Jesús Villanueva. Historiador
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Qué hay detrás de los nombres de las calles
Damos por descontado que cada calle debe tener un nombre y cada casa un número, pero esto no siempre ha sido así, ni siquiera hoy en día. En Japón se numeran las manzanas, no las calles, y millones de personas viven en suburbios, desprovistas de identidad postal. Nuestros callejeros no siempre han existido. Los romanos no daban nombre a sus calles, y orientarse era a veces un desafío. No resultaba más sencillo para un forastero moverse en una ciudad medieval. Las calles tenían nombre, pero en una misma ciudad podía haber, como en Londres, 50 «calles nuevas». Y, sobre todo, las casas no tenían número.
Esta situación cambió en el siglo XVIII, cuando de repente los gobernantes decidieron que había que numerar todas las casas. En el Imperio austríaco, unos comisionados numeraron de golpe 1,1 millones de casas. Todo con un propósito poco altruista, pues los números no fueron creados para orientar a la gente o para dejar el correo, sino «para que fuera más fácil encarcelarnos, controlarnos y gravarnos». En el caso de la emperatriz austríaca, quería tener localizados a los reclutas de su ejército.
Estas y muchas otras historias las cuenta la estadounidense Deirdre Mask en un libro ameno y lleno de sorpresas, en el que también aprendemos dónde empezaron a numerarse las calles de Estados Unidos (no fue en Nueva York), cómo la Revolución francesa dio inicio a la politización del callejero y qué fue de los miles de Judenstrasse, calles de los Judíos, que había en Alemania antes de 1933.
El callejero. Deirdre Mask. Capitán Swing, Madrid, 2023, 312 pp., 23 €