A finales del siglo XIV, los ejércitos de la nueva dinastía de los Ming, que había expulsado del poder a la dinastía mongola de los Yuan, avanzaron sin piedad por el suroeste de China. Las familias de comerciantes musulmanes llegadas desde Asia Central con los mongoles dos siglos atrás pagaron un alto precio por ello: largas hileras de niños huérfanos capturados por las tropas imperiales fueron enviados a Nankín para ser castrados e incorporados al servicio de la corte. Entre ellos se hallaba el joven Ma He.
Siguieron años de guerras constantes contra los mongoles del norte y de luchas fratricidas, que culminaron en la guerra civil que entronizaría a un nuevo emperador: Yongle. Fueron años duros en los que eunucos como Ma He jugaron un papel muy destacado en la guerra y en la política exterior. Sus cualidades militares y organizativas no tardaron en convertirlo en hombre de confianza del también joven príncipe, quien, en pago a sus servicios, le concedió un nuevo apellido: Zheng He.

Mapa que muestra los viajes de Zheng He.
Mapa que muestra los viajes de Zheng He.
Foto: iStock
La mayor flota de la historia
Conseguida la paz, Yongle buscó la gloria. Y ésta, desde la dinastía Song, en el siglo XI, incluía el poderío naval. En 1400, hacía ya cuatro siglos que China controlaba el comercio del Índico gracias a sus enormes barcos con varios mástiles y centenares de tripulantes, y en sus grandes puertos convivían todas las razas y religiones implicadas en las rutas transoceánicas. Pero esta trepidante actividad comercial inquietaba más que satisfacía a la nueva y autocrática dinastía Ming. Los ministros confucianos, en particular, denunciaban el comercio privado y abogaban por la revitalización del comercio tributario, un tipo de intercambio que debía servir para hacer reconocer la soberanía china en ultramar.
Los ministros confucianos, en particular, denunciaban el comercio privado y abogaban por la revitalización del comercio tributario.
Yongle concibió la idea de unas ambiciosas expediciones marítimas por el sureste de Asia. Sus objetivos eran múltiples: afianzar el control chino sobre esa zona, limpiar el mar de piratas, asentar las comunidades chinas que ya existían en las costas de los mares del sur y, de paso, asegurarse de que ningún superviviente de las luchas fratricidas que le habían aupado hasta el trono buscase aliados en alguna corte ribereña.

Retrato del emperador Yongle, de la dinastía Ming.
Retrato del emperador Yongle, de la dinastía Ming.
Foto: PD
También era un modo de anticiparse a la enorme amenaza que se alzaba por Occidente, la de Tamerlán, quien, con capital en Samarcanda, había forjado un imperio que llegaba hasta las costas del Índico y el Próximo Oriente. De hecho, Tamerlán planeaba la conquista de China, proyecto que sólo frustraría su muerte prematura en 1405.
Barcos cargados de regalos
Desde principios de su reinado, Yongle envió expediciones marítimas –dirigidas siempre por eunucos– a Vietnam y Sumatra. Pero todo ello no constituyó más que el preludio de las siete colosales expediciones que zarparían entre 1405 y 1431. Yongle encomendó la empresa a Zheng He, convertido en uno de sus eunucos de mayor confianza, experimentado militar y organizador probado, que se había distinguido por sus dotes militares en la toma de Nankín. Eran las cualidades que se requerían para dirigir una empresa que iba a movilizar la mayor flota de la historia, de entre 200 y 300 barcos, mucho mayor que la Armada Invencible de Felipe II, dos siglos posterior.

Los barcos de la flota de Zheng He. ilustración del primer volumen de Tian Fei Jing.
Los barcos de la flota de Zheng He. ilustración del primer volumen de Tian Fei Jing.
Foto: PD
Los barcos iban cargados de obsequios –principalmente cerámicas y sedas– con los que sellar los acuerdos del comercio tributario. A cambio, los expedicionarios chinos obtendrían productos exóticos, sobre todo artículos medicinales que China necesitaba, y que eran valorados y conservados por un cuerpo de 190 médicos que acompañaba a la armada. También distribuyeron cantidades ingentes de papel moneda (con el que asegurar la preeminencia comercial china en el circuito del Índico), así como el calendario chino para que los estados tributarios pudieran cumplir a tiempo con las obligaciones rituales marcadas.
Los barcos iban cargados de obsequios, principalmente cerámicas y sedas, con los que sellar los acuerdos del comercio tributario.
Las sucesivas expediciones de Zheng He hicieron escala en Vietnam y en Malaca. En Sumatra, por ejemplo, los chinos intervinieron para acabar con un nido de piratas que amenazaba las rutas del comercio tributario. Ceilán –donde Zheng He instaló en el trono a un sultán más favorable a los intereses chinos– y la India fueron también puntos habituales de desembarco; casi un siglo después, en la India, Vasco da Gama oiría una historia sobre gigantescos barcos con hombres de tez clara que habían recalado allí antes que ellos.
Devoto de Tianfei
En la quinta expedición, Zheng He llegó a las costas de Somalia, donde un puñado de indígenas contempló estupefacto cómo desde el horizonte emergían palacios mayores que cualquiera de sus poblados. Del enorme prestigio que acompañó a los recién llegados dan fe todavía hoy las tumbas de los Wassini, decoradas con fragmentos de la cerámica blanca y azul de los Ming.
En la última de las siete expediciones, una parte de la flota, que recaló en Ormuz, se desvió para cumplir con la obligación de peregrinar a La Meca. Esta avanzadilla estaba formada por algunos de los eunucos más preeminentes de la expedición y de ella nos ha quedado el testimonio de uno de sus cronistas, Ma Huan –otro musulmán–, que iba en ella. Pero Zheng He no fue. No conocemos qué vestigios le quedaban de la fe musulmana de sus mayores.
En la última de las siete expediciones, una parte de la flota, que recaló en Ormuz, se desvió para cumplir con la obligación de peregrinar a La Meca.

La diosa Tanfei salva un barco durante una tempestad. Pintura del siglo XVIII.
La diosa Tanfei salva un barco durante una tempestad. Pintura del siglo XVIII.
Foto: PD
De hecho sabemos que sentía simpatía por el budismo –hasta el punto de adoptar un nombre budista, San Bao, "los Tres Tesoros"–, pero su devoción parece que se concentró sobre todo en Tianfei, una diosa de la religión popular china, protectora del mar y de los marineros, aún hoy muy presente en las costas del sur de China. A ella dedicó una gran estela conmemorativa de sus viajes y a ella se encomendaba cada día el grueso de la tripulación, mayoritariamente procedente de las cos- tas del Fujian, donde los templos a Tianfei proliferaban en todos los puertos.
Enemigos en la corte
Gracias a estas expediciones, completadas con otras que llegaron incluso a los minúsculos principados de las Filipinas, China puso un poco de orden en el Índico y estableció estrechos lazos con algunos importantes centros de suministro. El riquísimo sultán de Borneo fue a China en persona, y tras fallecer de improviso fue enterrado con pompa y boato en Nankín. También llegaron a China algunos animales exóticos, entre ellos la jirafa, identificada como el qilin, una criatura mítica. Pero las expediciones pesaban terriblemente sobre las finanzas del país y suscitaron rechazo en la corte de Yongle. Sus funcionarios, que habían cursado largos estudios y habían sido seleccionados por severísimos exámenes, las consideraban nefastas por innecesarias y por el poder que otorgaban a los eunucos que las guiaban.
Las expediciones pesaban terriblemente sobre las finanzas del país y suscitaron rechazo en la corte de Yongle.

Tribute Giraffe with Attendant
Una jirafa como la que llegó a la corte del emperador Yongle.
Foto: PD
Yongle promovió seis expediciones; a su muerte, su sucesor, Hongxi, se apresuró a abandonar tales empresas. Pese a ello, el siguiente emperador, Xuande, encargó a Zheng He en 1431 un nuevo viaje, que sería el último. Zheng He murió en el mar, tal vez a causa de alguna de las frecuentes epidemias que se declaraban en estos grandes barcos –lo que explicaría el batallón de médicos que llevaban consigo–. Desde entonces, los funcionarios confucianos consiguieron que las expediciones se enterrasen para siempre. Los cuadernos de bitácora de Zheng He se destruyeron y los grandes barcos –que no pudieron reaprovecharse para patrullar los ríos– se abandonaron en las afueras de Nankín; allí se encontró, a finales del siglo XX, un brazo de timón de once metros de largo, único testimonio que ha quedado de aquellos palacios flotantes.
China opta por el aislamiento
La misma figura de Zheng He cayó pronto en el olvido. Cuando 150 años mástarde los castellanos llegaron a los mares del sur, el recuerdo de aquella enorme armada flotaba todavía en el aire, especialmente entre las decenas de miles de chinos del Fujian que acudieron a comerciar con Manila; en 1587, González de Mendoza recogía todavía un vago recuerdo de grandes barcos chinos que habían llegado a la India. Pero veinte años después Matteo Ricci, un jesuita profundamente introducido en los medios confucianos, negaba rotundamente su existencia.
En 1587, González de Mendoza recogía todavía un vago recuerdo de grandes barcos chinos que habían llegado a la India.

Tumba de Zheng He en Nankín.
Tumba de Zheng He en Nankín.
Foto: PD
China renunció a su poderío naval porque le pareció irrelevante y caro, y porque los confucianos temieron que diera demasiado poder a los eunucos que dirigían las expediciones. Pero es importante recordar que China ostentó esta supremacía naval y que renunció a ella por motivos internos justo cuando los primeros barcos portugueses enfilaban hacia las costas septentrionales de África. La decisión de abandonar estos viajes, tras las gestas de Zheng He, cambiaría la historia de China y del mundo, proporcionando a otros una ventaja decisiva en la exploración de las rutas marítimas y la colonización de nuevos continentes.