Muestra de poder en la Antigua Roma

El arte, objeto de deseo de los romanos

Muchos ricos de Roma se aficionaron a comprar obras de arte para decorar sus mansiones y exhibir su poder.

El jinete de Artemisión

El jinete de Artemisión

Foto: Prisma / Album

En el siglo I d.C., Plinio el Viejo manifestaba su sorpresa porque durante muchos siglos los romanos habían colocado en sus templos sencillas estatuas de madera y terracota. Todo cambió cuando, en el siglo II a.C., Roma conquistó las tierras de Grecia y Asia Menor, «de donde venía el lujo». Desde entonces empezaron a verse en Roma, ya fuera en las residencias privadas de la aristocracia o en edificios públicos, magníficas estatuas de mármol realizadas por los mejores artistas griegos.

Fue así como los romanos, considerados hasta entonces un pueblo guerrero y de gustos rudos, descubrieron los atractivos del arte. Éste se convirtió, igual que sucede hoy en día, en un símbolo de estatus y en una mercancía, y en torno a él se desarrolló todo un mundo de compradores, saqueadores, coleccionistas e incluso falsificadores.

La primera forma que tenían los romanos de obtener obras de arte era el pillaje y el expolio. Tras una victoria militar, el general vencedor tenía derecho a apropiarse de las armas y objetos de valor del enemigo, que luego donaba a los dioses como muestra de gratitud por su protección en la batalla. Emilio Paulo, procónsul de Roma, transportó hasta Italia 250 cajas llenas de objetos artísticos tras su victoria en 168 a.C. en la batalla de Pidna (en el noreste de la actual Grecia). En 146 a.C., la conquista de Corinto por el cónsul Mumio se saldó con un saqueo al que quizá correspondan las esculturas de bronce halladas entre los restos de un barco hundido en el cabo Artemisión, al norte de Eubea, entre las que se halló una obra icónica del arte antiguo: El jinete de Artemisión.

Triunfo romano. Fresco de Perin del Vaga. Siglo XVI. Villa del Príncipe, Génova.

Triunfo romano. Fresco de Perin del Vaga. Siglo XVI. Villa del Príncipe, Génova.

Foto: DEA / Album

Botín para los templos

Los objetos expoliados en las conquistas se mostraban luego en los desfiles triunfales. Después, muchos de ellos se entregaban como exvotos a los templos. Con el tiempo fue tal la acumulación de objetos artísticos en los santuarios que los sacerdotes se vieron obligados a habilitar espacios específicos para su exposición, que se convertirían en verdaderos museos de arte. En el templo de Apolo en el Palatino, por ejemplo, se exhibían unos toros de bronce de Mirón y se rendía culto a una escultura de Apolo realizada por Escopas en el siglo IV a.C. que el emperador Augusto hizo traer desde Grecia.

Las obras que llegaban como botín de guerra también se utilizaban para decorar los conjuntos monumentales de la ciudad. Así, después de la toma de Ambracia en 189 a.C., el cónsul Marco Fulvio Nobilior confiscó unas esculturas de las Musas que, tras su desfile triunfal, pasaron a decorar un templo de Hércules que él mismo financió en el Campo de Marte.

Los jefes militares podían destinar una parte de los trofeos de guerra a su propio disfrute, decorando con ellos sus residencias. El dictador Sila, por ejemplo, aprovechó sus conquistas para crear su colección privada, en la que había piezas como el Hércules de Lisipo, que había pertenecido previamente a Alejandro Magno.

Paralelamente se desarrolló en Roma un mercado artístico privado. A finales de la República y durante el período imperial fue aumentando la demanda de obras de arte por parte de personas de alto poder adquisitivo. Para una parte de ellas, el arte era una mera forma de presumir de riqueza. El personaje de Trimalción, que Petronio inmmortaliza en su relato Satiricón, retrata a la perfección el comportamiento de aquellos nuevos ricos romanos, que se rodeaban de objetos lujosos por pura vanidad en su afán de emular a la aristocracia de rancio abolengo.

Otros, en cambio, eran coleccionistas cultos, capaces de valorar las obras por sí mismas. Eran los llamados philókaloi, «amantes de lo bello», hombres que llegaban a invertir grandes sumas de dinero en todo tipo de objetos artísticos. Se sabe así que Cicerón llegó a contraer grandes deudas debido a la gran inversión que hizo en estatuaria griega para decorar sus distintas villas y jardines.

Afrodita. Copia romana de un original griego. Museo Británico, Londres.

Afrodita. Copia romana de un original griego. Museo Británico, Londres.

Foto: Alamy / ACI

Marchantes romanos

Para atender esa demanda surgieron comerciantes especializados, los que hoy llamaríamos marchantes. A menudo se trataba de familias con miembros destacados en los lugares donde el mercado era más floreciente, o con libertos repartidos por Atenas y el Egeo encargados de comprar obras. Es el caso de la que quizá sea la familia que más se enriqueció con el negocio del arte: los Cossutii, cuyos libertos dejaron su firma en varias esculturas, réplicas de originales, halladas en distintos puntos de Italia.

Estos comerciantes, o sus legados en Grecia, enviaban las obras a Italia por mar y disponían de almacenes en los puertos de origen para depositarlas hasta el viaje. De hecho, en el puerto ateniense de El Pireo se halló una escultura de Atenea, una de Apolo, dos de Artemisa y una máscara trágica, todas de bronce, dispuestas en su almacén para un viaje que nunca pudieron realizar debido a un incendio a inicios del siglo I a.C.

El traslado de las piezas por mar era arriesgado. En una carta a su amigo Ático, Cicerón explicaba que había adquirido una serie de esculturas atenienses para decorar su villa, pero que le preocupaba que la mercancía no llegara a Italia. Por los mismos años en que escribía el orador se hundió en aguas del Egeo, frente a la isla de Anticitera, un navío cargado con decenas de estatuas de bronce y mármol que salieron a la luz en 1900.

Los artesanos hacían réplicas de estatuas griegas a partir de moldes de los originales

Era habitual que las obras con las que se traficaba fueran réplicas realizadas expresamente para la clientela romana. Diferentes talleres, instalados no sólo en Grecia, sino en
la propia Italia, se especializaron en la realización de copias de la más famosa estatuaria griega. Para ello, las tiendas-talleres contaban con las «formas» o moldes de las piezas originales, a partir de los cuales se hacían réplicas a diferentes tamaños. Éstas constituían un variado catálogo que se ofrecía a los clientes para que eligieran las más apropiadas.
En uno de estos talleres, ubicado en la ciudad de Bayas (cerca de Nápoles), se hallaron algunos moldes de estatuas griegas famosas.

Los comerciantes y artesanos recurrían a artimañas para elevar el precio de las obras. A veces se hacían pasar las copias por originales poniéndoles una firma falsa. El autor latino Fedro, liberto de Augusto, explica que él firmaba sus fábulas con el nombre de «Esopo» para dar mayor autoridad a sus historias, «igual que algunos artesanos de nuestro tiempo, que obtienen un mayor precio por su trabajo si inscriben en una estatua de mármol el nombre de Praxíteles». Se vendían por un precio desorbitado copas, vajillas o esculturas que se decía habían pertenecido a personajes célebres como Aristóteles o Alejandro Magno. La publicidad engañosa y la especulación no son algo propio de nuestro tiempo: ya eran parte intrínseca del mercado artístico en la antigua Roma.

Galería de escultura en Roma. Óleo por Lawrence Alma-Tadema. 1867.

Galería de escultura en Roma. Óleo por Lawrence Alma-Tadema. 1867.

Foto: Alamy / ACI

---

La justicia condena al saqueador

Los romanos no aceptaban siempre la legitimidad de los saqueos artísticos. En 70 a.C., los sicilianos presentaron en Roma una denuncia contra Verres por las exacciones que cometió en la isla siendo pretor y Cicerón se encargó de la acusación. «Yo afirmo que en toda Sicilia no hubo un solo vaso de plata, un solo bronce de Corinto o Delos, ni piedra preciosa, ni perla, ningún objeto de oro o marfil, ni estatua de bronce o de mármol, ni pintura, ni tabla, ni tapiz que él no rebuscase, que Verres no escudriñase y que no se llevase, si fue de su agrado». Cicerón extendía incluso su denuncia: «¿Hay alguna estatua, alguna pintura que no haya sido robada a los enemigos a los que hemos derrotado en la guerra?»

---

Arte a golpe de talonario

En la antigua Roma, los grandes coleccionistas estaban dispuestos a hacer desembolsos millonarios por sus obras preferidas. Las fuentes atestiguan que Craso pagó 100.000 sestercios por una serie de copas de Mentor, Cicerón pagó 20.400 sestercios por un conjunto de estatuas griegas y Hortensio invirtió 144.000 sestercios en una pintura de los Argonautas cuyo autor era Cidias. Otro gran coleccionista y amante del arte fue Julio César; según Suetonio, «coleccionó piedras preciosas, vasijas labradas en oro y plata, estatuas y cuadros de factura antigua siempre con gran pasión».

---

Una galería de escultura en Herculano

En la villa de los Papiros de Herculano se halló una sensacional colección de estatuas de bronce que incluía representaciones de dioses, héroes, atletas, gobernantes, ciudadanos e intelectuales. Muchas eran réplicas de originales de época clásica, helenística e incluso arcaica.

Este artículo pertenece al número 213 de la revista Historia National Geographic.

Para saber más

Odiseo.

El tesoro sumergido de Anticitera

Leer artículo