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No sin amargura y dolor de corazón, no por la vía de una sentencia concluyente, sino por nuestra provisión y mandato, extinguimos con sanción irrefragable y perpetuamente válida la citada orden del Temple, su estado, hábito y nombre, y la prohibimos a perpetuidad, aprobándolo el santo concilio, condenando expresamente a quien intente entrar en dicha Orden, recibir o llevar su hábito, o comportarse como templario. Si alguno lo hiciese, incurre en sentencia de excomunión ipso facto». Así decía (aunque en latín) la bula Vox in excelso, emitida el 22 de marzo de 1312 por el papa Clemente V, por la que se disolvía la orden del Temple. Pero ¿realmente disolvía el pontífice la más famosa de todas las órdenes militares de la Edad Media? Lo que se lee es que no la extingue «por la vía de una sentencia concluyente». Y es que el papa se hallaba atrapado por la jugada maestra del rey Felipe IV de Francia, que había lanzado ignominiosas acusaciones contra el Temple para quedarse con su oro. El resultado era que los templarios se habían cubierto de infamia aunque, como se recogía en la bula, «de los procesos llevados a cabo contra la Orden no se podía en derecho dictar una sentencia condenatoria de ésta». De manera que el Temple no fue condenado, y la Orden –según ahora se interpreta– no fue disuelta, sino suspendida. Poco le importó al soberano francés, que dos años más tarde envió a la hoguera como hereje al gran maestre del Temple, Jacques de Molay, a quien mantenía prisionero. Así evitaba que Clemente V o sus sucesores decidieran levantar la suspensión, que el Temple recuperase sus derechos y que él tuviera que devolver el oro que tan bien le había venido para evitar la bancarrota de la Corona.
Este artículo pertenece al número 216 de la revista Historia National Geographic.