Editorial del Número 228 de Historia National Geographic

Editorial HNG 228

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Alejandro moribundo. En este busto helenístico, conservado en la galería florentina de los Uffizi, se vio durante mucho tiempo la representación de Alejandro a punto de exhalar su último suspiro.

Alejandro Magno expiró un atardecer del verano del año 323 a.C. en Babilonia. Quizá se llevó consigo, como última imagen de este mundo, el recuerdo del paisaje de su infancia: las montañas frondosas, los verdes prados y los frescos ríos de su tierra natal, Macedonia, a dos mil kilómetros de los pantanos, los mosquitos y el calor húmedo de la llanura mesopotámica. Hacía 11 años que había partido de su país al frente del mejor ejército del mundo. Con él conquistó el inmenso espacio que se extiende entre el Danubio, el Nilo y el Indo. A los 22 años, cuando dejó su patria, era el monarca de un belicoso reino tribal. A punto de cumplir los 33 años, cuando murió, se sentaba en un trono de oro para gobernar un tercio del mundo entonces conocido. Era el hombre más poderoso del planeta, pero ¿era querido? Seguramente era más temido y reverenciado que amado, y su desaparición debió de arrancar más de un suspiro de alivio entre sus nobles camaradas, los Compañeros, cuya vida se había transformado en una campaña militar interminable a causa del hambre de conquistas del rey, nunca saciada. De hecho, sus amigos se olvidaron de su cadáver mientras peleaban por asegurarse un puesto en la nueva era que abrió la desaparición del soberano. ¿Creyó Alejandro en los signos que anunciaban su próximo fin? ¿Murió o lo mataron? ¿De qué falleció? No tenemos respuesta a estas preguntas. Y esta incertidumbre (el hecho de que, por ejemplo, ni siquiera podamos saber qué sucedió con su sepultura en el centro de Alejandría, ni qué pasó con su cuerpo) es precisamente lo que ha rodeado su figura de un halo de misterio y la ha emplazado en el brumoso espacio de la leyenda. Allí sigue reinando, para siempre joven e imberbe, con la melena partida en dos cayéndole sobre el cuello y su mágica mirada, oscuro el iris de su ojo izquierdo y claro el del derecho.

Este artículo pertenece al número 228 de la revista Historia National Geographic.