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Cuando leí que el médico bizantino Pablo de Egina, del siglo VII d.C., describe en su obra cómo algunos médicos «fingen ser capaces de curar la epilepsia, y tras realizar una incisión en forma de cruz en la parte posterior de la cabeza extraen de la herida algo que tenían oculto en sus manos
y así impresionan a la gente», no pude evitar acordarme de los «médicos filipinos» practicantes de «cirugía psíquica» que operaban sin anestesia y sin instrumental, con sólo sus manos, a los que el jesuita y parapsicólogo Óscar González Quevedo desenmascaró en la televisión española hace cincuenta años. Puede que, a pesar de la Ilustración y de los dos milenios transcurridos desde la época del Imperio romano, no hayamos cambiado tanto desde entonces y mantengamos un fondo de credulidad similar al que inducía a inscribir espantosas maldiciones en tablillas e incluso a realizar conjuros de tipo vudú, como explicamos en nuestro artículo sobre la magia en la antigua Roma. Pero no nos pongamos trágicos. Lo mejor es tomárnoslo con el mismo sano escepticismo que ya refleja el Philogelos, una recopilación de chistes en griego que data del siglo V d.C. En ella se cuenta que un astrólogo elabora el horóscopo de un niño enfermo, promete a la madre que vivirá mucho tiempo y luego pide sus honorarios; la madre le promete que le pagará mañana. «¿Y qué pasa si el chico muere esta noche?», responde el astrólogo. O la historia del viajero que pregunta a un adivino charlatán por su familia. El hombre le contesta que todos están muy bien, en especial su padre. «¡Pero si mi padre lleva diez años muerto!», dice el viajero. «Ah –replica el falso adivino–, es evidente que no sabes quién es tu verdadero padre»…
Este artículo pertenece al número 220 de la revista Historia National Geographic.