedra procedente de diversos lugares, incluso de Inglaterra: llegaba en barcos en el momento de la pleamar y se alzaba con grandes grúas de madera. El conjunto lo forman dos altos cuerpos, soportados por elegantes contrafuertes que alternan con los numerosos ventanales que iluminan las estancias interiores. Primero se levantó el cuerpo oriental que, de abajo arriba, va ganando en delicadeza y liviandad.
En la base está la capellanía, con dos naves que servían para dar de comer a los pobres y a los miles de peregrinos que entonces llegaban desde toda Europa; para bajar la comida se utilizaba un montacargas inserto en el muro. Encima se dispuso la calefactada sala de Huéspedes, también de dos naves pero mucho más esbeltas, donde los monjes acogían a los viajeros y peregrinos más notables. La tercera planta de este cuerpo la ocupaba el refectorio de los monjes, que con sus 59 ventanales constituye un prodigio de la creatividad gótica, pero sin los excesos propios de la época.
Pese a su sobrio aspecto exterior, que apenas deja intuir lo que oculta su interior, la obra gótica del Mont Saint-Michel es de gran complejidad. En la imagen siguiente se ven los dos cuerpos en que se articula el conjunto de La Maravilla. El de la izquierda, el primero en construirse, alberga la capellanía, la sala de Huéspedes y, encima, el refectorio. En el cuerpo de la derecha se encuentra la cilla (el granero), luego la sala de los Caballeros y, al final, el claustro. Más a la derecha se planificó un tercer cuerpo, que nunca se construyó. Detrás, y elevándose más aún, se aprecia la iglesia, con su cabecera gótica, su truncada nave románica y la torre del crucero, reconstruida durante las restauraciones del siglo XIX, cuando se le añadió la emblemática flecha.

La Maravilla
Foto: Giovanni Simeone / Fototeca 9x12
La iglesia románica
El éxito de las peregrinaciones y la generosidad de los duques de Normandía permitieron a los benedictinos renovar su iglesia durante el siglo XI. Su construcción, que empezó en 1023 y concluyó en 1084, exigió un enorme trabajo para encajar sus grandes dimensiones en las estrechas y empinadas laderas de la isla. Con tres naves, un gran crucero y una cabecera con deambulatorio, fue necesario erigir varias criptas en todos los extremos del edificio para nivelar el terreno. En época gótica se reconstruyó y engrandeció la cabecera, y en el siglo XVIII se hundieron los tramos de los pies de la nave. Ésta parte nunca se reconstruyó, y el templo se cerró con la fachada neoclásica que ha perdurado hasta hoy.

La iglesia románica
Foto: Jean Bernard / Bridgeman / ACI
El refectorio
Es una de las dependencias más exquisitas de la abadía, dispuesta en el piso superior del cuerpo oriental de La Maravilla. Se trata de un amplio espacio, iluminado por 59 ventanales que se abren en los muros norte y sur. Al estar las paredes así horadadas, fue necesario cubrir el refectorio con un techo de madera, más ligero que uno de piedra. Las ventanas se encuentran separadas por pequeñas columnillas, rematadas en capiteles vegetales que aportan gracia y sosiego, como si los monjes estuvieran comiendo en una especie de arboleda hecha en piedra. La regla benedictina imponía la mesura en la alimentación y el silencio absoluto, sólo roto por la lectura de textos sagrados que hacía un monje desde el púlpito que se ve a la izquierda.

El refrectorio
Foto: Manuel Cohen / Aurimages
El claustro
Dispuesto en la tercera planta de La Maravilla, el claustro queda a la misma altura que la iglesia, requisito indispensable para su uso procesional. Esta ubicación obligó a los maestros constructores a idear una estructura liviana, con una cubierta de madera –al igual que en el refectorio– y unas columnas ligerísimas dispuestas al tresbolillo (en dos filas paralelas formando triángulos equiláteros entre ellas) y unidas con arcos diagonales. Los capiteles son lisos, pero las enjutas (los espacios triangulares entre los arcos) están profusamente decoradas con motivos vegetales y figurados. En una de ellas destaca la imagen de san Francisco, canonizado en 1228, el mismo año que se concluyó la obra.

El refrectorio
Foto: Manuel Cohen / Aurimages
La sala de los Caballeros
El cuerpo occidental de La Maravilla consta en su parte inferior de una sobria bodega sostenida por pilares. Sobre ella se dispone la sala de los Caballeros, nombre equívoco que alude a la Orden de los Caballeros de san Miguel, fundada en 1469, pero que muy probablemente nunca se reunió en esta abadía. Esta sala, la más amplia del conjunto, con sus tres naves abovedadas y también calefactada, fue casi con seguridad la sala de monjes, un lugar para el estudio y quizá también scriptorium, el lugar donde aquéllos se dedicaban a copiar manuscritos.
La tercera planta la ocupa el claustro, con sus galerías de finas columnillas dispuestas al tresbolillo (una disposición triangular que tiene la ventaja de soportar mejor los empujes) y que presenta una exuberante decoración vegetal y figurada. En su origen se abría tan sólo al cielo, pero hoy se puede contemplar desde su interior el entorno de la abadía a través de tres grandes ventanales que se abren en su lado oeste y que durante siglos permanecieron tapiados. Tales huecos se trazaron para dar paso a la sala capitular, ámbito que debía rematar un proyectado tercer cuerpo que nunca se construyó. De este modo, en el primer tercio del siglo XIII la arquitectura de la abadía quedó configurada en su forma más espléndida.
Cuando estalló la guerra de los Cien Años (1337-1453), el Mont Saint-Michel se encontró en primera línea de fuego, por lo que hubo de fortificarse. Desde el inicio del conflicto se instaló allí un contingente de tropas francesas, y se detuvo el flujo de peregrinos y donaciones procedentes de Inglaterra. Los ingleses intentaron tomar por asalto la isla varias veces, a partir de una base artillera instalada en el cercano islote de Tombelaine, pero las dificultades de acceso y las nuevas murallas que se erigieron al pie del monte hicieron fracasar estas tentativas. Los franceses también construyeron una gran cisterna junto a la cabecera de la iglesia para resistir los asedios que se sucedieron durante la primera mitad del siglo XV, con resultado siempre infructuoso. Los montois (como se conoce a los residentes en el monte) llegaron a capturar dos bombardas inglesas que aún conservan y exhiben con orgullo.

Mont Saint-Michel 2
El monte en el siglo X. Grabado realizado en 1910.
Foto: Alamy / ACI
Declive y renacimiento
Tras la guerra, el Mont Saint-Michel inició una prolongada decadencia. Poco a poco llegaron la degradación, el desinterés y finalmente la exclaustración de los monjes. Hasta que el romanticismo del siglo XIX y su recuperación de lo medieval convirtieron el santuario en un icono de la vieja Francia, ponderado por la personalísima estampa del sitio, su llamativa ubicación y su agitada historia. «El Mont Saint-Michel es para Francia lo que la Gran Pirámide para Egipto, [por eso] es necesario conservar a cualquier precio esta doble obra de la naturaleza y del arte», dijo Victor Hugo, su más apasionado admirador.
El arcángel
Durante la restauración de la iglesia, en el siglo XIX, fue necesario desmontar la zona central del crucero y la torre para construir una nueva torre neorrománica. Ésta quedó rematada en una aguda flecha neogótica, obra del arquitecto Victor Petitgrand. El 6 de agosto de 1897, una vez terminada la aguja, se colocó en lo más alto una imagen de san Miguel realizada por el escultor Emmanuel Frémiet. Con sus 4,20 m de altura y un peso de unos 500 kg, está hecha en cobre dorado y representa al arcángel como un guerrero medieval, blandiendo su espada contra el demonio, que aparece humillado a sus pies. Situada a 150 m por encima del nivel del mar, la escultura culmina una construcción de excepcional verticalidad, que se proyecta hacia el cielo.

Arcángel Mont Saint Michel
Foto: Damien Meyer / Getty Images
Este artículo pertenece al número 204 de la revista Historia National Geographic.