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Colecciones del Museo del Louvre
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Vista en perspectiva de la fachada de la Sorbonne, la universidad más emblemática de París (Francia).

Colecciones del Museo del Louvre

Curiosidades de la historia: episodio 153

¿Cómo vivían los estudiantes en el siglo XVII?

Entre los 10 y los 18 años los chicos estudiaban en colegios, con maestros mal pagados que solo les enseñaban latín.

Entre los 10 y los 18 años los chicos estudiaban en colegios, con maestros mal pagados que solo les enseñaban latín.

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Vista en perspectiva de la fachada de la Sorbonne, la universidad más emblemática de París (Francia).

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TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST

En los siglos XVI y XVII se hicieron importantes esfuerzos para extender la educación primaria a través de una nueva red de escuelas parroquiales, gratuitas o muy económicas, que enseñaban a leer, escribir y calcular.

La educación secundaria, en cambio, continuó limitada a las familias económicamente privilegiadas, como las de la nobleza y la burguesía media y alta, que de esta forma buscaban facilitar el acceso de sus hijos a carreras profesionales de elevado prestigio, como la judicatura, la administración o la Iglesia.

Encerrados en el colegio

La educación secundaria se impartía en los colegios. Originalmente éstos eran residencias de estudiantes universitarios que con el tiempo fueron asumiendo funciones de enseñanza preuniversitaria. Su ejemplo fue imitado en muchas ciudades, donde se crearon colegios, financiados y controlados por los municipios o bien administrados por órdenes religiosas, como los de los jesuitas, que llegaron a ser los más prestigiosos.

Los alumnos ingresaban en los colegios en torno a los diez años, generalmente en régimen de pensión, sobre todo los que procedían del campo o de pequeñas poblaciones y se trasladaban a estudiar a una ciudad mayor. En Francia, el destino preferido era París, que en el siglo XVII poseía unos cincuenta colegios, de desigual tamaño y reputación.

Durante los ocho años que duraba el ciclo completo de educación secundaria, el alumno vivía prácticamente encerrado en el colegio, bajo una disciplina muy estricta que aparece detallada en los estatutos de los colegios de París promulgados en 1598 y revalidados posteriormente. Por ejemplo, estaba prohibido salir del colegio sin permiso del director, por lo que había un vigilante en la entrada.

 

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La biblioteca de la Sorbonne de París.

Cordon Press

Las puertas del colegio se cerraban a las nueve de la noche y el portero entregaba las llaves al director. Los pensionados debían asistir cada día a misa y comían también diariamente con el director del colegio y los profesores.

Además, estaba prohibida la lectura de libros profanos, e incluso se establecía que el director del colegio y sus subordinados debían visitar cada mes las habitaciones de los pensionados para cerciorarse de que no escondían libros «de doctrina sospechosa, de armas o de otros objetos contrarios a la disciplina escolástica».

Este enclaustramiento era a veces muy difícil de sobrellevar para los jóvenes. «Estaba más encerrado que un religioso en el claustro, y estaba obligado a encontrarme en el servicio divino, en la comida y en la lección a ciertas horas, pues todo estaba acompasado», dice el protagonista de una novela publicada en 1623, Francion, recordando su estancia en un colegio de París.

Y aunque los estatutos exigían que las pensiones dieran un buen trato a los chicos y hasta que las instalaciones estuvieran relucientes, en la literatura del período es un tópico el pobre pensionado hambriento porque el administrador de la pensión escatimaba todo lo posible en la comida. El protagonista de Francion cuenta cómo cada día ocho alumnos tenían que repartirse un miserable muslo de pollo, se les iba la vista tras el pan de misa y no les daban leña para calentarse en invierno.

Inmersión en el latín

Al llegar por primera vez al colegio, se examinaba al alumno para asignarle la clase que le correspondía por sus conocimientos. En Francia había seis clases, numeradas en sentido inverso, de 6ª a 1ª. Las clases 6ª a 3ª se llamaban de gramática; la 2ª era de humanidades y la última, de retórica. A continuación, se cursaban dos años de filosofía, un ciclo «preuniversitario» que no todos los colegios ofrecían.

A su término se obtenía el título de bachiller, que permitía estudiar una carrera universitaria, de derecho, medicina o teología. En esta época no había asignaturas como hoy las conocemos. Las clases se basaban en el estudio de textos literarios de la Antigüedad, a partir de los cuales los profesores enseñaban las reglas de la gramática y hacían practicar a los estudiantes ejercicios de traducción y redacción. La única diferencia entre las distintas clases era el grado de dificultad de los textos.

El objetivo era que los estudiantes aprendieran a leer, escribir y hablar en latín (a veces también en griego), lengua indispensable entonces si uno quería dedicarse al derecho o hacer carrera en la Iglesia.

Por ello, toda la actividad en la clase debía desarrollarse en latín: «Cuando un profesor o un pedagogo interrogue a un alumno, le dé una orden o le dirija una observación, debe hacerlo en latín». Incluso los alumnos estaban obligados a hablar en latín entre ellos. El uso de la lengua vulgar se consideraba una falta tan grave como no asistir a misa, y quien lo hacía era incluido en una lista de infractores que cada semana un vigilante presentaba al director del colegio.

Profesores y alumnos

La disciplina en las clases era estricta. El profesor llevaba una vestimenta ceremoniosa, con un birrete, una túnica que le llegaba a los talones con largas mangas y una esclavina (una especie de capa corta que se ponía sobre los hombros). Los estudiantes debían llevar un gorro redondo y el vestido sujeto con un cinturón.

Los estatutos instaban al profesor a no bromear ni tener un trato de familiaridad con los alumnos. Los castigos físicos eran habituales. El protagonista de la ya citada novela, Francion, recordaba que tuvo un profesor «de aspecto terrible, que se paseaba siempre con una vara en la mano, de la que sabía servirse mejor que nadie».

Cuando a los escolares les tocaba en suerte un profesor de este tipo debían armarse de paciencia porque tendrían el mismo docente durante todas las horas lectivas y todo el año escolar, aunque al parecer existió la costumbre de que hubiera un profesor por la mañana y otro por la tarde. Al igual que se hacía en las universidades medievales, los alumnos pagaban a sus profesores, en teoría voluntariamente, aunque de hecho había tarifas según el nivel del curso y si el estudiante era pensionado o externo.

El salario que resultaba de esto era a menudo bastante escaso, y ello repercutía, obviamente, en la calidad del profesorado, al menos en los colegios menos prestigiosos. El protagonista de Francion comenta sobre un profesor que tuvo un año que «era el mayor asno que nunca haya subido a una cátedra. No nos explicaba más que tonterías, y nos hacía emplear el tiempo en un montón de cosas inútiles».

Dos semanas de vacaciones

El horario escolar era extenso. Según los estatutos citados, en los colegios de París se daban seis horas de clase cada día: de seis a siete de la mañana, de ocho a diez, de doce a la una de la tarde y de tres a cinco. Un reglamento de 1626 marcaba una distribución distinta: de ocho a once de la mañana y de dos a cinco de la tarde (de tres a seis en primavera y verano).

Se establecía asimismo que cada día habría una hora de repaso dedicada a «aprender los preceptos y las reglas y a profundizarlas con el profesor», y otras dos horas, una por la mañana y otra por la tarde, destinadas a «componer verso o trozos de prosa y a disputar». Los sábados también había clase, aunque sólo por la mañana.

Según el mismo reglamento, ese día se hacía un control del progreso de los alumnos, que debían «recitar de memoria lo que han aprendido durante toda la semana y serán interrogados con celo sobre lo que importa particularmente saber». Incluso se establecía que debían presentar al director del colegio «las composiciones que hayan hecho, y se castigará a los que no puedan presentar al menos tres tesis o trozos de francés traducidos en griego o en latín y firmados por su profesor para evitar toda superchería».

En cambio, las vacaciones escolares eran sorprendentemente cortas para lo que hoy en día es habitual: los estudiantes de gramática apenas tenían quince días, del 14 de septiembre al 1 de octubre; los de retórica y humanidades, tres semanas, del 7 de septiembre al 1 de octubre, y los de filosofía contaban con un mes de vacaciones. Hay que tener en cuenta, no obstante, que en el calendario religioso de la época abundaban los días festivos, por lo que durante el año tanto alumnos como profesores disfrutaban de días de descanso adicionales.