Idus de marzo

César, ¿rey? Un triunfo de los conjurados o un error del dictador

La realeza era odiosa para todos los romanos -ya fueran plebeyos o nobles- porque se identificaba con la tiranía, y la acusación de aspirar a La Corona se utilizaba para desacreditar a los rivales políticos.

César, laureado

César, laureado

Tras su victoria en Munda, el Senado permitió a César llevar siempre la corona triunfal, hecha de laurel.  Escultura por Nicolas Coustou (1658-1733). Louvre, París.  

Foto: René-Gabriel Ojéda / RMN-Grand Palais

En los sesenta días que precedieron a su muerte, César se vio envuelto en una viscosa telaraña política –o tal vez él mismo se envolvió en ella–. Tres hechos parecieron denotar su ambición monárquica. Los dos primeros acaecieron en enero. En un caso, la estatua del dictador que se levantaba en los Rostra, la tribuna de los oradores, apareció ceñida con una diadema, una cinta blanca de seda, símbolo de la realeza. Otro día, cuando César entró en Roma tras celebrar las Fiestas Latinas en los montes Albanos fue recibido con el grito de rex, «rey».

Los tribunos de la plebe Lucio Cesecio Flavo y Cayo Epidio Marulo reprimieron la agitación monárquica: ordenaron arrancar la diadema de la estatua y apresar al primero que había llamado «rey» a César. Éste se revolvió y dijo que todo era fruto de una conspiración: los tribunos habían orquestado ambos hechos para desacreditarlo ante el pueblo y «suscitar contra su persona el odio del poder tiránico», dice el historiador Apiano, y con ello justificar su asesinato. Su respuesta fue enviarlos al exilio.

La corona rechazada

El tercer acto sucedió un mes antes del magnicidio, el 15 de febrero. Mientras César presidía la antigua fiesta romana de las Lupercales, su lugarteniente Marco Antonio le ofreció una diadema entrelazada con una corona de laurel. El pueblo mantuvo un silencio expectante hasta que César la rechazó, y entonces estalló una salva de aplausos.

El espectáculo fue hiriente. Antonio, que era cónsul, y César, que era a la vez dictador y cónsul, encarnaban la máxima autoridad de la República romana que parecían dispuestos a destruir. Se dijo que Antonio actuó así para agradar al dictador, porque deseaba que éste lo adoptase. Pero su actuación dejó en muy mal lugar a César, algo de lo que éste era consciente: según Plutarco, «al final, se levantó molesto de la tribuna y, quitándose la toga desde la garganta, gritó ofreciendo su cuello a quien lo quisiera», es decir, a quien quisiera matarlo por creer que quería ser rey.

Tal vez César no quiso ser rey, pero quedó marcado por su supuesta ambición monárquica, que justificaba su asesinato

¿Realidad o propaganda?

Pero ¿y si la diadema en la estatua de los Rostra, las aclamaciones de las Fiestas Latinas y el supuesto intento de coronación de las Lupercales hubieran sido ensayos organizados por César, que deseaba ser rey, para conocer los sentimientos del pueblo al respecto? Se ha sugerido esta posibilidad, pero también se ha dicho que el dictador ya acumulaba el poder y los atributos simbólicos de un monarca, por lo que no tenía necesidad de proclamarse rey, y más sabiendo cuánto aborrecían los romanos esa figura.

En todo caso, su supuesto coqueteo con la realeza lo dejó marcado. Al final, poco importaba que deseara o no ceñir la corona, porque su imagen quedó asociada a la monarquía, en lo que fue un triunfo de quienes conspiraron en la sombra o un fallo clamoroso de un político antes agudo y ahora cegado por la ambición.

Para saber más

El dictador, acorralado

La muerte de Julio César, el complot de los idus de marzo

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Este artículo pertenece al número 195 de la revista Historia National Geographic.