A lo largo de su vida, a Napoleón Bonaparte no le habían faltado los problemas de salud. Ya de joven fue caracterizado como «flaco y enfermizo». Logró esquivar las enfermedades más peligrosas, como la peste bubónica y el tifus durante su estancia y posterior retirada de Egipto, y las heridas que recibió en campaña –dos graves, en Toulon en 1793 y en Ratisbona en 1809– no le dejaron secuelas. Pero en 1812, la campaña de Rusia le provocó una tos persistente y problemas urinarios. Durante la batalla de Borodino estaba afónico y febril, por lo que debió dirigirla sentado.
Cronología
Derrota, exilio y muerte
7-V111-1815
Derrotado en la batalla de Waterloo el 18 de junio y obligado a abdicar cuatro días más tarde, Napoleón embarca en el HMS Northumberland para partir al exilio en Santa Elena, en el Atlántico sur.
16-X-1815
El emperador y su séquito llegan a Santa Elena y se instalan en Longwood, una mansión fría y húmeda en la que pasará los siguientes años mientras su salud se debilita poco a poco.
5-V-1821
El estado de salud de Napoleón no deja de empeorar, hasta que fallece tras varios días de agonía en la cama. Cuatro días después será enterrado en la misma isla.
15-X11-1840
Las cenizas de Napoleón son depositadas en Los Inválidos de París con todos los honores en una ceremonia multitudinaria, cumpliéndose su voluntad de reposar «en medio del pueblo francés».
Además, a partir de 1808 empezó a sufrir dolores severos en el estómago, que se volvieron recurrentes. En 1813, cólicos hepáticos y dolores gástricos lo asaltaron en plena batalla de Leipzig. Los especialistas actuales creen que Napoleón padecía una gastritis crónica que derivaría en una úlcera de estómago; una enfermedad que iría agravándose hasta causar su muerte con tan sólo 51 años.
Tras la batalla de Waterloo, que puso fin a los quince años en que había sido amo de Francia y de Europa, Napoleón estaba agotado física y moralmente. Prisionero de los británicos, resulta paradójico que recuperase fuerzas y cierto ánimo durante su traslado a Inglaterra. Un oficial británico comentaba: «Sin duda tiene mejor cara que cuando llegó […]. Está de humor sereno». El prisionero no sabía aún que sus captores habían decidido deportarlo a una pequeña isla perdida en medio del Atlántico Sur.

La isla en medio del océano. Mapa de Santa Elena en el siglo XIX, en el que se señala la finca de Longwood ocupada por Napoleón.
Foto: Bridgeman / ACI
En Santa Elena
Tras un viaje de 72 días, el navío que llevaba a Napoleón y a los cuatro militares y ministros que decidieron acompañarlo, con las esposas de dos de ellos, llegó a Santa Elena el 16 de octubre de 1815. Los dos primeros años, Bonaparte soportó bastante bien el clima de la isla, más bien templado gracias a los vientos alisios del Cabo. Pero la meseta en la que se encuentra Longwood, la finca en la que Napoleón fue confinado, era más bien inhóspita. El prisionero se quejaría constantemente de los bruscos cambios de temperatura y de las frecuentes lluvias.

Coraza usada por un carabinero francés en Waterloo.
Foto: Cambier / RMN-Grand Palais
Con el paso de los meses, la forma física y el estado psíquico del detenido empeoraron. Ganó peso, las piernas se le hinchaban a menudo y encadenó «catarros». También sufrió abscesos dentales, debidos posiblemente a un brote de escorbuto, y por primera vez le extrajeron un diente. Los días malos, cuando no dormía bien, se quedaba recluido en su habitación. Sólo los baños calientes, por la tarde, lo aliviaban.
Su vida intelectual, intensa los dos primeros años, se ralentizó. Según Las Cases, un oficial que lo siguió a Santa Elena y publicó luego las conversaciones que mantuvo con el antiguo emperador, éste no recuperaría el mismo nivel de atención ni de iniciativa. Su estado anímico alternaba momentos de abatimiento, de tristeza bordeando la amargura, con la esperanza suscitada por las noticias que llegaban de Europa, porque Napoleón esperaba algún tipo de indulto.

Tiempo para recordar. Napoleón en Santa Elena. Óleo por Oscar Rex. Museo Nacional de los castillos de Malmaison y Bois-Préau.
Foto: RMN-Grand Palais
El comportamiento de su carcelero, el gobernador británico de la isla Hudson Lowe, le hacía sufrir tanto como las disensiones en su entorno, un microcosmos lleno de envidias y de odios. Tras la expulsión de Las Cases, quedó muy afligido por la marcha en marzo de 1818 del general Gourgaud, el más fiel de sus fieles, aunque también era irritable, celoso de su rango y poco diplomático.
En 1819, los problemas de salud de Napoleón requirieron la presencia de un médico. En Santa Elena había un cierto número de médicos militares destinados a la guarnición, de más de 1.500 hombres. Lowe podía autorizarlos a tratar a Napoleón, pero éste desconfiaba y los rechazó. Antes de embarcarse hacia Santa Elena había intentado que lo acompañara el doctor Maingault, quien lo curó tras su abdicación, pero no le concedieron el permiso y debió conformarse con un cirujano irlandés al que conoció en su viaje de Rochefort a Plymouth. Barry O’Meara hablaba francés e italiano y admiraba a Napoleón, quien le tenía aprecio. Alojado en Longwood, se ganó la confianza de Napoleón, pero también era informador de Hudson Lowe. Al final se volvió molesto y terminó siendo expulsado en enero de 1818.
Error de diagnóstico
Ese médico mediocre dejó tras él un diagnóstico sobre el estado de salud de Napoleón que no sólo no era correcto, sino que tendría consecuencias fatales. Para O’Meara, su paciente padecía una hepatitis crónica y, antes de marcharse de Santa Elena, compartió profusamente esta convicción con sus colegas. Uno de ellos fue el cirujano naval John Stokoe. El 17 de enero de 1819, después de que Napoleón sufriera un dolor atroz en el costado derecho y una violenta jaqueca que le hizo perder el conocimiento, Stokoe intervino de urgencia y, creyendo que su paciente sufría hepatitis, le recetó mercurio y sales de Cheltenehom (cloro, azufre, hierro), remedios totalmente desaconsejados para casos de úlcera como la que en realidad sufría el emperador.

Longwood. La residencia de Napoléon en Santa Elena era una mansión con una finca de 20 kilómetros cuadrados por la que se podía mover libremente.
Foto: Alamy / ACI
Cada vez más débil
Napoleón sobrevivió al tratamiento. Se puso a régimen, empezó a bañarse más a menudo y a aplicarse enemas. Esperaba mucho de la llegada de un médico francés elegido por su madre y su tío, el cardenal Fesch. Fue así como, en septiembre de 1819, se presentó en Longwood el joven Francisco Antommarchi, de 30 años, anatomista de formación y muy poco profesional. Pero era corso y a Napoleón le gustaba la compañía de sus paisanos. Antommarchi era intrigante y engreído, y pasaba más tiempo en Jamestown, andando detrás de las faldas, que en Longwood.

Memorias del emperador en Santa Elena. Napoleón dictando sus memorias al general Gourgaud. Óleo de Charles-Auguste Steuben. Siglo XIX. Colección privada.
Foto: Bridgeman / ACI
Por supuesto, Antommarchi corroboró el diagnóstico de hepatitis. Es evidente que la nueva medicina que en Francia habían impulsado Bichat y Corvisart (este último, médico personal durante años del emperador) no había llegado a Santa Elena, como atestigua la farmacopea que se suponía que debía curar a Napoleón: eméticos para provocar el vómito, quinina, píldoras de ruibarbo, opio y, como último recurso, las píldoras de calomelanos (cloruro de mercurio). Muy concentrada, esta terrible poción se convertía en un veneno mortal para cualquier enfermo que padeciera una úlcera de estómago.

El séquito del emperador. Napoleón observa con miembros de su séquito el puerto de Jamestown en Santa Elena. Litografía. Museo del Ejército, París.
Foto: Emilie Cambier / RMN-Grand Palais
A finales de 1820, Napoleón seguía debilitándose. El 5 de diciembre, un miembro de su séquito, el conde de Montholon, escribió a su mujer: «La enfermedad del emperador ha empeorado […] Apenas se le siente el pulso. Sus encías, labios y uñas han perdido todo color. Lleva los pies y las piernas siempre envueltos en franela y toallas calientes, y sin embargo están fríos como el hielo». Por su parte, Antommarchi era incapaz de frenar la enfermedad y Napoleón al final se dio cuenta: «Antommarchi es un ignorante». Más adelante, le espetó que le legaba 20 francos para que comprara una cuerda y se ahorcara...

Cama militar. En el exilio, Napoleón dormía en su cama de campaña. Museo del Ejército, París.
Foto: Pascal Segrette / RMN-Grand Palais
Hudson Lowe también tuvo su parte en el deterioro de Napoleón. Durante mucho tiempo no había tomado en serio los problemas de salud de su prisionero, pues lo consideraba un farsante. Según él, Napoleón se declaraba cada vez más indispuesto para escapar de su encarcelamiento, que pretendía acortar con el pretexto de que el clima le perjudicaba. Pero como el gobernador era responsable del estado de salud de Napoleón, su muerte prematura podía colocarlo en una situación difícil.
Últimas voluntades
Finalmente, Lowe mandó al mejor médico de la isla, el doctor Arnott, quien descartó inmediatamente el diagnóstico de sus colegas: lo que sufría Napoleón no era una hepatitis, sino una úlcera de estómago. Desgraciadamente, para entonces (1 de abril de 1821) era ya demasiado tarde y, además, Arnott no tenía ningún remedio que ofrecer. La fiebre ya no abandonó a Napoleón, postrado siempre en cama y empapado de sudor. A menudo vomitaba después de sus comidas, que se reducían a caldo o carne picada.

El comedor del exiliado. Una sala de la mansión de Napoleón en Longwood decorada con elementos de la época del emperador.
Foto: AFP / Getty Images
A partir del 13 de abril dedicó sus últimas fuerzas a dictar su largo testamento y varios codicilios. La tarea le ocupó diez días y sería esencial para su posteridad. En el preámbulo, Napoleón declaraba morir «dentro de la religión católica, apostólica y romana», una formulación común, inevitable, pero ajena a sus verdaderas creencias, que oscilaban entre un vago deísmo y el puro ateísmo. Después, pedía que sus cenizas «reposaran a orillas del Sena, en medio del pueblo francés que tanto amé», lo que era claramente más sincero.

Una serie de médicos incompetentes. Durante su exilio, el emperador estuvo en manos de galenos mediocres, como el joven Carlo Antommarchi, enviado por la familia Bonaparte a finales de 1819. Maletín del cirujano corso en Santa Elena. Museo del Ejército, París.
Foto: RMN-Grand Palais
Seguían fórmulas de «reconocimiento» a los miembros de su familia; a Eugenio y Hortensia, hijos de su primera esposa, Josefina de Beauharnais; a su segunda esposa, María Luisa de Austria, y más aún al hijo de ambos, el rey de Roma, por entonces un niño de diez años, que moriría de tuberculosis a los 21. Después pasaba a los que le habían dado la espalda y traicionado: Marmont, Augereau, Talleyrand… Finalmente, la emprendía con «la oligarquía inglesa y su sicario» (Hudson Lowe), quienes lo habían «asesinado» con aquel insufrible exilio. La palabra era fuerte, pero debía entenderse como una denuncia del tratamiento que lo había matado poco a poco; sin embargo, al ser interpretada al pie de la letra dio pábulo a la tesis de que Napoleón fue asesinado por sus carceleros.
Agonía y muerte
En sus últimos días, Napoleón padeció un martirio. El 27 de abril tuvo las fuerzas justas para sellar su testamento. No volvió a salir de la cama. Deliraba, no comía, sufría ataques de hipo. A Arnott y Antommarchi, que aguzaban el oído, les murmuró: «Parece que no hay nada después». El 3 de mayo, los dos médicos le administraron diez granos de calomelanos; una dosis letal que le causó la muerte el 5 de mayo, a las 17.49 horas.

Primer codicilio. Manuscrito con las últimas voluntades de Napoleón, datado el 16 de abril de 1821.
Foto: Agence Bulloz / RMN-Grand Palais
Al día siguiente se procedió a la autopsia, realizada por seis médicos ingleses y Antommarchi. No les costó descubrir el órgano responsable: el estómago. Pero hubo debate respecto a las conclusiones, pues se dudaba entre una úlcera y un cáncer. Antommarchi se negó a firmar el acta. Para el entierro, Lowe accedió a los deseos de Napoleón, que quería una sepultura provisional en Hutt’s Gate, un pequeño valle con una fuente en el fondo. El cadáver se colocó dentro de cuatro ataúdes, uno dentro de otro, y cuando acabó el oficio de difuntos fue llevado a la tumba en un carruaje fúnebre escoltado por soldados que le rindieron honores.

La máscara mortuoria de Napoleón. La dificultad para encontrar yeso de buena calidad hizo que se tardara dos días en hacer una máscara del emperador fallecido, cuando las líneas de su rostro resultaban casi irreconocibles. Museo del castillo de Malmaison.
Foto: André Martin / RMN-Grand Palais
Diecinueve años más tarde, una expedición oficial francesa se llevó los restos de Napoleón de vuelta a su país. Tras una fastuosa ceremonia, el 15 de diciembre de 1840 el ataúd fue depositado en la cripta del Hospital de los Inválidos, en París, haciendo realidad el deseo del emperador de los franceses de reposar con los suyos.
---

Vista de la isla de Santa Elena desde una altura.
Foto: Uwe Moser / Getty Images
Santa Elena, la mejor opción
Tras la batalla de Waterloo, el gobierno británico decidió confinar al derrotado Napoleón en una pequeña isla del Atlántico sur, que desde el siglo XVII era puerto de parada de la Compañía de las Indias Orientales. El navegante James Cook, que pasó por la isla al volver de sus viajes por el Pacífico en 1771 y 1775, la describió así: «Esta isla, de doce millas de largo por seis de ancho, no es más que un montón confuso de peñascos bordeados por acantilados… Sin indicio de vegetación». El aislamiento geográfico de Santa Elena hacía confiar a las autoridades británicas que el «general Bonaparte» no tendría «oportunidad de volver a perturbar la paz de Europa», como había hecho tras su primera abdicación del poder, en 1814, al instalarse en la isla de Elba. Con cruel ironía los ingleses aseguraban que Napoleón no podría quejarse de un lugar de exilio «de clima saludable» donde podría vivir en libertad.
---

Albine de Montholon. Retrato por William-Adolphe Bouguereau.
Foto: Alamy / ACI
El último romance
Napoleón gustó mucho de la compañía de Albine de Montholon, esposa de su edecán, el conde de Montholon. En la pequeña corte de Longwood se rumoreó mucho al respecto, y algunos dieron por sentado que entre ambos existió una relación íntima. La cuestión ha fascinado a los gacetilleros de la historia hasta el punto de que se ha atribuido al emperador la paternidad de Joséphine-Napoléone Montholon, una niña nacida el 26 de enero de 1818. Es complicado saber qué hay de cierto en esto, pero en cambio no hay duda de que la partida de Albine y su hija, el 1 de julio de 1819, afectó enormemente al emperador y su salud empeoró a partir de ese momento.
---

Henri-Gratien Bertrand acompañó a Napoleón desde la invasión de Egipto. Retrato de Paul Delaroche. Castillos de Malmaison y Bois-Préau.
Foto: Franck Raux / RMN-Grand Palais
Testigos de la muerte
De los principales memorialistas del cautiverio de Napoleón en Santa Elena, los únicos que se quedaron para atestiguar la agonía del emperador fueron Bertrand y Montholon. Sus memorias, junto a las de Antommarchi y del mameluco Saint Denis (llamado Alí), son las fuentes principales sobre los últimos días de Napoleón. Aunque sus relatos concuerdan en lo esencial, hay alguna diferencia. El general Bertrand redacta a diario sus notas, difíciles de descifrar; el chambelán Montholon escribe más adelante y a veces se limita a copiar los textos anteriores; Alí también cuenta su versión mucho después, y el relato de Antommarchi es exculpatorio y poco fiable.
---

Muerte del emperador. En 1828, Charles von Steuben recreó el deceso de Napoleón Bonaparte el 5 de mayo de 1821. Para ello se basó en múltiples entrevistas con los presentes ese momento, a los que retrató en su pintura.
Foto: Gérard Blot / RMN-Grand Palais
En busca del veneno
Cientos de autores han achacado la causa de la muerte «prematura» de Napoleón al envenenamiento, y la hipótesis que más fortuna ha hecho es la del arsénico. Es cierto que los más de 70 análisis de cabellos del emperador han revelado elevadas concentraciones de arsénico, pero la misma proporción se encontró en el pelo de su hijo y de su primera esposa Josefina, de los que nadie ha dicho que fueron envenenados. En cuanto a los candidatos, sobresalen dos nombres: Hudson Lowe y Montholon. Pero el inglés no tenía ningún interés en acortar la vida de su prisionero, ya que esto podía malograr su carrera. En cuanto a Montholon, la aventura que el emperador quizá mantuvo con su esposa no parece motivo suficiente para asesinarlo. El especialista Pierre Branda ha concluido que es científicamente imposible demostrar el envenenamiento y que, de haberse producido, los culpables fueron sus médicos.
---

Procesión fúnebre de Napoleón, representada en un aguafuerte conservado en la Biblioteca Nacional de París.
Foto: Fine Art Images / Age Fotostock
El cortejo fúnebre
El 9 de mayo de 1821, cuatro días después del deceso de Napoleón, se llevó a cabo su entierro. La crónica de Francesco Antommarchi describe la composición del cortejo. Primero iba el abate Vignali, con vestido de misa, seguido por dos médicos, entre ellos el propio Antommarchi. Seguía el carro fúnebre, con el féretro cubierto por un manto de terciopelo púrpura y el abrigo que Napoleón llevó en la batalla de Marengo. Iba escoltado por los condes Bertrand y Montholon y por el caballo del emperador, conducido por su picador Archambaud. Tras otros miembros del séquito iban la condesa Bertrand y su hija a bordo de una calesa. Cerraban el cortejo oficiales a pie y a caballo. El aguafuerte, que muestra la salida de la procesión de la finca de Longwood camino de la tumba, representa a habitantes de Santa Elena y las tropas británicas alineadas a su paso.
Este artículo pertenece al número 209 de la revista Historia National Geographic.