Desde cuándo existe la guerra biológica y química? ¿Cuándo se abrió la caja de Pandora del uso de la naturaleza como arma? La respuesta es sorprendente: el ingenio humano para convertir fuerzas naturales en armamento tiene raíces más profundas de lo que podríamos imaginar. Muchos historiadores presuponen que las armas biológicas y químicas son un invento moderno, que las guerras de la Antigüedad se basaban en el honor, el valor y la destreza, y que las armas tóxicas y las tácticas carentes de escrúpulos estaban prohibidas por las «leyes de la guerra» que imperaban. Sin embargo, se concibieron distintas formas de adaptar la naturaleza para su uso militar mucho antes y mucho más ampliamente de lo que se creía, y no existían «leyes de la guerra» formales que condenaran su empleo.
Cronología
Título
Hacia 590 a.C.
Durante la primera guerra sagrada, el ejército de la anfictionía de Delfos envenena el agua que consume la población de Cirra.
Siglo V a.C.
Los escitas utilizan toxinas procedentes de serpientes venenosas para emponzoñar flechas con punta en forma de espina o garfio.
424 a.C.
Durante la guerra del Peloponeso, los beocios, aliados de los espartanos, emplean un primitivo lanzallamas para asaltar la ciudad de Delio.
Hacia 360 a.C.
En su Poliorcética, Eneas el Táctico expone la defensa de una ciudad sitiada mediante fuego alimentado con productos químicos (brea, azufre).
189 a.C.
Los defensores de Ambracia inventan una máquina de humo tóxico para repeler a los romanos que excavan una mina bajo sus murallas.
Más de cincuenta autores antiguos ofrecen pruebas del uso de una amplia variedad de armas biológicas y químicas en el Mediterráneo, India y China. Esas fuentes son la primera prueba de las intenciones y las prácticas que están en el origen del armamento bioquímico actual. Las armas químicas se definen como gases tóxicos, nubes de humo asfixiante y cegador, y combustibles incendiarios inextinguibles por medios normales. Las armas biológicas provienen de organismos vivos, como plantas venenosas o patógenos capaces de multiplicarse en el cuerpo de la víctima, potenciando su efecto letal.
Agua envenenada
Los conflictos en el mundo griego demuestran de forma estremecedora que la guerra biológica y química ya se libraba en la Antigüedad. La gama de opciones bioquímicas era asombrosa. Además de flechas empapadas en veneno de serpiente, gérmenes, plantas venenosas y materiales incendiarios, los ejércitos antiguos también envenenaban el agua de sus enemigos. El caso más antiguo documentado de agua emponzoñada se produjo durante la primera guerra sagrada de Grecia, alrededor del año 590 a.C. Los atenienses y sus aliados contaminaron el suministro de agua de la ciudad sitiada de Cirra con eléboro, una planta venenosa que abunda en la cuenca mediterránea, lo que impidió luchar a los defensores; sus habitantes fueron masacrados. Acabada la guerra, los miembros de la anfictionía acordaron no envenenar nunca el agua de quienes entonces formaban la alianza.

La ciudad devastada. El municipio de Itea, en el golfo de Corinto, incluye el núcleo de Kirra, cerca de donde estuvo la antigua Cirra.
Foto: Walter Bibikow / Gtres

Mujeres sacando agua del pozo. Hidria del siglo VI a.C.
Foto: André Held / AKG / Album
El veneno y las flechas estaban profundamente conectados, incluso en el idioma de la antigua Grecia. El término del griego antiguo para veneno, toxicon, deriva de toxon, arco. Las flechas envenenadas eran, con diferencia, el arma biológica más popular de la Antigüedad. En todo el mundo se empleó una gran variedad de sustancias para confeccionar proyectiles, desde plantas tóxicas y veneno de serpiente hasta las púas ponzoñosas del pez raya y tripas de insectos venenosos. Unos de los guerreros biológicos más temidos de la Antigüedad eran los escitas, un pueblo de arqueros nómadas de las estepas eurasiáticas. Las excavaciones arqueológicas de guerreros escitas enterrados con sus aljabas revelan que usaban flechas perversamente dentadas y con el astil de madera decorado como una serpiente venenosa.

Brazalete de oro en forma de serpiente, procedente de la magna Grecia.
Foto: DEA / Album
Enfrentarse a una lluvia de flechas pintadas como serpientes voladoras de colmillos letales ya debía de resultar bastante espantoso, pero las consecuencias de una herida con estos proyectiles eran aún más espeluznantes. Los escitas mojaban las puntas de las flechas en un famoso compuesto venenoso llamado scythicon. Las fuentes de la antigua Grecia daban la receta: un peligroso mejunje hecho con veneno de serpiente, cuerpos de serpientes putrefactos, sangre humana y estiércol que dejaban descomponer durante varios meses. Un leve rasguño de estas flechas causaba una muerte espantosa o la lenta agonía de una herida infectada con gangrena y tétanos. El hecho de que los griegos conocieran los ingredientes indica que los escitas los difundían para sembrar el miedo. Por supuesto, uno de los factores más poderosos de las armas biológicas y químicas de cualquier época es el psicológico.

Un arquero examina su flecha. Talla en piedra dura. 500 a.C. Museo Metropolitano, Nueva York.
Foto: MET / Album
Proyectiles indios
Los historiadores Diodoro de Sicilia, Estrabón y Quinto Curcio relatan que en 326 a.C. Alejandro Magno y su ejército se enfrentaron a proyectiles envenenados en Pakistán. Los guerreros que defendían la ciudad de Harmatelia (probablemente la actual Mansura) mojaban sus armas con un veneno derivado de serpientes muertas y descompuestas al sol. Supuestamente, a medida que la carne de los reptiles se pudría, el veneno empapaba los tejidos. Es interesante que tanto los escitas como los harmatelios usaran todo el cuerpo de las serpientes para sus flechas envenenadas. Un hallazgo herpetológico moderno sugiere una posible razón: las presas en descomposición dentro del estómago de la serpiente contienen bacterias nocivas. Más aún, los científicos han descubierto recientemente que las serpientes retienen cantidades sorprendentemente grandes de heces en su cuerpo durante meses. En una serpiente muerta, ese volumen de excrementos añadía más bacterias a aquella mezcla letal.

Punta de flecha de bronce procedente de un kurgan o túmulo funerario escita, del siglo VI a.C. En la batalla, un guerrero escita solía portar más de 200 flechas.
Foto: Aurimages
La descripción de Diodoro es muy vívida. Primero los soldados heridos quedaban aturdidos, y después sufrían dolores agudos y fuertes convulsiones. Su piel se enfriaba y amorataba, y los hombres vomitaban bilis. Sus heridas empezaban a exudar una espuma negra y en torno a ellas se propagaba rápidamente la gangrena, que causaba una muerte terrible. Incluso un rasguño superficial conducía a esa muerte espantosa. El detallismo de Diodoro nos permite determinar que el veneno provenía de la víbora de Russell, que empieza causando entumecimiento y vómitos, a los que siguen dolores severos, gangrena y la muerte, exactamente lo que describe este autor.

La serpiente fatal de Harmatelia. Víbora de Russell (Daboia ruselii). Su nombre proviene del herpetólogo escocés Patrick Russell, que la describió en 1796; el grabado, de Richard Nodder, data de aquel mismo año.
Foto: Album
Armas químicas
El ejército de Alejandro se enfrentó a otra devastadora y original arma en 332 a.C. Los fenicios que defendían Tiro (en el actual Líbano) calentaban arena en cuencos de bronce poco profundos. Después catapultaban la arena incandescente contra los hombres de Alejandro, que sitiaban la ciudad. Los historiadores antiguos describen la espeluznante escena de los granos ardientes colándose bajo las armaduras, causando quemaduras profundas y una muerte atroz. Esa metralla ardiente presagiaba las heridas mortales y profundas causadas por la termita o las bombas de fósforo blanco modernas, inventadas más de dos mil años después.
Uno de los primeros casos de empleo de gases tóxicos se produjo un siglo antes, durante la guerra del Peloponeso, en la que se enfrentaron Esparta y Atenas junto con sus aliados. En 429 a.C., los espartanos atacaron la ciudad fortificada de Platea con una novedosa arma química. El historiador Tucídides relata que levantaron una pila enorme de leña junto a la muralla enemiga y después vertieron resina de pino (brea) sobre ella. En una audaz innovación, los espartanos añadieron grumos de azufre, que encontraban en pestilentes depósitos minerales de zonas volcánicas y manantiales termales. La combinación de brea y acelerantes sulfúricos «produjo una conflagración jamás vista, mayor que cualquier fuego prendido por mano humana», relató Tucídides. Por supuesto, las llamas sulfúricas azules y el mal olor debieron de ser extraordinarios. Y los gases que desprendían eran letales. Los plateos tuvieron que abandonar sus empalizadas en llamas. Por fortuna para ellos, el viento cambió de dirección y una fuerte tormenta extinguió el incendio, con lo que Platea se salvó.

El asedio de Tiro. En 332 a.C., los tirios usaron contra Alejandro Magno arena ardiendo y una nave con productos inflamables (azufre, brea) que incendió sus torres de asedio.
Foto: Tom Freeman / National Geographic Image Collection
Lanzallamas y gases tóxicos
Pocos años después, en 424 a.C., unos aliados de Esparta, los beocios, inventaron un «lanzallamas» para solventar el problema de los vientos cambiantes. Tucídides relata cómo el artefacto destruyó las fortificaciones de madera de Delio, entonces en manos de los atenienses. Los beocios vaciaron un tronco enorme y lo revistieron de hierro. Colgaron un gran caldero de una cadena atada a un extremo del tronco ahuecado e insertaron en él un tubo de hierro, curvado hacia el interior del caldero, que estaba lleno de brasas, resina de pino y azufre, los mismos acelerantes introducidos por los espartanos en Platea. Montaron el artefacto en un carro y lo llevaron junto a la muralla. Los beocios introdujeron un fuelle de herrero por el extremo del tronco y bombearon potentes ráfagas de aire por el tubo, dirigiendo el fuego químico y los gases tóxicos hacia las murallas. Éstas fueron pasto de las llamas y Delio acabó capturada.
En el año 424 a.C., lo beocios construyeron el primer lanzallamas del que se tiene noticia, que emplearon para quemar las fortificaciones de madera de Delio
El humo tóxico era difícil de controlar y dirigir, por lo que era más sencillo usarlo en espacios cerrados, como los túneles. En 189 d.C., durante el largo asedio de Ambracia, los defensores de la ciudad inventaron una máquina de humo para repeler a los zapadores que excavaban túneles bajo sus muros. Polieno dice que los ambracios «fabricaron una gran tinaja del mismo tamaño que el túnel, le agujerearon el fondo e insertaron un tubo de hierro». Luego rellenaron la olla gigante con capas finas de plumas de gallina y brasas y cerraron la tinaja con una tapa perforada. Finalmente, apuntaron el extremo perforado de la tinaja de plumas en llamas hacia los excavadores e introdujeron fuelles de herrero por el tubo de hierro del otro extremo. Con este artefacto, que recuerda al primitivo lanzallamas de Delio, los ambracios llenaron el túnel de nubes de un humo acre, lo que obligó a los romanos a huir hacia la superficie. «Abandonaron el asedio subterráneo», fue el lacónico comentario de Polieno.
Pero ¿por qué los ambracios quemaban plumas de gallina? Resulta que están compuestas de unas queratinas que contienen cisteína, un aminoácido sulfúrico. Al arder, las plumas desprenden dióxido de azufre tóxico, el mismo tipo de gas creado por los espartanos en Platea y los boecios en Delio. Por supuesto, los ambracios no conocían esta explicación científica: sólo sabían que quemar plumas de gallina producía un gas venenoso, sobre todo en el interior de un túnel.
Las tácticas que hemos mencionado y otras aparecen en la literatura de Grecia, Roma, India y China. Todas estas armas y estrategias se concibieron y desarrollaron sin los conocimientos científicos modernos. Lo único que se necesitaba era experiencia, observación, un ingenio diabólico y la voluntad de recurrir a armas injustas elaboradas con los recursos naturales disponibles.
Las armas venenosas, además de matar a no combatientes, anulaban el valor y las habilidades de los guerreros. En culturas que valoraban el coraje y las habilidades militares, las armas tóxicas solían considerarse el equivalente de una emboscada cobarde. De todas formas, esas mismas culturas guerreras también admiraban las estratagemas astutas. Por eso, a pesar del sentimiento general de que las armas biológicas y químicas eran crueles y deshonrosas, su empleo se aceptaba en determinadas circunstancias. La justificación nos resulta familiar: si uno se veía superado en número o frente a tropas de mayor talento, coraje o tecnología, las estrategias biológicas ofrecían una ventaja real. Ciudades desesperadas por el asedio recurrían a opciones biológicas para protegerse de los invasores. Los generales ordenaban ataques bioquímicos por frustración, tras prolongados asedios o para evitar bajas y las incertidumbres de una lucha justa. Las guerras santas o sagradas fomentaban la matanza indiscriminada de civiles y soldados enemigos. Cuando se identificaba a un pueblo como no civilizado, como menos que humanos, nadie tenía muchos reparos en emplear armas inhumanas.
Los mitos y la historia antiguos desmienten la idea de que la guerra biológica y química eran inconcebibles en el pasado. Pero también confirman que el uso de estas armas suscitó dudas desde el mismo momento en que el primer arquero mojó su flecha en veneno. Quizás ahí encontremos motivos para la esperanza.
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El primer lanzallamas
Los beocios montaron el artefacto sobre un carruaje y lo llevaron ante los muros de madera de Delio. Accionaron el fuelle, cuya corriente de aire entró en el caldero, avivó las brasas que contenía y provocó la ignición de los productos inflamables del interior. Las llamas salieron por la boca del caldero, dirigida hacia los muros, que empezaron a arder.
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Hércules y la sangre de la hidra
Fue Hércules, el héroe más grande de la mitología griega, quien inventó la primera arma biológica de la que hay constancia en la literatura occidental. La Hidra era una serpiente monstruosa de muchas cabezas, que vivía en las ciénagas de Lerna, contra la que eran inútiles la fuerza bruta y las armas corrientes. Cuando Hércules luchó contra ella, cada vez que le cortaba una cabeza nacían otras dos, y para impedir que las cabezas siguieran regenerándose cauterizó los cuellos cortados con brea (resina de pino) en llamas. Cuando acabó con la Hidra, Hércules abrió su cuerpo en canal y untó sus flechas en la ponzoña del monstruo. Las tragedias que provocaron esas armas demuestran que, en la Antigüedad como ahora, controlar las armas biológicas una vez creadas es una quimera.

La serpiente monstruosa. Acabar con la Hidra de Lerna fue uno de los doce trabajos que el rey Euristeo encargó a Hércules. Arriba, la lucha con la Hidra en una ánfora del siglo V a.C.
Foto: L. Ricciarini / Bridgeman / ACI
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La tragedia de las armas biológicas
Hércules creó la primera arma biológica al mojar sus flechas en las toxinas de la Hidra, y desde entonces su aljaba dispuso de una reserva infinita de flechas envenenadas. Curiosamente, los mitos griegos antiguos sobre el veneno de la Hidra ya reconocen las consecuencias imprevisibles del uso de armas biológicas. Las flechas disparadas por Hércules acabaron accidentalmente con la vida de Folo y Quirón, sus amigos centauros. Él mismo murió por culpa de aquellos proyectiles. Cuando el centauro Neso secuestró a su esposa Deyanira, Hércules lo mató de un flechazo. Antes de morir, Neso convenció a Deyanira de que la sangre que manaba de su cuerpo era una pócima de amor. Deyanira ungió con ella una hermosa túnica que regaló a su marido. Cuando Hércules se la puso, se adhirió a su cuerpo y le causó un dolor tan espantoso que se arrojó a una pira funeraria. Mientras moría, legó su arco y su aljaba al arquero Filoctetes, que iba a usar las flechas contra los troyanos. Pero, de camino a la guerra de Troya, Filoctetes sufrió una herida terrible e incurable cuando se le cayó una de ellas sobre el pie.

El centauro Neso ante Hércules y Deyanira. Pintura de la Casa del Fauno, Pompeya. Siglo I d.C. Museo Arqueológico Nacional, Nápoles.
Foto: Prisma / Album
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Los efectos mortales del veneno escita
El médico forense Steffen Berg teorizó que el veneno contenido en una flecha escita (compuesto por heces, materias animales putrefactas y veneno de víbora) haría efecto en una hora, aproximadamente. La desintegración de las células sanguíneas de la víctima derivaría en un shock e incluso, si ésta sobrevivía al mismo, la gangrena haría su aparición en uno o dos días. Ello provocaría una nutrida secreción negra en la herida, similar a la que describen los antiguos mitos sobre laceraciones envenenadas producidas ante las murallas de Troya. Pocos días después, la infección por tétanos segaría casi con seguridad la vida de la víctima. Y si ésta sobrevivía, quedaría incapacitada de por vida debido a una herida que nunca dejaría de supurar, como le sucedió en el mito a Filoctetes, el amigo de Hércules.

Arquero escita representado en el vaso François, crátera obra de Clitias y Ergótimos. Siglo VI a.C. Museo Arqueológico, Florencia.
Foto: Aurimages
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Bombas de animales venenosos
A veces se usó a los propios animales venenosos como arma, sumando a sus toxinas un elemento psicológicamente aterrador. Así lo hizo Aníbal Barca en su batalla naval contra el rey helenístico Eumenes II de Pérgamo, librada hacia 184 a.C. Embutió serpientes venenosas en ánforas que catapultó sobre las naves enemigas: quedaron infestadas de reptiles, los marineros no fueron capaces de maniobrarlas y Eumenes fue derrotado. En 198-199 d.C., los partos que defendían Hatra arrojaron sobre los legionarios de Septimio Severo recipientes de arcilla llenos de animales venenosos que los hirieron en los ojos y las partes expuestas del cuerpo; quizás eran escorpiones, chinches asesinas (un redúvido), avispas o escarabajos Paederus.

Amuleto egipcio. El carácter letal del escorpión hizo que se pintara en el escudo de los hoplitas y la guardia pretoriana lo tomase como emblema.
Foto: Album
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Materiales incendiarios
Los fuegos alimentados con productos químicos se usaban para defender las ciudades sitiadas. Hacia 360 a.C., Eneas el Táctico (el primer autor griego que escribió sobre el arte de la guerra) compuso su Poliorcética, donde dedicó una sección a este tipo de armas. En ella recomienda verter brea (resina de pino, pegajosa y que arde vivamente) sobre los soldados enemigos o sus máquinas de asedio, y arrojar después manojos de estopa o terrones de azufre (elemento que al arder genera dióxido de azufre y libera vitriolo, ácido sulfúrico), que quedarían pegados en la brea. Luego se encenderían la brea y el azufre con haces de astillas en llamas. Eneas también describe una bomba de madera con púas rellena de material incendiario que se podía arrojar sobre las máquinas de asedio. Las púas de hierro fijarían estos artilugios de madera en aquellos ingenios, que terminarían siendo pasto de las llamas. Otra táctica defensiva consistía en «llenar sacos con brea, azufre, estopa, incienso en polvo, virutas de pino y serrín», que una vez encendidos se tiraban desde las murallas para abrasar a los soldados que pululaban debajo.

Ciudad en llamas. Miniatura de la cinegética de Opiano, manuscrito del siglo XI conservado en la Biblioteca Nacional Marciana de Venecia.
Foto: AKG / Album
Este artículo pertenece al número 218 de la revista Historia National Geographic.