Desde la década de 1540, distintas órdenes católicas patrocinadas por las coronas de Portugal y de Castilla establecieron misiones en Japón con la intención de evangelizar el país. Estos misioneros, en particular los jesuitas, se dedicaron también al tráfico comercial y establecieron fructíferos lazos económicos con algunos grandes señores feudales, o daimyo, principalmente de la isla de Kyushu, la más suroccidental del archipiélago nipón.
En los primeros años del siglo XVII, Date Masamune, un importante daimyo de Sendai –al noreste de la isla principal de Japón, Honshu–, mostró interés por participar él también en ese comercio con castellanos y portugueses. En 1612, Masamune conoció al fraile franciscano Luis Sotelo, que había llegado a Japón en 1603 como misionero y que pretendía organizar una expedición a Europa con el fin de pedir al rey Felipe III y al papa Pablo V que enviaran más franciscanos a las islas. Date se ofreció a financiar el viaje a condición de que entre sus objetivos se introdujera obtener la autorización para establecer relaciones comerciales con sus dominios. La expedición contó con el permiso de Tokugawa Ieyasu, señor absoluto de Japón desde hacía unos años y consuegro de Date. Sin embargo, el propio Ieyasu había empezado a tomar medidas contra la difusión del cristianismo, medidas que culminarían con la prohibición del culto cristiano en todo el país a partir de 1614.
Esta expedición fue la llamada embajada Keicho. Date estuvo representado en ella por un vasallo de confianza, el samurái Hasekura Tsunenaga, del que tenemos muy poca información antes de esa fecha. Únicamente sabemos que su familia servía al clan Date y que dos décadas antes él mismo había luchado en la invasión japonesa de la península coreana, aunque poco más que como soldado raso.
En realidad, quien llevaría la voz cantante en la embajada sería fray Luis Sotelo, aunque teóricamente era sólo un consejero e intérprete.

Busto del señor feudal japonés Date Masamune. Museo de la Ciudad de Sendai.
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Un fracaso prematuro
La misión partió de Japón en octubre de 1613. Con unos 150 japoneses a bordo, la nave San Juan Bautista cruzó el Pacífico hasta atracar en Acapulco. Desde allí, los expedicionarios se dirigieron a Ciudad de México, donde se enteraron de que en Japón el gobierno central había prohibido el cristianismo y había lanzado una feroz persecución contra los misioneros y los cristianos.
Este cambio en la situación política nipona suponía que la embajada hubiera fracasado prácticamente antes de empezar, pues los representantes japoneses habían perdido toda posibilidad de establecer relaciones comerciales con los mandatarios castellanos o de otros lugares cristianos. Pese a que muchos japoneses se apresuraron a convertirse al catolicismo para demostrar sus buenas intenciones, la misión había perdido todo su sentido. Fray Luis Sotelo, sin embargo, insistió en que la expedición continuara. Lo hizo muy aligerada de japoneses; tan sólo entre 20 y 30, con Hasekura a la cabeza, prosiguieron el viaje a través del Atlántico.
Los señores feudales japoneses se aproximaron al cristianismo para favorecer el comercio
En octubre de 1614 la comitiva arribó a Sevilla, donde el ayuntamiento les ofreció una primera gran recepción. Luego, en varios coches de caballos proporcionados por el consistorio, prosiguieron su marcha hasta Madrid, uno de los dos objetivos de la embajada.
La estancia en la capital española resultó completamente infructuosa. Las noticias sobre la prohibición del cristianismo en Japón también habían llegado allí y el Consejo de Indias recomendó a Felipe III actuar con gran reserva frente a los recién llegados. Por un lado, los consejeros parecían tener una buena opinión sobre los enviados de Oriente: «Los japones [...] son gente alentada [...] de aquella nación se sabe que es belicosa y que se hallan bien armados y con deseo de hacerse prácticos en la navegación y fábrica de navíos». Pero a la vez advertían que «el emperador [el shogun Tokugawa Ieyasu] hizo degollar algunos cristianos y que el príncipe su hijo echó de la corte a los religiosos». Por lo demás, su opinión sobre fray Luis Sotelo no podía ser peor: era una «persona de poco asiento y que ha movido en esto más cosas de las que fueran necesarias».
Finalmente, el rey no atendió ninguna de las peticiones de Sotelo y Hasekura y los recibió en audiencia sólo a causa de la insistencia del franciscano. Cansado de sus incesantes peticiones, el rey acabó dándoles permiso para proseguir su viaje hasta Roma, pero eso fue todo cuanto consiguieron de él.
En Roma, Sotelo, Hasekura y sus compañeros fueron recibidos con grandes celebraciones, pero en el fondo se encontraron con la misma indiferencia que en Madrid. El papa, advertido previamente por Felipe III, no les ofreció más que una promesa de enviar más misioneros franciscanos a Japón. Por otro lado, Sotelo solicitó al pontífice la creación de una nueva diócesis japonesa, ofreciéndose él como obispo, lo que confirmó las sospechas que tenían sus superiores de que lo único que buscaba el misionero era un cargo para él mismo. Cuando la iniciativa de Sotelo llegó a oídos de la corte castellana, el rey ordenó que a su regreso a la Península la misión se dirigiese directamente a Sevilla y, una vez allí, zarpase de vuelta a Japón.

Coria del Río desde el Cerro de San Juan. Varios japoneses de la embajada Keicho se establecieron en la localidad, donde el apellido Japón es relativamente frecuente.
Foto: Anna Elías / AGE Fotostock
Regreso postergado
Sotelo no hizo caso de esta orden. En el camino de vuelta, la embajada pasó por la capital, pero no fue recibida por el rey. Una vez en Sevilla, el fraile buscó excusas para no partir de inmediato. Durante más de un año se fingió enfermo mientras seguía enviando cartas a la corte insistentemente. Finalmente se rindió y en julio de 1617 él y sus compañeros emprendieron el regreso a Japón.
Desoyendo una vez más las órdenes del gobierno de Madrid, permanecieron un año y medio en Filipinas sin una causa aparente. En agosto de 1620, los japoneses partieron hacia su patria, pero sin fray Sotelo. Obligado a marchar a México, se enroló allí clandestinamente en un barco chino con el que llegó a Japón, donde sería descubierto y capturado, dentro de la campaña de represión contra los cristianos de las autoridades Tokugawa. Pese a sus peticiones de auxilio a Date Masamune, en 1624 fue quemado vivo.
El resto de la expedición había llegado al territorio del daimyo en septiembre de 1620, casi siete años después de haber empezado su viaje. No quedan documentos que nos expliquen qué fue de Hasekura Tsunenaga: sabemos únicamente que murió en 1622, pero no queda constancia de si murió como mártir cristiano o por alguna otra causa. Ni siquiera hay certeza de dónde está su tumba.
El Japón que Hasekura había dejado en 1613 era muy distinto al de 1620. Date Masamune no quiso ahora saber nada de la embajada, un asunto que en esos momentos podría importunar al gobierno central. Poco después, Japón expulsó a todos los europeos y promulgó una serie de leyes aislacionistas que estuvieron en vigor durante más de dos siglos, manteniendo al país casi completamente cerrado al resto del mundo.
La huella de los «japones»
Durante todo este tiempo, el viaje de Sotelo y Hasekura cayó en el olvido. No fue hasta finales del siglo XIX –cuando Japón volvió a abrir sus fronteras y envió delegaciones diplomáticas a los países occidentales– cuando los propios japoneses se interesaron por este peculiar episodio de su historia, principalmente en la tierra controlada por los Date.
Más recientemente aún ha resurgido otro recuerdo de la embajada Keicho. En 1617, tras más de un año de retrasar su partida desde Sevilla, algunos miembros de la embajada –unos seis o siete, se cree– decidieron no regresar a Japón, pues estaban atemorizados por la situación que vivían los cristianos allí. Por ello, decidieron quedarse a vivir en Coria del Río, cerca de Sevilla. Se cree que ese es el origen de un curioso apellido relativamente común en la zona, Japón (en la lengua de entonces «japón» significaba «japonés»). El primer caso conocido del uso de este apellido en esta localidad data de principios del siglo XVII, en el registro bautismal de la Iglesia de Santa María de la Estrella, y actualmente se cuentan más de 650 corianos apellidados así.
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Conversos por interés
Para lograr que el comercio con españoles y portugueses pasara por los puertos de sus dominios, los daimyo trataron de establecer buenas relaciones con los misioneros europeos, particularmente los jesuitas. Este interés hizo que algunos señores de la isla de Kyushu se convirtieran al cristianismo, lo que también era una forma de contrarrestar al poderoso clero budista.

Jesuitas, franciscanos y comerciantes japoneses en una calle. Pintura del siglo XVII.
Foto: Granger / AGE Fotostock
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Regalos y honores
En una cena de gala celebrada en honor de la expedición japonesa en Sevilla, Hasekura Tsunenaga hizo entrega al alcalde de una carta de Date Masamune, otra en su nombre y dos parejas de katanas. En Italia, el samurái recibió la ciudadanía romana.

Documento de ciudadanía romana entregado a Hasekura.
Foto: AKG / Album
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El bautismo del samurái
Al llegar a Madrid, viendo que Felipe III no mostraba ningún interés en atender a las peticiones de la embajada japonesa, fray Luis Sotelo intentó una maniobra. Hizo que Hasekura solicitara bautizarse en presencia del rey, algo a lo que la corte acabó accediendo. La ceremonia se celebró con gran solemnidad en el monasterio de las Descalzas Reales. El samurái tomó el nombre de Felipe Francisco, honrando así tanto a Felipe III como a la orden de los franciscanos. Sin embargo, este gesto no tendría ninguna incidencia en la actitud del rey, la corte o el Consejo de Indias.

Hasekura Tsunenaga ora ante un crucifijo. Óleo de 1615. Museo de Sendai.
Foto: Bridgeman / AGE Fotostock
Este artículo pertenece al número 219 de la revista Historia National Geographic.