Los cosméticos no son un invento de nuestra época. Desde edades remotas, la mujer ha procurado utilizar todos los medios a su alcance para embellecerse. En la actualidad, el uso del maquillaje está absolutamente generalizado, pero quizá nos sorprenda saber hasta qué punto formaba parte del atavío femenino en la España de la Edad Moderna.
El arreglo de una dama de entonces era largo y complejo, y tenía lugar en una habitación destinada a tal uso, llamada «tocador». El término servía en un principio para designar el gorro que hombres y mujeres usaban para dormir, pero más tarde, y por influencia francesa, se empezó a llamar de ese modo a la habitación misma en la que tenían lugar las operaciones previas al momento de acostarse y tras el despertar. El tocador era, pues, el espacio doméstico en el que las damas se acicalaban con productos que, en España, recibían los nombres de mudas, afeites o aliños. También recibía el nombre de tocador la caja, a veces muy lujosa, destinada a guardar los adornos femeninos.
Mujeres ante el espejo
Podemos imaginar fácilmente el ambiente en el que las damas se maquillaban. En el tocador, los afeites se conservaban en distintos recipientes, los cuales se desplegaban sobre una mesa vestida, es decir, cubierta por un mantel o tapete. En el centro se disponía un pequeño espejo, cuyo marco, en función de la economía familiar, podía ser más o menos lujoso. En España eran comunes los espejos con marco de ébano de Indias o de madera teñida, no faltaban los de materiales de más precio, incluida la plata. El aspecto de dichos tocadores se refleja con todo detalle en diversas pinturas flamencas y francesas de los siglos XVII y XVIII.

Juego de tocador de plata dorada que perteneció a María II de Inglaterra
Juego de tocador de plata dorada que perteneció a María II de Inglaterra. Incluye espejo, jarras, cajas, bandejas, candeleros y unas tijeras despabiladeras.
Foto: Chatsworth Settlement Trustees / Bridgeman / ACI
El ideal de belleza femenino de aquel entonces era la piel blanca y el cabello rubio, por lo que en España era una práctica relativamente frecuente que las señoras se blanquearan el rostro. Para tal fin se usaba el solimán, un cosmético elaborado a base de preparados de mercurio. Por otra parte, para aclarar el pelo se utilizaban lejías más o menos rebajadas. Pero la base fundamental del maquillaje de la época era el colorete. En España se usaba el llamado «color de Granada», que se vendía dispuesto en hojas de papel que, para su conservación, se guardaban en pequeñas tazas que recibían el nombre de salserillas. Las cejas se pintaban con alcohol y piedra mineral de color negro, y los labios, con arrebol. Con el fin de tener las manos blancas e hidratadas, se elaboraba una pasta hecha con almendras, mostaza y miel llamada «sebillo», a causa de su color blanco.
Los moralistas
En la primera mitad del siglo XVI, el franciscano y místico Francisco de Osuna criticaba con afán moralizante esas costumbres que, al mismo tiempo, nos da a conocer: «En la cabeza ponen una cofia labrada y en los cabellos cintas y rubia color; en los ojos alcohol, y en las cejas mucha orden […]. En toda la cara blanco albayalde, y en los labios y mejillas arrebol».
Los ingredientes más utilizados para fabricar cosméticos eran en su mayoría naturales y de fácil adquisición: huevos, limas, almendras, limones, raíces de lirio, pasas, miel… Pero también se empleaban productos más exóticos que tenían una larga tradición en la farmacopea, al menos desde la Edad Media, sino antes. Entre ellos, la algalia, una sustancia pegajosa y de fuerte olor que se extraía de la bolsa que tiene cerca del ano el llamado gato de algalia o civeta. Otro producto era el almizcle, sustancia untuosa que segregan algunos mamíferos, especialmente el ciervo almizclero.
Azufre, plomo, mercurio
También se empleaban minerales, de los que el azufre era, quizás, el más extendido. No cabe duda de que algunos de dichos componentes eran nocivos. Por ejemplo, el blanco que se daba al rostro podía estar elaborado a base de precipitados de bismuto o de plomo; para la fabricación del colorete se usaban minerales como el minio, el plomo, el azufre o el mercurio, entre otros, calcinados al horno. Estos preparados producían dolores de cabeza, alteraban la piel y dañaban la vista debido a su toxicidad.
Algunos productos usados para maquillarse provocaban dolores de cabeza y dañaban la piel y la vista
Se ha estimado que en Francia, a finales del siglo XVIII, cuando el negocio de la belleza estaba más profesionalizado, se vendían hasta dos millones de envases de colorete al año, que se fabricaban con presentaciones secas o líquidas. La manera de aplicarse el colorete no era un asunto baladí; de hecho, las damas de la corte de Versalles lo llevaban muy exagerado, pintándose unos llamativos cercos de rojo vivo en las mejillas.
En España encontramos referencias literarias en el siglo XVII que relatan cómo las señoras se aplicaban el colorete en cara, cuello y hombros, lo que sin duda produjo cierta perplejidad en algunos viajeros extranjeros, tal y como le ocurrió a la condesa d’Aulnoy, la cual dejó constancia, en su Viaje a España de 1679, del abuso del colorete por parte de nuestras antepasadas, de las que decía que «jamás he visto cangrejos cocidos de tan hermoso color».
Moda irresistible
Una de las damas españolas que conoció Madame d’Aulnoy le confesó que se maquillaba sólo por seguir la moda: «Cogió un frasco lleno de colorete, y con un pincel se lo puso no sólo en las mejillas, en la barba, en los labios, en las ojeras y en la frente, sino también en las palmas de las manos y en los hombros. Díjome […] que no le agradaba mucho acicalarse de tal modo y de buena gana dejaría de usar el colorete. Pero que, siendo una costumbre tan admitida, no era posible prescindir de él», pues, de no ponerse maquillaje, «por muy buenos colores que se tuvieran aparecería pálida como una enferma cuando se compararan los naturales con los debidos a los afeites de otras damas».

Pincel cosmético con mango de plata dorada
Pincel cosmético con mango de plata dorada. Finales del siglo XVII.
Foto: National Museums Scotland / Bridgeman / ACI
Pero no sólo hubo airadas críticas por el abuso de estos productos, sino también porque algunos pensaban que el maquillaje era literalmente un engaño. Un tópico de la literatura del Siglo de Oro era el reproche a la mujer que se embellecía artificialmente y, llegado el momento de ser vista sin todos sus aditamentos, provocaba en el hombre una total decepción.
El moralista Juan de Zabaleta, en su libro El día de fiesta por la mañana, publicado en 1654, ataca el empleo de cosméticos. Sitúa la acción en el tocador de una dama que se está arreglando en la mañana de un día festivo: «Pónese a su lado derecho la arquilla de los medicamentos de la hermosura y empieza a mejorarse el rostro con ellos. Esta mujer no considera que, si Dios gustara que fuera como ella se pinta, Él la hubiera pintado primero. Diole Dios la cara que le convenía y ella se toma la cara que no le conviene». Zabaleta, en la mejor tradición de la literatura misógina, aunque algo atemperada por el humor y la bonhomía, considera el maquillaje no sólo como un auténtico fraude, sino también como una alteración de la verdadera obra divina. Casi cuatrocientos años después, parece evidente que todos los que hicieron de los cosméticos el blanco de sus dardos humorísticos han perdido definitivamente la batalla.
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Una vendedora ambulante de cosméticos
En una escena de una obra de teatro de Lope de Vega, La bella malmaridada, se muestra cómo se presenta en casa de la protagonista una vieja con «un tabaque de tocados», una cesta con un amplio surtido de afeites. Como en la casa hay hombres, la vieja no quiere enseñar su mercancía, diciendo que esas «son cosas que las mujeres / siempre esconden de los hombres». Pero enseguida empieza a enumerar los artículos que trae: agua de alcanfor y azucena para dejar la tez «limpia y blanca como un cirio», «untos de gato, culebra y hombre que remoza a quien le usa», «aceite de cristal [...] para los dientes», «manteca de azahar para el cabello y el pecho», además del famoso «color de Granada» (el colorete) y el solimán, la preparación para blanquear el rostro.
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Los tocadores

Tocador
Tocador. Siglo XVII. Museo de Artes Decorativas, Madrid.
Foto: Museo Nacional de artes decorativas, Madrid
En el siglo de oro se pusieron de moda los tocadores, lujosas cajas de madera en las que se guardaban joyas o cosméticos, con incrustaciones de plata o pan de oro, divididas en compartimentos y generalmente con un espejo en la tapa.
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Abusar del colorete

La infanta María Teresa.
La infanta María Teresa, por Diego Velázquez. 1651-1654. Museo Metropolitano, Nueva York.
Foto: Metropolitan Museum, New York
Una de las cosas que más sorprendía a los ingleses que visitaron Madrid en el siglo XVII era el maquillaje de las mujeres. Según lady Anne Fanshawe, «todas se pintan de blanco y de rojo, desde la reina hasta la mujer del zapatero, viejas y jóvenes», mientras que Richard Wynn decía que «no había ni una mujer que fuera sin pintar; uno creería que llevan más bien caretas que sus propios rostros». El mismo Wynn vio cómo en una ocasión entraron en el teatro la reina Isabel de Borbón, esposa de Felipe IV, y sus damas: «Iban pintadas más que las mujeres poco agraciadas, pese a que algunas no tenían ni trece años».
Este artículo pertenece al número 229 de la revista Historia National Geographic.