Durante los siglos XVI y XVII, unos 450.000 españoles se vieron empujados a cruzar el océano en una peligrosa travesía. No sólo eran varones: las mujeres llegaron a ser el 30 por ciento de los viajeros. El trayecto duraba unos 40 días en condiciones normales, pero se podía alargar 10 o 15 días si había algún percance meteorológico, lo que aumentaba los padecimientos de los pasajeros.

Protección celestial
Pintada para la Casa de la Contratación, la Virgen de los Navegantes protege a los marinos y sus barcos. Alejo Fernández. 1531-1536.
Foto: AGE Fotostock
Cronología
Viajes de costa a costa
1503
Los Reyes Católicos fundan en Sevilla la Casa de la Contratación, que controlará el tráfico y la navegación con las Indias.
1522
Debido a los ataques piratas, España organiza un sistema de convoyes para el viaje de ida y vuelta a las indias.
1564
Regulación del sistema de flotas americanas: la de Nueva España zarpa en abril, y la de Tierra Firme, en agosto.
1650
Desde 1504 hasta esa fecha, han cruzado el Atlántico en ambos sentidos unas 18.000 embarcaciones.
1680
Cádiz deviene también puerto de llegada para los barcos de América, y en 1717 se trasladará aquí la Casa de la Contratación.
1681
Cerca de La Habana, un huracán hunde la Armada de la Guarda de la Carrera y fallecen en torno a 1.500 personas.
Embarcarse legalmente obligaba a realizar tediosos y largos trámites. El primer paso consistía en conseguir la licencia de embarque en la Casa de la Contratación de Sevilla, la institución que controlaba el tráfico marítimo con las Indias. Para obtenerla era requisito indispensable que el viajero realizara en su localidad natal una probanza en la que se detallase su condición de cristiano viejo, esto es, que sus antepasados no eran musulmanes ni judíos. Una vez que los oficiales verificaban que el solicitante no era de los prohibidos, ni tenía impedimentos, se expedía por escrito la citada licencia.
Sin embargo, los trámites no acababan ahí. El segundo paso consistía en contratar el pasaje con algún maestre o dueño de navío, formalizándolo ante un escribano público. Había que disponer de dinero para pagar tanto el billete, que era bastante caro, como los emolumentos del notario. En el siglo XVI, el precio medio del pasaje se situó en torno a los 7.500 maravedís por persona, unos 2.600 euros de nuestro tiempo, aunque el importe solía variar dependiendo del destino, del tipo de alojamiento y de si incluía o no la alimentación.

Astrolabio usado por los marinos para fijar la posición y altura de las estrellas. Obra de Gualterus Arsenius.Siglo XVI.
Astrolabio usado por los marinos para fijar la posición y altura de las estrellas. Obra de Gualterus Arsenius.Siglo XVI.
Foto: AGE Fotostock
Pero el emigrante necesitaba mucho más numerario si quería tener unas mínimas garantías de éxito. Había que contar con la manutención durante la estancia en Sevilla, que se prolongaba a causa de las largas demoras en las partidas de las flotas, y durante las primeras semanas en el continente americano, que solían ser las más críticas. Por esta causa, los gastos se podían cuadriplicar con facilidad, hasta superar el equivalente a unos 15.000 euros.
Cada uno conseguía esta cantidad como podía: unos vendiendo sus propiedades y, en ocasiones, hasta las dotes de sus esposas, mientras que otros pedían cuantías a sus padres o hermanos a cambio de la renuncia a su futura herencia. Algunos dejaban endeudada a su familia durante años para pagarse el billete, bajo la promesa de unas futuras compensaciones que en muchos casos nunca llegaban.
La vida a bordo
Los navíos de los siglos XVI y XVII distaban mucho de ser cruceros de lujo. Muy al contrario, el reducidísimo espacio en el que se desarrollaba la vida implicaba unas incomodidades y un sufrimiento extremos. Las naos (embarcaciones de menor tamaño que los galeones) disponían de una sola cubierta a la que se le colocaban sobrecubiertas y toldas para proteger en la medida de lo posible a la tripulación y el pasaje. Estos buques apenas contaban con un par de cámaras, de muy reducidas dimensiones, destinadas preferentemente al maestre, al capitán o a algún pasajero especial.

En busca de la fortuna
Escudo de oro acuñado en 1590, bajo Felipe II. La esperanza de labrarse un próspero porvenir en las Indias incitaba a arrostrar la penalidades del durísimo viaje a tierras americanas.
Foto: ASF / Album
Los galeones eran de mayor tonelaje y albergaban varios camarotes que los maestres vendían a altos precios a aquellos funcionarios o personajes adinerados que quisieran o pudieran pagarlos. Pese a todo, no eran gran cosa ni por supuesto evitaban sufrimientos, pues, como decía un cronista, todos los pasajeros resultaban mecidos por las olas, con dulzura si había calma y con violencia si se producía una tormenta. Contar con uno de esos espacios reservados no libraba a sus ocupantes de las graves amenazas del mar, pero al menos les permitía una cierta privacidad, lo cual era un verdadero lujo para un pasajero de aquel tiempo.
Incluso en condiciones normales, cuando todo iba bien, la vida a bordo era un verdadero suplicio. En 1539, Antonio de Guevara escribía en su Arte del marear que todas las penalidades comunes en tierra, como el hambre, el frío, la tristeza, la sed o las desdichas, se padecían dobladas en el mar. Y si surgían problemas como tempestades, ataques corsarios, carestías, ausencia prolongada de viento o epidemias, la situación se tornaba insufrible. Por ello, el mismo hecho de embarcarse era ya de por sí un tormento que conjugaba múltiples sensaciones adversas: miedo a lo desconocido, desconfianza, inseguridad, añoranza... Nada tiene de particular que fray Tomás de la Torre comparase el barco con una cárcel de la que nadie, aunque no llevara grilletes, podía escapar.

El adversario más temible
Naufragio de navíos de la Flota de Indias en Florida. La meteorología era su peor adversario: entre 1504 y 1650, tempestades y accidentes hundieron 412 naves; los cañones enemigos, 107.
Foto: Tom Lovell / National Geographic Image Collection
A la vista de todos
Uno de los problemas más graves que se vivía en las grandes travesías era la falta de higiene y sus molestas consecuencias. Los olores eran nauseabundos, tanto por el hacinamiento como por la lógica falta de higiene personal. Y es que el agua dulce era un bien tan escaso que no se podía dedicar a la limpieza, ni del barco ni muchísimo menos de las personas que viajaban a bordo. Para que hicieran sus necesidades se habilitaban unas letrinas en las que, sin ningún pudor y a la vista de todos, los pasajeros orinaban y defecaban, subiéndose a la borda y agarrándose con fuerza para no caer al agua. Más adelante, en los buques de la Carrera de Indias se habilitó una tabla agujereada en la popa o en proa que facilitaba las deposiciones, lo que evitaba accidentes.

Travesías oceánicas
Réplica de la nao Victoria, la primera que dio la vuelta al mundo con Magallanes y Elcano. En los siglos XVI y XVII, naos y galeones llevaban a los emigrantes hasta América.
Foto: Getty Images
Los pasajeros vivían rodeados de animales, algunos de ellos domésticos y otros que suponían un verdadero martirio, como las cucarachas o las pulgas.
La alimentación era uno de los aspectos del viaje que más preocupaciones reportaba. Salvo casos excepcionales, en los que la ausencia de viento, una vía de agua o una tormenta alargaron la travesía más de lo previsto, el problema alimentario no era tanto de insuficiencia de calorías como de desequilibrio nutricional. El único objetivo de la comida era sobrevivir mientras durase el siempre duro trayecto. Los oficiales a veces gozaban de pequeños privilegios, como un vino de mejor calidad, bizcocho blanco o bonito en vez de atún. Pero cuando el viaje se alargaba y los alimentos y el agua escaseaban, compartían con los demás pasajeros los rigores del hambre y de la sed.

Estuche náutico de Felipe II con astrolabio (izquierda) y calendario (derecha). Siglo XVI. Museo Naval, Madrid.
Estuche náutico de Felipe II con astrolabio (izquierda) y calendario (derecha). Siglo XVI. Museo Naval, Madrid.
Foto: Oronoz / Album
Nunca hubo un racionamiento exacto, pues éste varió no solamente en el tiempo, sino incluso entre una flota y otra. Sin embargo, sí podemos señalar unas constantes en cuanto a la alimentación. Todos los víveres embarcados debían tener la máxima durabilidad posible, y los alimentos frescos, como verduras y frutas, se consumían en los primeros días. Nada tiene de extraño que la primera semana fuese la más equilibrada desde el punto de vista nutricional. Pero estos alimentos desaparecían de la dieta pasados los primeros días, y, si la travesía se alargaba en exceso, comenzaban a aparecer los primeros síntomas del escorbuto, una enfermedad típica de los hombres del mar provocada por la carencia de vitamina C debida a la falta de frutas y verduras.
Comer y beber
El bizcocho y el vino eran la base de la alimentación a bordo. El primero era una torta dura de harina de trigo, doblemente cocida y sin levadura, que se conservaba largo tiempo, por lo que se convirtió en un alimento fundamental. Ahora bien, a veces estaba tan duro que sólo los más jóvenes eran capaces de hincarle el diente. En cuanto al vino, la ración por persona y día, en condiciones normales, ascendía a un litro. También se repartían raciones mucho más escasas de vinagre (unos tres litros al mes) y de aceite de oliva, que casi siempre procedía de la comarca sevillana del Aljarafe y constituía un verdadero lujo: apenas se facilitaba un litro al mes.

Cartagena de Indias
El castillo San Felipe de Barajas, edificado en 1657, era una de las fortificaciones que protegían Cartagena de Indias, atacada en diversas ocasiones por ingleses y franceses.
Foto: Karol Kozlowski / AWL Images
Por lo demás, se solía comer carne al menos dos veces por semana y los cinco días restantes se consumían habas, arroz y pescado. La carne, normalmente de cerdo, se llamaba genéricamente tocino, aunque incluía la canal completa. A veces, se entregaba en fresco, si se había sacrificado un animal, pero lo más frecuente es que estuviese conservado en salazón o se hubiese secado, en cuyo caso se llamaba cecina. El queso también era un componente esencial en la dieta por su buena conservación y porque ofrecía un buen aporte calórico cuando una tormenta o un enfrentamiento con corsarios impedía encender el fogón. Excepcionalmente se repartían frutos secos, como almendras, castañas pilongas o pasas.
Pero la peor carestía no era la de comida, sino la de agua, siempre muy escasa. Normalmente se repartían entre uno y dos litros por persona y día, pero la ración de agua se podía reducir drásticamente si el viento cesaba o se producía alguna avería, para desesperación del pasaje. Y lo peor de todo era que, incluso en condiciones normales, el agua se estropeaba en pocos días, tornándose verde y viscosa. Los sufridos pasajeros y tripulantes, acuciados por la sed, debían hacer verdaderos esfuerzos por tragársela.
Para hacer frente a la monotonía y la dureza de las travesías, se ingeniaban algunos entretenimientos. Algunos marineros llevaban chirimías, trompetas, flautas o guitarras que tocaban en las noches estrelladas, mientras unos cantaban romances y otros los escuchaban con cara de melancolía. Todos los buques debían llevar estas chirimías (un instrumento parecido al clarinete) porque servían para transmitir órdenes y tocar himnos de combate.

Apuestas y juegos de azar
Los juegos de azar contribuían a paliar el aburrimiento de los largos viajes atlánticos. Abajo, naipes españoles del siglo XVII.
Foto: Museo Fournier de Naipes, Álava
El aburrimiento también se mataba con distintos juegos de azar, aunque oficialmente estaban prohibidos. Pero los mandos solían mostrarse tolerantes porque suponía un buen desahogo para la sufrida tripulación. En ocasiones hasta los mismos capitanes participaban en las partidas. También había peleas de gallos, que despertaban mucho interés entre los tripulantes y les permitían olvidarse por un rato de sus padecimientos a bordo.
Otros optaban por divertimentos más tranquilos y también más provechosos, como la pesca, llevando en su equipaje los aparejos. De esta forma, además de pasar el rato, obtenían ocasionalmente una ración extra de proteínas. También los había más cultos, que decidían echar mano de un buen libro y pasaban las horas muertas leyendo. A veces, los pocos pasajeros alfabetizados leían en voz alta y se formaban corrillos a su alrededor. Mientras unos jugaban, leían, cantaban o pescaban, otros aprovechaban la tranquilidad del momento para despiojarse de común acuerdo con otro compañero empiojado.
Sepultados en el mar
Todos los buques estaban obligados a llevar fármacos y un cirujano o barbero a bordo para curar a los enfermos. Sin embargo, era muy poco lo que se podía hacer por estos últimos, de manera que enfermar equivalía a tener todas las papeletas para terminar difunto. Cuando llegaba el fatal desenlace no quedaba más remedio que arrojar el cadáver por la borda. Previamente se envolvía el cuerpo con un serón o tela basta y se añadía lastre para que se fuera al fondo y no lo devorasen los depredadores marinos.

Portobelo, enclave comercial
El fuerte San Jerónimo, erigido entre 1658 y 1663, defendía Portobelo. Aquí, a la llegada de la Flota de Tierra Firme, se celebraban las ferias en las que se subastaban los productos europeos. rieger bertrand / gtres
Foto: Rieger Bertrand / Gtres
Como lastre se solían utilizar piedras, botijas de barro o bolaños de las lombardas. El clérigo que siempre iba a bordo dirigía un servicio fúnebre antes de lanzar el cuerpo al mar. La altísima mortalidad que se registraba en estas travesías (y que no descendió prácticamente hasta mediados del siglo XIX) habla por sí sola del peligro que entrañaba el viaje a América en los siglos XVI y XVII.
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Unos indeseables compañeros de viaje

Rata. ilustración aparecida en Historiae animalium, obra en cinco volúmenes del naturalista suizo Conrad Gesner, publicada entre 1551 y 1587.
Rata. ilustración aparecida en Historiae animalium, obra en cinco volúmenes del naturalista suizo Conrad Gesner, publicada entre 1551 y 1587.
Foto: Science Source / Album
Las cubiertas de los barcos se parecían a un corral, donde campaban a sus anchas animales domésticos, como gallinas, corderos, cabras y gorrinos; caballos y mulas solían viajar en las bodegas. Pero en los barcos viajaban polizones mucho más incómodos, como ratas, lirones y ratones. El marino e historiador Cesáreo Fernández Duro ironizaba con los roedores, señalándolos como los navegantes por excelencia porque, a su juicio, se adaptaban mejor que nadie a la vida en el mar, no se mareaban y nunca abandonaban su puesto a bordo. Obviamente, los buques estaban plagados de piojos, cucarachas, chinches, pulgas y garrapatas. Y lo peor de todo, a decir de Antonio de Guevara, era que aquellos incómodos compañeros de viaje no entendían de privilegios y chupaban la sangre lo mismo de un pobre grumete que de un obispo.
El Atlántico, escenario de tragedias

Combate
Combate entre españoles y corsarios, por Lorenzo A. Castro. Pintado después de 1681.
Foto: Album
El océano atlántico se convirtió a lo largo de la Edad Moderna en un verdadero cementerio. Miles de personas perdieron su vida en el trayecto y sus restos descansan en el fondo del océano. Veamos el caso de Miguel Vázquez, una tragedia más de entre miles que han pasado inadvertidas para la historia. Miguel era el único hijo de Jacinto Vázquez y María Ramírez, vecinos de Zafra (Badajoz).
Los tres vivían en la pobreza extrema, por lo que en 1654, siendo un adolescente de 15 años, Miguel decidió marchar a las Indias para conseguir dinero y sacar a sus padres de la miseria. Pero dado que no se pudo costear el pasaje, se enroló como grumete en la nao El Sol de la Esperanza. Sin embargo, el infortunio se cebó con él: cuando venía desde Campeche (en el actual México), estando cerca de Gibraltar, perdió la vida en un encontronazo con corsarios. Así quedaron truncadas sus expectativas vitales y las de sus desolados padres.
Este artículo pertenece al número 200 de la revista Historia National Geographic.