Actualizado a
· Lectura:
En lo alto, el sol. Brillante hasta el punto de que debemos apartar la
vista de él, poderoso porque da luz y calor y hace que toda cosa viva,
y porque siempre vence a la muerte, desapareciendo por la noche para renacer con el alba. Para nosotros no es un misterio, pero lo ha sido para la mayor parte de las 2.400 generaciones que nos han precedido sobre la tierra desde que nuestra especie echó a andar fuera de África. El círculo megalítico de Stonehenge, alineado con los solsticios, ofrece un testimonio sobrecogedor
de cómo los seres humanos de la prehistoria conectaban su existencia y
la de sus antepasados con el astro más poderoso del firmamento. Un milenio y medio más tarde, Akhenatón y su esposa Nefertiti volvieron a demostrar cuán profundo era ese vínculo convirtiendo al disco solar, Atón, en el centro de la fracasada revolución religiosa que llevaron a cabo en Egipto. Si algo más nos ha dejado el resplandor del sol es nuestro amor por el oro, igual que él, símbolo de poder y autoridad. Vemos este metal en multitud de objetos de la Edad del Bronce relacionados con el culto solar; los egipcios creían que la carne de los dioses estaba hecha con oro (y que sus huesos eran de plata)...
Julio César, el día de las Lupercales, cuando le ofrecieron la diadema que era
el símbolo de la realeza a la que supuestamente aspiraba –aspiración que le valió la muerte–, lucía una corona de oro en la frente, que en el artículo dedicado a él nos hemos permitido imaginar con forma de corona de laurel. Como el sol, el oro es brillante, eterno, inmutable. En las imágenes y los sonidos que contienen los discos de oro de las sondas espaciales Voyager, lanzadas en 1977, viajará durante miles de años por el espacio infinito lo que somos y hemos sido, camino de las estrellas, camino de otros soles...
Este artículo pertenece al número 232 de la revista Historia National Geographic.