Vida cotidiana

La fiebre de los patines en el siglo XIX

En la decada de 1870 se abrieron miles de salas para que la gente practicara un nuevo deporte: el patinaje sobre ruedas.

Una sala de patinaje en el estado norteamericano de Utah, en la década de 1880.

Una sala de patinaje en el estado norteamericano de Utah, en la década de 1880.

Una sala de patinaje en el estado norteamericano de Utah, en la década de 1880.

Foto: Bridgeman / ACI

El ser humano ha patinado sobre el hielo desde tiempos inmemoriales; de hecho, se han encontrado rudimentarias hojas de patín hechas con huesos de mamut que se remontan al Paleolítico superior. Pero los patines sobre ruedas son un invento reciente. Su desarrollo no se inició hasta el siglo XIX, y a finales de esa centuria el patinaje sobre ruedas se había convertido en una moda que había conquistado a todo el mundo, tal como describía el semanario francés La Vie Parisienne en 1876: «¡Qué alegría dejar de sentirse pesados, pegados a la tierra! […]. El mayor placer del patinaje es librarse de los obstáculos».

Tradicionalmente, la primera aparición pública de los patines sobre ruedas se sitúa a mediados del siglo XVIII, en una de las veladas para la alta sociedad londinense organizadas por Theresa Cornelys en su mansión del aristocrático barrio londinense de Soho. Uno de sus invitados, el inventor holandés John Joseph Merlin, decidió sorprender a los presentes tocando el violín mientras se deslizaba sobre unos patines de ruedas metálicas fijadas a la suela por una tablilla de madera. Al parecer, las miradas de admiración pronto se tornaron en horror cuando Merlin, incapaz de frenar, acabó estrellándose contra un valioso espejo, que quedó hecho añicos.

Patines en línea

En 1819, el francés Petitbled patentó sus patines: constaban de una suela de madera y de unas correas para fijarla con comodidad al pie. Tenían tres ruedas colocadas en fila, que podían ser de madera, metal o marfil, pero lo que los hizo realmente innovadores fue un taco agarrado a los talones mediante un tornillo que permitía frenar. Aunque esta incorporación representó un enorme avance, los patines aún eran difíciles de manejar y se necesitaba un gran espacio de maniobra, ya que sólo se podían trazar curvas muy amplias.

Jean Garcin, un famoso patinador sobre hielo francés, creó unos patines más evolucionados. Cansado de tener que esperar la llegada de la temporada de frío para volver a practicar su deporte, en 1828 Garcin inventó un tipo de patines –bautizados como Cingar, un anagrama de su nombre– que se ataban a los tobillos, limitando así los esguinces y torceduras. En 1848, el parisino Louis Legrand presentó un prototipo con las ruedas colocadas en una cuchilla similar a la del patinaje sobre hielo; un modelo para mujeres, con ruedas dobles, compensaba «la fragilidad de sus tobillos».

Pese a las limitaciones de estos modelos, los patines alcanzaron gran popularidad en muy poco tiempo. En 1824, la prensa destacaba que los «dos espacios públicos donde se patina desde la mañana a la noche» en Burdeos «no son suficientes». También proliferaron las escuelas que enseñaban las bases del patinaje sobre ruedas. La primera se abrió en 1823 en el número seis de Windmill Street, en Londres, en una pista de tenis sin usar. Al año siguiente se abrió una en Burdeos y más adelante otra en París. En 1828, Garcin inauguró su propia academia, donde enseñaba a patinar con los Cingars.

La mejora decisiva

Finalmente fue un mecánico norteamericano, James Leonard Plimpton, quien creó el modelo de patines que hoy conocemos. Cuando su médico le aconsejó practicar el patinaje sobre hielo aprovechó sus conocimientos de mecánica para inventar un sistema de cuatro cuchillas paralelas colocadas de dos en dos en la suela de la bota, que giraban según la inclinación del pie. Este mecanismo tuvo poco éxito sobre el hielo, pero aplicado a los patines sobre ruedas cambió el mundo del patinaje: las cuatro ruedas dispuestas en dos ejes paralelos aumentaban la estabilidad del patinador y le permitían realizar suavemente giros y otras maniobras. En 1863 patentó sus patines, que tuvieron un éxito inmediato. Al poco puso en marcha su propia fábrica y se abrieron varios skating-rinks, pistas dedicadas exclusivamente al patinaje sobre ruedas.

Baile de máscaras sobre patines. El patinaje causó furor entre la alta sociedad británica, como muestra  esta ilustración de 1877  de la revista The Graphic.

Baile de máscaras sobre patines. El patinaje causó furor entre la alta sociedad británica, como muestra esta ilustración de 1877 de la revista The Graphic.

Baile de máscaras sobre patines. El patinaje causó furor entre la alta sociedad británica, como muestra esta ilustración de 1877 de la revista The Graphic.

 

Foto: SCALA / Firenze

Para sacar el máximo rendimiento económico a su invento, Plimpton se aseguró de que sus patines no pudieran ser comprados por particulares, sino que se vendían sólo a los propietarios de las pistas de patinaje, que después los alquilaban a sus clientes. Pero el inventor fue más allá inaugurando decenas de skating-rinks, «pistas de patinaje», primero en Estados Unidos y luego en Europa, en cuyas grandes ciudades se multiplicaron estas instalaciones durante la década de 1870.

En 1876, un periódico francés se refería al «delirio sobre ruedas» que invadía París

Una mina de oro

En 1876, Londres contaba con más de sesenta salas con pistas de cemento, asfalto, madera e incluso de mármol. Algunas eran lujosas y relucientes, para uso exclusivo de los aristócratas, mientras que las más austeras eran frecuentadas sobre todo por estudiantes que pasaban toda la tarde divirtiéndose. En Milán se abrió un establecimiento de este tipo en 1877, en los Baños Diana de Porta Venezia.

Un patinador sobre los patines triciclo de J. F. Walter, con una pequeña rueda trasera que mejoraba la estabilidad.

Un patinador sobre los patines triciclo de J. F. Walter, con una pequeña rueda trasera que mejoraba la estabilidad.

Un patinador sobre los patines triciclo de J. F. Walter, con una pequeña rueda trasera que mejoraba la estabilidad. 

Foto: WHA / Aurimages

En París, la primera pista de patinaje fue inaugurada en 1875 en el antiguo Circo de la Emperatriz, en los Campos Elíseos: medía más de mil metros cuadrados e incluía un jardín, un café, un restaurante y un bar americano. Las fiestas y los conciertos que tenían lugar allí, en la atmósfera mágica creada por la iluminación eléctrica, aún poco frecuente, la convertían en un lugar encantador.

El miércoles la entrada era más cara de lo normal, y el acceso estaba limitado a los miembros de la aristocracia. Los señores, elegantísimos con abrigo y sombrero de copa o bombín, llevaban monóculo y bastón, lo cual añadía un toque de distinción y además favorecía el equilibrio. Las damas lucían ondeantes sombreros de plumas y adornaban sus faldas, sujetas a un lado, con cintas. Solían llevar abanico y, a pesar del escaso equilibrio de los patines de la época, usaban zapatos de tacón alto.

Las salas de patinaje suponían la ocasión perfecta para ver y ser visto, un pasatiempo que seguía la moda de finales de siglo. En poco tiempo se hicieron tan populares que llegaron a rivalizar con las salas de baile. En 1876, Le Monde Illustré hablaba del «delirio sobre ruedas» que invadía París, y La Revue des Sports sostenía que «el patinaje sobre ruedas se consolida cada vez más como un deporte serio, reivindicando el lugar que le corresponde en la alta sociedad francesa». Pero no todo el mundo era favorable al éxito de los patines. Henri Mouhot afirmaba con evidente ironía que «se empieza [a patinar] con dos piernas y se termina con una».

Éxito efímero

A finales de la década de 1880, algunos empresarios estadounidenses intentaron crear una especie de negocio multinacional de salas de patinaje, el Columbia-Skating-Rink. En diversas ciudades del mundo alquilaron grandes recintos capaces de acoger a miles de patinadores a la vez. En 1892, cuando se abrió la de París, un periodista local comentó que era «la pista de patinaje más colosal del mundo, incomparable a todo lo que se había hecho hasta hoy». La iniciativa era de unos «atrevidos empresarios norteamericanos» y «ha recorrido triunfalmente Australia, las Indias y últimamente ha obtenido un enorme éxito en el Olympia de Londres».

La pista, con una «superficie de 3.500 metros» y realizada en madera de arce, era «absolutamente lisa, un vasto campo que da la ilusión del hielo, maravillosamente caldeada e iluminada con luz eléctrica». A todo esto se sumaban «una excelente orquesta, decoraciones soberbias» y, lo más importante, «5.000 pares de patines de ruedas, entre ellos los célebres Ball-Bearing». La empresa ponía asimismo a numerosos profesores a disposición del público. Para la inauguración se habían distribuido 40.000 invitaciones.

Aunque el reportero confiaba que la sala volviera «a despertar en nosotros el gusto por el patinaje sobre ruedas, un deporte tan higiénico como mundano», lo cierto es que para entonces la época de oro de los patines sobre ruedas ya había pasado. Volverían a tener éxito algunos decenios más tarde, en 1910, de la mano de deportes como el hockey, el patinaje artístico y las carreras sobre patines.

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Riesgo de perder el control

Patín sobre ruedas «perfeccionado». grabado de la ilustración española y americana. 1876.

Patín sobre ruedas «perfeccionado». grabado de la ilustración española y americana. 1876.

Patín sobre ruedas «perfeccionado». grabado de la ilustración española y americana. 1876.

Foto: Bridgeman / ACI

En 1876, la revista La Ilustración Española y Americana explicaba las ventajas de lo que llamaba «patines sobre ruedas perfeccionados» y acompañaba el artículo con ilustraciones como la de arriba. Aún así avisaba: «Es una especie de catapulta que, una vez lanzada, o no se detiene o cuesta mucho trabajo y no poca habilidad detenerla».

Patinar antes que ir a la iglesia

"Una sugerencia a pastores con escasos fieles para que llenen sus iglesias"

"Una sugerencia a pastores con escasos fieles para que llenen sus iglesias"

"Una sugerencia a pastores con escasos fieles para que llenen sus iglesias"

Foto: Granger / Aurimages

La moda del patinaje sobre ruedas alcanzó su punto culminante en torno a 1880. La afición era tal que los domingos los patinadores preferían ir a una sala de patinaje antes que a la iglesia de su parroquia. Al menos éste es el mensaje que transmite el grabado satírico junto a estas líneas, aparecido en una publicación de Estados Unidos en 1885. En él se ve a un clérigo en una pista de patinaje leyendo una oración seguido de dos feligresas. La leyenda explica el sentido de la caricatura: «Una sugerencia a pastores con escasos fieles para que llenen sus iglesias».

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Este artículo pertenece al número 195 de la revista Historia National Geographic.