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La mujer no llevará prendas de hombre ni el hombre se vestirá con prendas de mujer, porque el que hace eso es una abominación para el Señor, tu Dios», dice el Deuteronomio, un libro de la Biblia. Hoy, en los estados laicos y liberales de Occidente, leer esta norma nos hace sonreír. Hace exactamente 590 años, el 30 de mayo de 1431, una muchacha fue quemada viva ante quizá miles de personas en aplicación de esa máxima. Aquella chica de 19 años era Juana de Arco, una joven campesina que había convertido a los descorazonados soldados de Francia en una fuerza capaz de derrotar a sus enemigos ingleses. Les había insuflado coraje y fe en la victoria, pero lo había hecho con su ejemplo y a costa de su sangre, avanzando en primera línea y siendo herida por flechas y piedras. Estaba convencida de que Dios estaba de su lado, y del de Francia, pero también estaba convencida de que había que luchar. Su valor y determinación eran los de un buen soldado, y ella lo era. Le gustaban las espadas, los caballos, las cabalgadas y la compañía de los militares, con los que estaba en su elemento. Vestía como ellos, claro.
¿Cómo se puede combatir con ropas de mujer? Cuando sus enemigos la capturaron, la juzgó un tribunal de la Inquisición. A la luz del Deuteronomio, su vestimenta contribuyó a su condena por hereje. Juana transgredía el orden natural del mundo. Era analfabeta, pero afirmaba que Dios hablaba por su boca; era una campesina, pero se codeaba con nobles y generales; era una mujer, pero actuaba como un hombre. Quizá sea ése el aspecto más fascinante de su epopeya: haber vencido los límites que le imponían su sexo y su condición social para fraguar su propio capítulo en la historia, y cerrarlo con un gesto (volver a ponerse las poco pulcras ropas masculinas a las que había renunciado momentáneamente para salvar la vida) que la condenó a la hoguera, pero la convirtió en un mito.
Este artículo pertenece al número 209 de la revista Historia National Geographic.