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Estos espíritus salen de una túnica, es decir, de un cuerpo, escapan completamente desnudos, atemorizados, y corren tan deprisa que si un espíritu saliera de un cuerpo en Valence y tuviera que entrar en otro en el condado de Foix, y lloviera copiosamente durante todo el recorrido, apenas le caerían tres gotas de agua. Al correr tan atemorizado, se mete en el primer agujero vacío que encuentra, es decir, en el vientre de cualquier animal que lleve un embrión aún sin vida: perra, coneja, yegua o cualquier otro animal, o en el vientre de una mujer, de tal manera que si ese espíritu ha obrado mal en su primer cuerpo, se introduce en el vientre de una bestia; si por el contrario no ha hecho ningún mal, entra en el cuerpo de una mujer. De este modo los espíritus van de túnica en túnica hasta que entran en una hermosa túnica, es decir, en el cuerpo de un hombre o de una mujer que tenga el entendimiento del Bien». Es decir, de un cátaro. Esto predicaba Guilhem Belibasta, según el testimonio de Arnau Sicre, el hombre que lo entregó a la Inquisición. Belibasta, quemado en 1321, fue el último bon home, la última persona que podía impartir el único sacramento cátaro: el consolamentum. Con él desapareció la Iglesia disidente y perseguida de los cátaros, y triunfó el catolicismo romano. Aunque tal vez los herejes se cobraron una victoria póstuma, mucho después de su aniquilación. Se ha dicho, en efecto, que la encarnizada persecución del catarismo en el Languedoc –la región del sur de Francia donde mayor arraigo tuvo la herejía– dejó en la mentalidad popular las brasas de un anticlericalismo que en el siglo XVI contribuyó a la eclosión de la Reforma protestante, y que ésta alcanzó su mayor penetración precisamente en los territorios donde el catarismo había ejercido mayor atracción.
Este artículo pertenece al número 212 de la revista Historia National Geographic.