Vida cotidiana

Los amigos de lo ajeno en la antigua Atenas

En la capital del Ática abundaban los rateros, carteristas y ladrones de casas, además de estafadores de mercado

dracma

dracma

Reverso de tetradracma de plata ateniense.

Foto: Scala, Firenze

En la Atenas clásica existía una amplia variedad de individuos denominados kakourgoi, literalmente malhechores. Muchos eran ladrones de diversos tipos: simples rateros, carteristas o ladrones de mantos que actuaban en espacios públicos, butroneros o ladrones de casas, ladrones de templos... La ciudad daba cobijo también a un buen número de timadores y estafadores, desde taberneros que escatimaban vino a sus clientes a pescaderos que trataban de hacer pasar por fresco su pescado pasado.

La ciudad de Atenas daba cobijo a un buen número de timadores, estafadores y ladrones de diversos tipos.

Estos últimos gozaban de especial mala fama en la comedia, donde a menudo se alude a las tretas que empleaban para burlar la prohibición de humedecer el pescado a fin de que pareciera recién capturado, como en la siguiente anécdota del cómico Jenarco: «Un individuo [...], al ver que el pescado se le secaba, organizó una pelea entre ellos [los pescaderos], adrede, sin duda alguna. Hubo golpes, y tras hacer como que había recibido una herida mortal, cae al suelo. Y fingiendo estar sin sentido yacía entre el pescado. Mas alguien grita: “¡Agua, (agua)!”. Alza al punto una vasija uno de sus compañeros de oficio y vierte justo encima de él un poquito, y sobre el pescado todo lo demás: dirías que lo acababan de pescar».

Hermes en reposo

Hermes en reposo

En la Atenas clásica no existía la distinción entre delitos y crímenes que sí se encuentra en Roma, ni un término específico para referirse a la delincuencia o al crimen. Los que más se aproximan son kakourgemata, malas acciones o delitos, y kakourgoi, malhechores.

Foto: Museo Arqueológico Nacional, Nápoles

Los bajos fondos

Los puestos de venta de pescado y, especialmente, aquellos donde se vendía el producto más caro, eran el lugar de reunión por excelencia de carteristas, robamantos, butroneros y otros ladrones, quienes acudían a tales negocios a gastar el dinero que habían ganado de manera ilícita. Es posible, además, que en el ágora hubiera un mercado clandestino donde se comerciaba con productos robados.

La literatura menciona la presencia en las calles de Atenas de carteristas (ballantiotomoi) y de otros pequeños ladronzuelos (kleptai), tal y como se deduce, por ejemplo, de la advertencia que hace uno de los personajes de Los acarnienses de Aristófanes a una joven que participa en la celebración de un festival: «Avanza y guárdate muy bien entre el gentío de que nadie te birle las joyas de oro sin darte cuenta».
También parece haber sido frecuente la actividad de los ladrones de casas. Los textos suelen definirlos como «butroneros» (toychorichoi) dado que rara vez penetraban en las viviendas forzando puertas o ventanas, que estaban más custodiadas y protegidas mediante hechizos, sino que lo hacían practicando un agujero en las paredes de adobe o aprovechando algún vano de ventilación en el tejado.

Así es como, según contaba Heródoto, un ladrón se coló en la cámara del tesoro del legendario rey de Egipto Rampsinito. Al modus operandi de esta clase de asaltantes se refiere igualmente el orador Demóstenes, quien responde así a las chanzas del butronero Broncíneo por quedarse trabajando hasta tarde: «Sé que es fastidioso [robar en la casa] con la lámpara encendida [...]. No os extrañéis [atenienses] de los robos que se cometen si tenemos ladrones de bronce y paredes de barro».

Los dioses tampoco estaban libres de sufrir pequeños hurtos, o al menos esto es lo que se desprende del relato de Aristófanes sobre el robo de las ofrendas de Asclepio por parte del esclavo Carión, quien, famélico, aprovecha una noche en que duerme en el templo del dios para hacerse con las gachas que le estaban consagradas: «Me puse en pie y fui hacia la escudilla de gachas [...]. Y ya entonces me zampé yo una buena ración [...] y luego, cuando ya estuve harto, lo dejé».

Atenas vista

Atenas vista

Además de magníficos monumentos como la Acrópolis, Atenas también albergaba barrios miserables donde la delincuencia estaba a la orden del día.

Foto: Anton Petrus / Getty Images

Los ladrones de mantos (lopodytai) ocupan también un lugar destacado en la literatura de la época, que los sitúa llevando a cabo sus fechorías en las calles de Atenas, pero sobre todo en los baños y en los gimnasios, donde su actividad vendría facilitada por el trasiego de personas y la falta de vigilancia de las vestimentas, que si no había vestuarios o apodyteria eran depositadas en el mismo suelo o colgadas en postes o en las ramas de los árboles.

Los dioses tampoco estaban libres de sufrir pequeños hurtos. El propio mito recoge cómo el taimado dios Hermes habría robado las túnicas de su madre y de su tía durante el baño.

El propio mito recoge cómo el taimado dios Hermes habría robado las túnicas de su madre y de su tía durante el baño. En Los caballeros, Aristófanes hace decir a uno de los personajes, el Morcillero, que había aprendido a «robar y a perjurar» en el gimnasio. Aristóteles, por su parte, alude a la sustracción de mantos y de otros pequeños enseres, como pomadas o ungüentos, en el Liceo, la Academia y el Cinosarges (un gimnasio público). En una línea similar, el historiador Diógenes Laercio pone en boca del cínico Diógenes las siguientes palabras, dirigidas a un ladrón que «trabajaba» en los baños: «¿Vienes a por un pequeño ungüento o a por otro vestido?».

Los ladrones de mantos actuaban sobre todo en baños y gimnasios.

Sócrates, filósofo y ladrón

Aristófanes también presentó al filósofo Sócrates como un vulgar ladrón. En un pasaje de su comedia Las nubes, uno de los discípulos de Sócrates refiere cómo su maestro, sin tener nada que ofrecerles de cena, se habría servido de una argucia para robar disimuladamente un manto durante una de sus lecciones de geometría: «Extendió sobre la mesa una fina capa de ceniza [...], luego cogió un compás y afanó un manto de la palestra». Esta imagen de Sócrates como ladrón la repite el cómico Éupolis, quien se burla del filósofo afirmando que, pese a su pobreza, nunca le preocupaba conseguir alimento. Éupolis añade, además, que en una ocasión Sócrates habría robado una jarra de vino de un banquete.

Muerte al malhechor

Los robos anteriores podían ir acompañados de violencia. Así, en un pasaje de Las aves, de Aristófanes, se comenta: «Si algún mortal se topa de noche con el héroe Orestes, éste le deja desnudo y con una buena zurra en todo el costado». Probablemente el dramaturgo se refiere a un conocido ladrón de mantos y no al héroe trágico.

Las leyes atenienses castigaban con gran dureza a los malhechores. El presunto o probado kakourgos era arrestado y llevado ante los Once, un cuerpo especial de magistrados de Atenas al que correspondía la orden de ejecutar a los maleantes cuando reconocían su culpa o cuando ésta era evidente. También mantenía en prisión, a la espera de juicio, a aquéllos cuya culpabilidad aún no había sido demostrada. Estos juicios eran competencia de los tribunales populares, una institución relativamente similar a los modernos juicios por jurado. Los jurados, que actuaban también como jueces, escuchaban los diferentes alegatos y emitían un veredicto. Si el acusado era declarado culpable, se le condenaba a la pena capital.

Para saber más

La Hetera Friné

La pasión de los atenienses por los juicios

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Los atenienses reservaban a los kakourgoi una muerte lenta y dolorosa, conocida como apotympanismos, que también se aplicaba a los traidores. Este castigo era semejante a la crucifixión, con la salvedad de que el reo era colocado en un tablero de madera que no necesariamente tenía forma de cruz, y sus extremidades no eran clavadas en él sino sujetas con grilletes, que también se colocaban alrededor del cuello. La agonía se prolongaba durante días, hasta que el condenado fallecía por las heridas que los hierros causaban en sus carnes, el hambre, la sed o las inclemencias del tiempo. Considerados como una amenaza cívica, los pequeños ladrones se veían abocados en la antigua Atenas al mismo terrible destino que los grandes criminales.

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Ladrones Atenas

Ladrones Atenas

Dos ladrones tratan de robar a un anciano el cofre sobre el que está tumbado, ante la mirada aterrorizada de un esclavo. Escena de comedia en una crátera del pintor Asteas. Siglo IV a.C. Museos Estatales, Berlín.

Foto: BPK / Scala, Firenze

Hermes, un ladrón entre los dioses del Olimpo

famoso por ser el mensajero del Olimpo, Hermes es también el dios de la astucia y de los ladrones. Así lo evidencia el episodio del robo de los bueyes de su hermano Apolo. Según el mito, siendo apenas un recién nacido, Hermes se habría escapado una noche mientras su madre, la pléyade Maya, estaba durmiendo. Llegado a Tesalia, el joven dios habría robado los rebaños de Apolo y los habría escondido en una cueva. Para evitar que su hermano pudiera seguir sus huellas, Hermes habría obligado a los animales a caminar marcha atrás. Apolo, sin embargo, terminó por descubrir al ladrón y exigió justicia a Zeus. A modo de compensación, Hermes ofreció a Apolo su lira y éste, a cambio, le regaló sus bueyes y su cayado de pastor, con el que Hermes fabricó su caduceo.

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El ladrón y el perro

El ladrón y el perro

Fábula del perro y el ladrón, Esopo. Grabado italiano. Museo del Louvre, París.

Foto: Tony Querrec / RMN-Grand Palais

El ladrón y el perro

El gran fabulista griego Esopo menciona a los asaltantes de casas en dos de sus fábulas: Los ladrones y el gallo y El ladrón y el perro guardián. Esta última dice así: «Un ladrón vino por la noche para robar en una casa. Trajo consigo varias rebanadas de carne a fin de pacificar al perro guardián, de modo que no alarmara a su patrón ladrando. Cuando el ladrón le lanzó los pedazos de carne, el perro dijo: “Si piensas callarme la boca, estás completamente equivocado. Esta bondad repentina de tus manos sólo me hará más vigilante, no sea que bajo estos favores inesperados hacia mí, obtengas beneficios especiales en ventaja tuya y en perjuicio de mi patrón”».

Este artículo pertenece al número 197 de la revista Historia National Geographic.