Durante la década de 1930, un grupo de soldados, cartógrafos y topógrafos de distintas nacionalidades se hallaban en el norte de Sudán explorando la región y trazando mapas por motivos militares. Como sus obligaciones les dejaban mucho tiempo libre, solían reunirse en un bar del pueblo de Wadi Halfa, y allí fundaron el Club Zerzura.El nombre del Club provenía del sueño de todos ellos: encontrar el oasis de la ciudad perdida de Zerzura.
Un tratado árabe del siglo XIII, El libro de las perlas ocultas, situaba esta ciudad en un wadi (el cauce de un río seco) y la describía «blanca como una paloma» y repleta de grandes riquezas. Siglos atrás, también Heródoto, hacia 450 a.C., había hablado de una ciudad blanca llena de tesoros inimaginables perdida en las arenas del desierto, al oeste del río Nilo.
Cronología
El arte del Wadi
1925
El príncipe Kamal Eldin Hussein explora la meseta de Gilf Kebir, al sur de Egipto.
1932
Almásy, los Clayton y Hubert Penderel hallan un valle desconocido en Gilf Kebir.
1933
László Almásy descubre la cueva de los Nadadores y bautiza el lugar como Wadi Sura.
2002
Los arqueólogos descubren la cueva de las Bestias, cerca de la de los Nadadores.
En busca de Zerzura
Los miembros del Club estaban dispuestos a recorrer el desierto en vehículos y aeroplanos para encontrar aquella ciudad de ensueño. Pero el área por la que querían aventurarse era tan vasta como inhóspita: una inmensa región árida, seca y estéril, con imponentes mesetas de rocas de caliza y arenisca que se alzan sobre planicies de pedregales.
De todos los miembros del Club Zerzura, el conde Ladislaus (o László) Almásy era el que tenía los orígenes más pintorescos. Había nacido en 1895 en el misterioso y majestuoso castillo de Borostyanko, en el oeste de Hungría, donde desde muy joven se entregó a la lectura de libros sobre ocultismo, astrología, magia y brujería, adquiriendo un gusto por lo esotérico y lo seudocientífico que nunca lo abandonaría.
Estudió tres años en un internado de Inglaterra, donde aprendió inglés y quedó atrapado por la fiebre de la aviación. Tras el estallido de la primera guerra mundial, el conde Almásy (como le gustaba que le llamaran) se alistó en el ejército austrohúngaro, en el que se convirtió en un diestro aviador. En 1926 una compañía de automóviles lo envió a Sudán en un tour publicitario. Hechizado por el desierto y por la leyenda del oasis perdido, no dudó en lanzarse en busca de la mítica Zerzura.

Hachas de mano halladas en Gilf Kebir.
Foto: Alamy / ACI
En la primavera de 1932, junto a los británicos Robert Clayton, Hubert Penderel y Pat Clayton, encabezó una expedición que pretendía hallar la mítica ciudad, el «Oasis de las pequeñas aves». El área que eligieron para la exploración fue la meseta de Gilf Kebir, una enorme zona en el suroeste de Egipto, cerca de la frontera con Libia y Sudán, que había sido explorada siete años antes por Kamal Eldin Hussein, un príncipe de la casa real egipcia. En una de sus incursiones en todoterreno, Almásy y sus compañeros hallaron un wadi que identificaron con uno de los valles perdidos de Zerzura, pero no pudieron adentrarse en él con sus vehículos.
En el mes de marzo del año siguiente, Almásy sobrevoló la zona y, tras reconocer los abruptos acantilados desde el aire, logró aterrizar en una extensión abierta de arena. Bajo un calor abrasador y sin pizca de viento exploró a pie los wadis de arena roja y escarpadas laderas. Tampoco ahora encontró la mítica Zerzura, pero, entre las formaciones rocosas, el conde halló otro tesoro: una serie de «maravillosas pinturas rupestres». Junto al profesor Ludovico Di Caporiacco, que se encontraba allí en una misión topográfica, Almásy documentó media docena de cuevas decoradas con todo tipo de animales. Pero lo mejor estaba por llegar. Sus hallazgos se dieron a conocer en Europa, y en octubre organizó una nueva expedición acompañado por el antropólogo Richard Bermann. Almásy recorrió la zona y encontró decenas de rocas y cavernas «pintadas con preciosas imágenes». Fue entonces cuando hizo un descubrimiento que, según relató en su libro Nadadores del desierto (1939), «superó todas nuestras expectativas […]. Cuatro cuevas pintadas con bellísimas imágenes» de personas que parecían estar nadando. De ahí el nombre con el que la bautizó: la cueva de los Nadadores. A todo el lugar lo llamó Wadi Sura, «valle de las pinturas».

Cueva de los nadadores. Figuras humanas pintadas en las paredes de la cueva, con varios «nadadores» en la mitad izquierda.
Foto: Mike P Shepherd / Alamy / ACI
Richard Bermann opinó que las pinturas demostraban que el «Gilf Kebir había sido antaño una región fértil, habitada por el hombre». Almásy, por su parte, sugirió que las escenas de «natación» eran descripciones reales de la vida en el norte de África en un tiempo remoto, cuando aquella era una zona verde y fértil que un cambio climático convirtió en un desierto.
Hoy sabemos que las pinturas de la cueva de los Nadadores se remontan al período comprendido entre 8500 y 7000 a.C. En cuanto a la interpretación de la escena que atrajo el interés de Almásy, no se trataría de nadadores, sino de las almas de los difuntos que, flotando, se dirigen hacia otro mundo. Pero sin duda estas pinturas rupestres en el Sahara demuestran que, hace 10.000 años, la región era un vergel con árboles, lagos y una abundante fauna salvaje, y estaba habitada por seres humanos que dejaron allí su huella artística.
A partir del descubrimiento de Almásy, en la meseta del Gilf Kebir se han hallado nuevos abrigos –el descubrimiento más reciente es el de la cueva de la Bestias, de 2002– que atesoran pinturas y grabados rupestres pintados en color ocre, amarillo y blanco. Abundan especialmente las imágenes de animales, sobre todo de grandes herbívoros.

Ver más sobre los misterios de la cueva de las Bestias
Foto: Mike P. Shepherd / AGE Fotostock
Signos misteriosos
En las cuevas también se encuentran muchos signos misteriosos, como trazos geométricos o un conjunto de bestias sin cabeza rodeadas de seres humanos flotando alrededor cuyo significado se desconoce. ¿Son realmente humanos o más bien espíritus? Todo ello hace pensar que el arte de Gilf Kebir no es descriptivo. Lo curioso de estas pinturas y grabados rupestres es que en ellos nunca aparecen el Sol, la Luna, las nubes o las estrellas. También se ignora la flora, pues no hay ni árboles ni plantas. Y tampoco descubrimos cabañas o viviendas dibujadas. Sí reproducen algunos de los animales que en su día poblaron la zona, como antílopes, avestruces, elefantes, leones y jirafas. Y luego están las «manos misteriosas», aplicadas en las paredes como si se tratara de firmas enigmáticas.
Almásy sugirió que los nadadores eran un reflejo de escenas reales, cuando el desierto era un vergel
Almásy nunca encontró Zerzura, que sin duda no es otra cosa que un bello mito de la Antigüedad. Pero el conde merece nuestro reconocimiento por su perseverancia en la exploración de la zona y por el éxito de su empresa. Su hallazgo abrió el camino al redescubrimiento de un pasado insospechado, la época en que el Sahara fue un vergel.
---
El paciente inglés
La figura de László Almásy se hizo mundialmente conocida gracias a la oscarizada película de 1996 El paciente inglés, basada en una novela homónima de 1992. El film toma como punto de partida la exploración de Almásy y sus compañeros en el desierto y el descubrimiento de la cueva de los Nadadores, pero la cinta desfigura las biografías de los protagonistas hasta convertirlos en personajes más ficticios que reales.

László Almásy documenta las pinturas halladas en la cueva de los Nadadores en 1933.
Foto: Bridgeman / ACI
---
El príncipe explorador
Hijo del sultán Hussein Kamel, el príncipe Kamal El-Din Hussein dedicó su vida a explorar el desierto. Tras avistarla en 1925, fue el primero en adentrarse en la meseta de Gilf Kebir y cartografiarla en 1926. En 1932 se ofreció a financiar la expedición de Almásy, pero murió pocos meses después, sin conocer los hallazgos del conde húngaro. En 1933, Almásy colocó una lápida de mármol en el extremo sur de Gilf Kebir para conmemorar la labor exploradora del príncipe.

Foto: Mike P. Shepherd / AGE Fotostock

Placa colocada por Almásy en honor del príncipe Kamal Eldin Hussein.
Foto: Mike P. Shepherd / AGE Fotostock
Este artículo pertenece al número 220 de la revista Historia National Geographic.