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Vivía una existencia relajada, posiblemente mejor que la de muchos egipcios. Cuando no era llevado en procesión o protagonizaba ceremonias decisivas para el reino (como su paseo ritual junto al faraón en el festival Heb Sed) descansaba en su templo, rodeado de comodidades, atendido por numerosos servidores, alimentado generosamente y con un harén a su disposición. Un harén de vacas. El toro Apis, manifestación del dios Ptah, era venerado por los egipcios, que, además, le consultaban. Sus oráculos eran famosos y gozaban de amplia reputación. Como Apis carecía del don de la palabra a pesar de ser una divinidad, sus respuestas positivas o negativas se manifestaban cruzando una u otra puerta, aceptando comida o rechazándola… El único punto oscuro de esa plácida existencia era que, al parecer, cuando llegaba a los veinticinco años ya había perdido el don de la fertilidad, por lo que era ahogado y sustituido por un nuevo Apis. Unas páginas más allá del artículo que dedicamos a esta divinidad encontrarán otro sobre los reyes etruscos de Roma. El pueblo romano expulsó al último de ellos, pero conservó su veneración por las artes adivinatorias etruscas, en especial por la aruspicina, la adivinación a través de las entrañas de animales sacrificados. Los toros «interrogados» por los etruscos eran, pues, menos afortunados que sus parientes egipcios, ya que no sobrevivían a la consulta. Sin embargo, todos ellos nos hablan de un tiempo que hoy nos resulta difícil de imaginar: un tiempo en el que dioses y hombres se comunicaban a través de los animales, en el que cielo y tierra estaban íntimamente unidos y en el que la naturaleza tenía una dimensión sagrada de la que la hemos despojado, olvidándonos de que formamos parte de ella.
Este artículo pertenece al número 219 de la revista Historia National Geographic.