En 1796, un cirujano rural inglés, Edward Jenner, hizo uno de los descubrimientos más trascendentales de la historia de la medicina: la primera vacuna contra una enfermedad contagiosa. Jenner sabía que, en las granjas, las mujeres que ordeñaban vacas nunca contraían la viruela humana, un mal que desde hacía siglos causaba estragos en Europa y otros continentes, particularmente entre la población infantil. El médico inglés sospechaba que este hecho obedecía a que las ordeñadoras adquirían la viruela vacuna (cowpox), que produce pústulas en las manos parecidas a las de la viruela humana, pero que es mucho más benigna.
Jenner pensó, por ello, que si se provocaba artificialmente esta viruela animal, las personas quedarían protegidas de la modalidad realmente peligrosa. Así, al ver a una ordeñadora con una lesión de cowpox, tomó material de ésta y lo inoculó en un niño de ocho años. Pasados unos días, inoculó viruela humana al mismo niño, que no desarrolló la enfermedad. Hizo el mismo experimento varias veces, siempre con éxito, hasta que en 1798 anunció al mundo su hallazgo.

Estuche de lancetas para vacunar.
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Primeros ensayos
En toda Europa los médicos se apresuraron a ensayar el nuevo método. También en España. En diciembre de 1800, Francisco Piguillem vacunó a cinco niños en Puigcerdà con material enviado desde París, y en 1801 se iniciaron las vacunaciones en Madrid. También se publicaron varios informes y tratados sobre la materia. Uno de ellos era el Tratado histórico y práctico de la vacuna, del médico francés Jacques-Louis Moreau de La Sarthe, traducido por el médico alicantino Francisco Javier Balmis, que también escribió un prólogo en el que ensalzaba la importancia de este avance médico e instaba a los españoles a no quedarse atrás frente a las «naciones cultas».

Un médico vacuna a un niño. Óleo por C. J. Desbordes. Siglo XIX.
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En la Península, la viruela era una amenaza persistente, pero la situación era aún más grave en los territorios americanos de la Corona. Desde que la población indígena fue diezmada por epidemias de viruela al inicio de la conquista, el flagelo resurgía periódicamente. Cuando en junio de 1802 llegó a la Corte la noticia de que en Colombia había estallado un grave brote de viruela, los médicos reales persuadieron a Carlos IV de que había que llevar a América la vacuna salvadora. Tal fue el origen de la llamada Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, anunciada por el gobierno el 5 de agosto de 1803.
Para dirigir la misión se eligió a Balmis, no sólo por sus acreditados conocimientos sobre vacunación, sino también porque había estado varios años en América ejerciendo como médico militar. Durante esa estancia se implicó a fondo en la lucha contra otra enfermedad contagiosa, la sífilis, e ideó incluso un método nuevo para tratarla. Balmis aceptó el encargo con entusiasmo, movido por «el celo de poder realizar una expedición tan gloriosa que será envidiada por todas las naciones». Con él fueron nueve colaboradores, entre cirujanos, enfermeros, practicantes y ayudantes. El subdirector era el catalán José Salvany y Lleopart, cirujano militar de 26 años. Todos se embarcarían en La Coruña, en la corbeta María Pita, al mando de un capitán vasco.

Real Expedición Filantrópica de la Vacuna (1803-1805)
Carrtografía: Eosgis.com
Niños a bordo
La expedición se enfrentaba a un obstáculo técnico: mantener en condiciones el suero de vacunación durante los más de 30 días que debía durar la travesía del Atlántico. El método usual de conservación de la vacuna consistía en empapar algodón en rama con el fluido, situarlo entre dos placas de vidrio y sellarlo con cera, pero así sólo se conservaba unos diez días. La solución se le ocurrió al mismo Balmis, y consistía en utilizar niños como portadores de la vacuna. Se reuniría a un grupo de pequeños que viajaría con la expedición, y se empezaría inoculando la linfa vacunal a dos de ellos. Pasados nueve o diez días, antes de que la herida cicatrizase, se les extraería líquido de sus pústulas para colocarlo en los siguientes dos niños, y así sucesivamente hasta llegar a destino. La única condición era que los vacunados estuvieran separados de los que no lo estaban, para evitar que se contagiaran antes de tiempo.
El problema obvio que se planteaba era el de reclutar a los niños. Como no cabía esperar que los padres dejaran marchar solos a sus hijos en un viaje de estas características, se pensó en niños huérfanos o expósitos –esto es, abandonados por sus padres al nacer– y recogidos en hospicios, instituciones muy abundantes en la España de esa época. Los veintidós niños finalmente seleccionados, de entre 8 y 10 años, procedían en su mayoría de la Casa de Expósitos de La Coruña. Balmis estableció que para cada uno había que llevar «seis camisas, un sombrero, tres pantalones y tres chaquetas de lienzo, un pantalón y chaqueta de paño, tres pares de zapatos y un peine».

Niño de un hospicio de Madrid. Óleo por Pharamond Blanchard.
Foto: Prisma / Album
Isabel Zendal
Lo más importante para el bienestar de los niños fue que con ellos viajó la misma rectora de la Casa de Expósitos de La Coruña, Isabel Zendal (o Sendales), «para que cuide durante la navegación de la asistencia y aseo de los niños que hayan de embarcarse». Zendal cumplió con esta responsabilidad durante los casi tres años que duró la expedición de Balmis, incluida la fase en que viajaron desde México hasta Filipinas con 26 nuevos niños «vacuníferos». Respecto a estos últimos, Balmis escribió cómo Zendal, «infatigable, noche y día ha derramado todas las ternuras de la más sensible madre sobre los 26 angelitos que tiene a su cuidado, del mismo modo que lo hizo desde La Coruña y en todos los viajes, y los ha asistido enteramente en sus continuadas enfermedades».
Tras partir de La Coruña el 30 de noviembre de 1803, la expedición hizo su primera escala en las islas Canarias, donde llevó a cabo una exitosa campaña de vacunación. Un poeta local, entusiasmado, habló del «bajel triunfante» del que el capitán general de las islas «saca en sus brazos al primer infante / y enseña a rendir cultos a Vacuna».
La travesía del Atlántico, que duró un total de 34 días, se hizo sin contratiempos. Pero cuando la María Pita llegó a Puerto Rico el día de Reyes de 1804 Balmis se llevó un chasco: el médico Francisco Oller ya había vacunado a todos los niños de la isla con linfa vacunal traída desde Santo Tomé, y pese a las sospechas que arrojó el alicantino sobre la vacunación ésta se demostró eficaz. Balmis se resarció en la siguiente estación de su viaje, en Venezuela, donde tuvo un recibimiento apoteósico. El gramático Andrés Bello escribió: «A ti, Balmis [...] / ¿qué recompensa más preciosa y dulce / podemos darte? ¿Qué más digno premio / a tus nobles tareas que la tierna / aclamación de agradecidos pueblos / que a ti se precipitan?». En Caracas, Balmis puso en marcha una campaña en la que se vacunaron más de 2.000 personas.

Cartagena de Indias, ciudad en la que Salvany introdujo la vacuna en mayo de 1804. Iglesia de San Pedro Claver.
Foto. Uwe Niehuus / Fototeca 9x12
Salvany, el otro héroe
Para llevar cuanto antes la vacuna a todo el continente, Balmis dividió la expedición. Un grupo liderado por Salvany se dirigió a Cartagena de Indias, desde donde avanzó siguiendo el curso del Magdalena, vacunando en todas las poblaciones ribereñas hasta llegar a la capital de Nueva Granada, la actual Bogotá. Los resultados de esta primera fase fueron espectaculares, con cifras que superaron las 56.000 vacunaciones. Atendiendo las peticiones de ayuda de Quito y de Lima, Salvany –con tres colaboradores y cuatro niños portadores– se adentró en el Virreinato del Perú. Estos viajes estuvieron llenos de penalidades para Salvany, que perdió la vista de un ojo, se quedó con un brazo impedido y contrajo un grave mal de pecho a causa de la altura. Pese al progresivo deterioro de su salud, Salvany continuó con su labor vacunadora hasta su muerte en Cochabamba en 1810, con sólo 33 años.
Balmis, por su parte, marchó a Cuba, donde la vacuna había sido ya introducida a través de Puerto Rico, y a continuación pasó a Nueva España. Allí permaneció unos siete meses, logrando que en ese virreinato se vacunaran 100.000 personas.

Francisco Javier Balmis Berenguer. Grabado.
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Balmis era una persona estricta, de trato a veces difícil, celoso de su poder, pero en compensación reveló poseer un excepcional talento organizativo. Las vacunaciones se realizaban siguiendo un plan bien meditado. En las capitales y en las ciudades grandes se contactaba con el virrey, los obispos y los alcaldes, que anunciaban a los vecinos la llegada de la vacuna y les instaban a vacunarse. Primero solían acudir todos los niños y niñas pertenecientes a la nobleza, y los hijos de las autoridades para dar ejemplo. Después acudían los niños de la burguesía criolla y, por último, los del pueblo llano. Siempre que fuera posible se llamaba a los niños de pueblos vecinos, mientras que algunos miembros de la Expedición se desplazaban a las ciudades más alejadas. Más problemático resultaba vacunar en los poblados indios; de hecho, resultó imposible convencer a los padres de la conveniencia de vacunar a sus hijos.
También hubo algunos casos de resistencia por parte de la población europea, por desconfianza ante lo desconocido o por bulos como el de que la Expedición se llevaba a los niños. En esas ocasiones Balmis acudía a los obispos y a los párrocos que, a su vez, convencían a sus diocesanos y a sus feligreses. Un ejemplo de la colaboración eclesiástica lo dio el obispo de Puebla de los Ángeles, autor de una Exhortación ... a sus Diocesanos para que se presten con docilidad a la importante práctica de la vacuna (1804).
A Balmis le movía «el celo de poder realizar una expedición tan gloriosa que será envidiada por todas las naciones»
Los planes de Balmis iban incluso más allá de las vacunaciones que podían hacer él y sus colaboradores directamente. Su objetivo era instruir a los médicos y personas interesadas en la práctica de la vacunación en cada ciudad que visitaba y crear un sistema que garantizara la continuidad de la empresa después de que la Expedición partiera. Siguiendo su plan se instituyeron Juntas de Vacunación o de Vacuna en las capitales y principales ciudades de los virreinatos, desde Caracas y Cartagena hasta La Habana, México y Lima.
La Junta de Vacuna se solía instalar en una zona céntrica, como la plaza de armas, aprovechando algún edificio limpio y bien aireado que no ahuyentara a las personas como los hospitales que existían entonces. Allí acudían todos los médicos locales a aprender a vacunar y a conservar la linfa. En las ciudades menores se creaban sucursales donde la vacuna llegaba mediante niños portadores. Los médicos de la Junta estaban encargados de rastrear los nacimientos para vacunar a los niños. Este ambicioso plan resultó demasiado avanzado para la época y no se llegó a aplicar completamente, en buena parte a causa de las alteraciones políticas ligadas a la independencia de los países hispanoamericanos.

Fuerte de Santiago, en Manila. Balmis fundó una Junta de Vacuna en la capital de Filipinas.
Foto: Alamy / ACI
Retorno a la patria
En la última etapa de la expedición Balmis cruzó el Pacífico rumbo a Filipinas. Llevó consigo 26 niños naturales de México, siempre al cuidado de Isabel Zendal, que los acompañaría también de vuelta a su país una vez concluida la vacunación en Manila. Balmis continuó su viaje hacia el oeste de vuelta a España, organizando vacunaciones allí donde se lo permitían. El 14 de agosto de 1806 llegó a Lisboa, desde donde marchó en carruaje a Madrid. El rey lo recibió y le felicitó por el éxito de la empresa.
Es difícil exagerar la singularidad de la Expedición Filantrópica de Balmis. Nunca antes se había organizado una misión con fines completamente altruistas. Balmis dio la vuelta al mundo para llevar la vacuna no sólo a los territorios hispánicos, sino también, en su retorno desde las Filipinas, a Macao, Cantón y Santa Elena. Los conquistadores llevaron la viruela a América; tres siglos más tarde, la Expedición de Balmis llevó el antídoto.
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Apelación a las madres
En el prólogo a su traducción del tratado de Moreau de La Sarthe, Balmis hacía un llamamiento a superar los prejuicios respecto a la vacuna: «Madres sensibles, no os dejéis llevar de los rodeos que ha inventado la ignorancia; aprovechaos de este beneficio que nos ha concedido el cielo para liberar a vuestros tiernos hijos de tan devoradora plaga».
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Niños esclavos
En México, ante la dificultad de conseguir niños portadores de la vacuna, Balmis compró tres niñas y un niño esclavos que luego revendió. Como escribe Julián Moreiro en Españoles excesivos: «Resulta desconcertante su determinación de comprar niños esclavos y volverlos a vender una vez “usados”».
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Grabado de la traducción castellana del tratado de François Chaussier 'Origen y descubrimiento de la vaccina'. 1801.
Foto: Biblioteca Digital de la Biblioteca Nacional de Colombia
Balmis, benefactor de América
Tras el retorno de Balmis a Madrid, el poeta Manuel José Quintana dedicó a su expedición un poema encomiástico. Después de aludir al hallazgo de la vacuna por Jenner, Quintana hace decir a Balmis:
El don de la invención es de Fortuna,
gócele allá un inglés; España ostente
su corazón espléndido y sublime,
y dé a su majestad mayor decoro,
llevando este tesoro
donde con más violencia el mal oprime.
Yo volaré; que un Numen me lo manda,
yo volaré: del férvido Océano
arrostraré la furia embravecida,
y en medio de la América infestada
sabré plantar el árbol de la vida.
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China se resiste
En un informe, Balmis aseguró haber dejado Filipinas, Macao y Cantón «a cubierto del cruel azote de las viruelas». La afirmación era poco exacta respecto a las dos ciudades chinas. En Cantón apenas si logró vacunar a un niño chino pagándole previamente.
Ver más sobre el reglamento que escribió Balmis.
Este artículo pertenece al número 208 de la revista Historia National Geographic.