La imagen es desconcertante: un niño blanco rodeado de niños indios, con edades entre los dos y los 12 años. Ninguno sonríe, miran a la cámara con recelo. En la fotografía, en blanco y negro, contrastan la piel cobriza y los cabellos largos de los niños indios con el rostro lechoso y la cabeza rubia rapada del otro niño, el cautivo. Sus brazos caen como rendidos, mostrando escasa voluntad. En la imagen también hay tres adultos. Detrás de todos ellos asoma la estructura de una ramada a medio construir, la humilde morada de los nómadas. El suelo está reseco, apenas crecen unos hierbajos que se adivinan amarillentos.
La fotografía fue tomada en Arizona en 1886, al término de las llamadas guerras apaches (1849-1886). En su enigmática sencillez, la imagen sintetiza casi cuatrocientos años de interacciones entre indios americanos y europeos, marcadas por la guerra y el cautiverio, y también el mestizaje. El niño blanco era Santiago McKinn, hijo de padre irlandés y madre mexicana, y sus captores pertenecían a la banda de Gerónimo, el último jefe de la resistencia apache frente al arrollador avance colonizador de Estados Unidos. Los mofletes de Santiago parecen indicar que durante su cautiverio (que duró seis meses) no pasó hambre.

Tomahawk
Tomahawk de mediados del siglo XVIII. Museo Peabody Essex, Salem.
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¿Cómo fue su relación con sus captores? ¿Jugó con los otros niños? ¿Aprendió a disparar con su arco? ¿Sufrió, por el contrario, algún tipo de abuso? La fotografía no lo indica, pero el reportero que cubrió el caso escribió que Santiago «tuvo que compartir sus largas marchas, su comida escasa y poco apetitosa y todas las dificultades de una vida así. Pero no ha sido maltratado. Los apaches tratan bien a sus hijos y han sido amables con él. Lo triste es que se ha indianizado por completo». Cuando los militares quisieron llevarlo de vuelta con su familia a su rancho en Mimbres, Nuevo México, Santiago se negó a hablar otra lengua que la apache y luchó «como un animal salvaje». Sólo cuando se reencontró con sus padres aceptó separarse de los apaches.
El valor de los cautivos
Cautivos, renegados, desertores, carapálidas. Así se conoció a los cautivos de origen europeo en manos indias que, por obligación o por voluntad propia, cruzaron fronteras y culturas. El fenómeno del cautiverio en América está ligado al avance de la frontera. En el siglo XIX, en la frontera del Oeste de Estados Unidos, militares y colonos de origen europeo, acompañados por «indios amigos» y «auxiliares» en proceso de asimilación, se enfrentaban a poblaciones nativas nómadas o seminómadas: chichimecas, apaches, navajos, yutas, comanches y sioux, entre otros.
Frente a este avance colonizador, algunos grupos indios resistían asaltando las poblaciones de los colonos y las de otros indios. En los asaltos, además de llevarse objetos (armas y otros utensilios) y animales (sobre todo caballos, pero también ovejas y reses), se llevaban personas.
Entre los indígenas, tomar cautivos –principalmente mujeres y niños– servía para compensar las pérdidas demográficas constantes que sufrían debido a las enfermedades y las guerras. Los prisioneros también servirían en el futuro como moneda de cambio con otras tribus, o bien para intercambiarlos por miembros de su comunidad que habían sido apresados por los europeos.

El lago Apache
El lago Apache, en Arizona, se encuentra en el área históricamente habitada por el pueblo de los Tonto Apache.
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Lo normal era que en estos asaltos los indios mataran a los hombres y no los llevaran cautivos porque, por lo general, eran mucho más reacios a integrarse en las comunidades indígenas. Otras veces se los llevaban sólo para darse el placer de torturarlos durante días, como queda descrito en un buen número de testimonios. Si, no obstante, los hombres eran mantenidos como prisioneros, solían ocuparse de las tareas más fatigosas en los poblados indios. La idea de escapar y volver con los suyos era lo que les mantenía esperanzados y hacía que fueran cautivos poco dóciles.
Por otro lado, estos varones tenían conocimientos técnicos que eran apreciados por sus captores: podían ser carpinteros, herreros o artesanos que sabían manejar y criar caballos, construir aperos de labranza o viviendas diferentes a las suyas; también tenían experiencia en la guerra y con el manejo y la reparación de armas. De ahí que un cautivo europeo fuese especialmente valorado, sobre todo si se lograba su cooperación, algo que dependía de las dotes tanto del captor como del cautivo, de su capacidad de comunicarse y de su disposición a colaborar. De hecho, algunos hombres prisioneros acabaron felizmente integrados en su tribu de adopción.
En el siglo XIX, los indios comanche y kiowa de las grandes praderas del Oeste americano podían tener hasta un 15 por ciento de cautivos en su población. Los comanches se especializaron en asaltar poblaciones sedentarias (europeas o indias) y en tomar prisioneros, lo que después generaba un vasto comercio de intercambio, rescate y compraventa en el que participaban todos los grupos. Santa Fe, Taos, El Parral y otras poblaciones del Oeste tenían mercados en los que, además de pieles, maíz y ganado, se comerciaba con cautivos.
Niños y mujeres
Los niños, si lograban sobrevivir al trauma inicial, eran quienes mejor se integraban. Un caso famoso fue el de Herman Lehmann, un niño alemán de padres colonos que fue raptado en Texas por los indios apaches en 1870 y pasó casi una década con ellos y con otros grupos, como los comanches. Aprendió a disparar el arco, a robar caballos en los ranchos, a cabalgar a pelo, a cortar cabelleras y, sobre todo, a sobrevivir en un medio inhóspito y violento. Fue una crianza descarnada, pero estaba agradecido por la formación que había recibido y por haber sido aceptado como uno más. Volvió a la civilización por obligación y, tras una difícil readaptación, contó su extraordinaria historia en el libro Nueve años entre los indios (1870-1879).
Cientos de mujeres y niños de origen europeo fueron raptados. Para las mujeres que eran rescatadas y regresaban a la civilización, el proceso podía ser particularmente difícil. Haber convivido con indios, especialmente si habían tenido hijos con ellos (como sucedía con frecuencia), las dejaba marcadas de por vida. Tal era el estigma que muchas preferían no regresar al mundo de los europeos. En casos en que habían sido rescatadas, hubo mujeres que fueron incapaces de volver a adaptarse a la cultura occidental y escaparon para retornar con los indios.
Retorno desgraciado
Un caso famoso es el de Cynthia Ann Parker. Cynthia pertenecía a una familia de colonos que se estableció en Texas. Fue capturada, junto con otras personas, a la edad de nueve años por un grupo de cientos de guerreros comanches y kiowa que asaltó su comunidad, Fort Parker. Veinticinco años más tarde fue rescatada por los Rangers de Texas. Para entonces ya había pasado casi toda su vida con los comanches, que la habían adoptado. Casada con el jefe Peta Nocona, tuvo tres hijos con él. Su supuesto rescate provocó una gran conmoción, el gobierno de Texas le concedió tierras y una pensión anual, sus primos y hermanos estaban allí para acompañarla y acomodarla.
Cynthia Parker pasó 25 años con los comanches y tuvo tres hijos con el jefe Peta Nocona
No obstante, Cynthia ya no quería esa vida: lo único que anhelaba era regresar con su familia comanche. Trató de escapar y dejó de alimentarse como forma de protesta, pero no sirvió de nada. Murió en marzo de 1871, posiblemente soñando con su tipi en las praderas y el calor de la hoguera en las noches estrelladas. Su hijo, Quana Parker, llegó a ser el principal líder del imperio comanche; su valerosa resistencia contra el ejército de EE. UU. y su posterior capacidad negociadora no tuvieron par.

Cynthia Parker
Cynthia Parker amamanta a uno de sus tres hijos.
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Argumento para westerns con moraleja
La historiade los cautivos de indios ha sido muy tratada por el cine. El western clásico Centauros del desierto (1956), de John Ford, que se desarrolla en Texas en 1868, plasmó la búsqueda desesperada y el rescate de Debbie (Natalie Wood), una niña cautiva de los indios comanches. Cuando su tío, el veterano militar Ethan
Edwards (John Wayne), da con ella descubre horrorizado que la adolescente ahora está totalmente indianizada y no quiere regresar. Una versión opuesta se ofrece en el meritorio western revisionista Hombre (1967), centrado en un joven de ascendencia europea (Paul Newman) que de niño había sido raptado por los indios apaches chiricahuas y había crecido felizmente con ellos, y que al volver a la «civilización» descubre el robo, la crueldad y los prejuicios.
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Olive Oatman
Olive Oatman en una fotografía de 1857, con los tatuajes mohave en la barbilla.
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Los tatuajes de Olive
En 1851, una familia de mormones que migraba al Oeste, formada por el padre, la madre embarazada y siete hijos, se topó en Arizona con una banda de 19 indios. Éstos estaban hambrientos y cuando el padre no les dio pan mataron a toda la familia excepto a tres niños. Olive, de 13 años, y su hermana pequeña fueron trasladadas a un poblado y poco después vendidas a un grupo de mohaves. Mientras que su hermana murió por una hambruna, Olive se integró en los mohaves, que le tatuaron los brazos y el mentón en signo de aceptación. El hermano superviviente del ataque logró que Olive fuera liberada cinco años después.
Este artículo pertenece al número 233 de la revista Historia National Geographic.