Guerra Santa en Oriente

La toma de Jerusalén

De las ocho cruzadas contra el Islam mediterráneo, la primera fue la única que triunfó. Se apoderó de Jerusalén tras una violenta expedición que duró tres años.

la toma de jerusalén

la toma de jerusalén

El pintor francés Émile Signol recreó en este lienzo la conquista de la ciudad por los cruzados: Godofredo de Bouillon da gracias a Dios ante Pedro el Ermitaño. 1847. Castillo de Versalles.

Foto: White Images / Scala, Firenze

En el año 1095, durante el concilio reunido en la localidad francesa de Clermont, el papa Urbano II llamó a la guerra santa contra los musulmanes que amenazaban con apoderarse del exhausto Imperio bizantino. El objetivo era socorrerlo, pero, sobre todo, reconquistar los Santos Lugares –entonces controlados por el califato fatimí de Egipto­–, donde Jesús había vivido y predicado. Su mayor símbolo era Jerusalén, escenario de la Pasión y muerte de Cristo. Un tropel de nobles, aventureros y clérigos, ansiosos de recompensas materiales y espirituales, acudió a la llamada del pontífice. Comenzaba la primera cruzada.

Cronología

Tres años de cruzada

Verano 1096

Una confusa masa de gentes humildes y caballeros, encabezados por nobles, marcha hacia Constantinopla con la intención de conquistar los Santos Lugares.

Primavera 1097

Los cruzados avanzan hacia el sur venciendo a los turcos, pero las penalidades de la marcha, los combates y las rivalidades entre príncipes cuestan una gran pérdida de hombres.

7 junio 1099

Tras su agotadora travesía, los cruzados llegan a las puertas de Jerusalén. Seis días después, su primer asalto es rechazado, y la empresa parece abocada al fracaso.

15 julio 1099

Gracias a suministros recibidos por mar y a la construcción de dos torres de asedio, los cruzados toman Jerusalén, perpetrando una matanza de inocentes.

A principios de 1097, los cruzados habían llegado a Constantinopla, la capital de Bizancio. Tras recibir suministros, pasaron a Asia Menor y siguieron su marcha tomando Nicea, Antioquía y otras ciudades que se interponían en su camino, y venciendo a los turcos selyúcidas que controlaban la región. Las localidades que no se rendían eran arrasadas, y sus habitantes, exterminados como castigo a su resistencia, porque nada se podía oponer a esa expedición emprendida en nombre de Dios, dirigida por Godofredo de Bouillon, duque de la Baja Lorena; Bohemundo de Tarento, al frente de los normandos del sur de Italia, y el conde Raimundo IV de Tolosa, jefe de las tropas de Provenza.

concilio de Clermont

concilio de Clermont

El pontífice Urbano II preside el concilio de Clermont, donde, el día 27 de noviembre de 1095, llamó a «exterminar a esa vil raza» de los turcos.

Foto: Scala, Firenze
mapa de Jerusalén

mapa de Jerusalén

Fechado en 1170, este mapa de Jerusalén muestra la ciudad en tiempos de las cruzadas. Universidad Hebrea de Jerusalén.

Foto: Bridgeman / ACI

Fue una marcha agotadora por la falta de víveres y de agua, y por el insufrible calor incrementado por las armaduras de los cruzados, todo lo cual convirtió el camino en una tortura. De los 60.000 cruzados (unos 7.000 caballeros y el resto, infantes) que partieron de la capital bizantina sólo llegaron a Jerusalén, dos años y medio después, unos 15.000 hombres, lo que da idea de las penalidades del trayecto. Abandonos y bajas por los combates, el hambre (incluso se dieron actos de canibalismo), la sed y las enfermedades fueron debilitando cada vez más unos contingentes que, por otra parte, asistían a las rivalidades de sus príncipes.

Solo se entiende la perseverancia de los cruzados por la mitificación que la Cristiandad había hecho de Jerusalén: participar en su recuperación se consideraba como la mayor recompensa material y espiritual a la que un cristiano podía aspirar. Los sufrimientos y los obstáculos de la travesía fueron así vistos como pruebas de fe y de fortaleza espiritual, que se podían superar con la ayuda de Dios. Estas vivencias inocularon en los cruzados un ciego fanatismo religioso, que explica las matanzas que perpetraron.

mezquita de al-Aqsa

mezquita de al-Aqsa

La mezquita de al-Aqsa. Su nombre significa «la mezquita más lejana»; según la tradición, Mahoma oraba en dirección a ella antes de hacerlo hacia la Meca.

Foto: Pierre Witt / Gtres
Cáliz del siglo XI

Cáliz del siglo XI

Cáliz del siglo XI. En Jerusalén había cristianos latinos, ortodoxos, sirios y armenios.

Foto: Bridgeman / ACI

El avance cristiano

El avance de los cruzados hacia Jerusalén no se puede entender sin la crisis que el sultanato fatimí, con capital en El Cairo, sufría por entonces. Los cruzados estaban avanzando en un terreno que turcos selyúcidas y árabes se disputaban, llegando estos a ofrecer sobornos y facilidades a los cristianos si detenían su marcha y les ayudaban en su lucha contra aquellos. Pero, a aquellas alturas, esos peregrinos armados y fanatizados no estaban dispuestos a renunciar a su meta.

Así, prosiguieron su avance por la costa, hacia el sur, por los actuales Líbano e Israel, contando con algo de apoyo y el abastecimiento de barcos cristianos. Finalmente giraron hacia el interior, entraron en Belén entre aclamaciones de la población cristiana y llegaron a las puertas de la ciudad deseada. Era el 7 de junio, y muchos cruzados no pudieron contener la emoción y rompieron a llorar.

torre de David jerusalén

torre de David jerusalén

La torre de David, la ciudadela donde se refugió el gobernador fatimí de Jerusalén cuando triunfó el asalto cruzado se levantaba en el barrio armenio de la ciudad.

Foto: Jelle Vanderwolf / Alamy / ACI
Los sedientos cruzados

Los sedientos cruzados

Los sedientos cruzados. En este óleo de 1836, Francesco Hayez representó una de las privaciones de los cruzados ante Jerusalén: la sed. Palacio Real, Turín.

Foto: DEA / Album

El asedio

Las murallas de Jerusalén eran robustas y estaban rodeadas de amplios fosos, que en algunos tramos alcanzaban los 17 metros de ancho por cuatro de profundidad. Los defensores, además, habían envenenado gran parte de los pozos del exterior, y se habían llevado el ganado, arrasado los cultivos y talado los árboles de los alrededores, lo que condenaba a los atacantes al hambre y la sed si no tomaban pronto la ciudad.

Sin embargo, los musulmanes, aunque bien provistos de armas y provisiones, eran escasos en número para cubrir tan largas murallas. No se sabe exactamente con cuántos guerreros contaban, pero se cree que no eran más de 3.000 o 4.000, aunque fuentes musulmanas los reducen a no más de un millar y otras cristianas los multiplican por más de diez. Dada su debilidad militar, y antes de que llegasen los expedicionarios, el gobernador de la ciudad, Iftikhar ad-Daula, expulsó a casi todos los cristianos que vivían en ella para evitar que se sublevasen en apoyo de los atacantes. Por su parte, los cruzados se desplegaron en dos campamentos principales, uno al norte y otro al sur de Jerusalén, para planear el asalto después de que los musulmanes rechazasen la capitulación. La desesperada situación de los cruzados –sin agua y sin comida– les impelía a atacar, lo que hicieron el día 13, pero fueron rechazados clamorosamente por los defensores.

La empresa parecía condenada al fracaso, pero, cuatro días después, la afortunada aparición en el cercano puerto de Jaffa de unas naves italianas con provisiones bajo el mando del genovés Guillermo Embriaco alivió la situación de las tropas. Por su parte, los sitiadores comprendieron que sólo podrían tomar Jerusalén con máquinas de guerra, y desguazaron los barcos cristianos para fabricar material de asedio con su madera: escalas, arietes y, sobre todo, dos grandes torres de asalto. Para mantener la moral de los atacantes, los principales clérigos que acompañaban la expedición, como Pedro el Ermitaño, Arnulfo de Chocques y otros, se entregaron a una frenética actividad religiosa. Uno de ellos, Pedro Desiderio, declaró haber tenido una visión que le anunciaba que si las tropas ayunaban tres días y marchaban descalzos en torno a las murallas, la ciudad caería en nueve días. Así se hizo el 8 de julio entre himnos y alabanzas, para concluir con varios sermones en el Monte de los Olivos.

Cruz de caballero

Cruz de caballero

Cruz de caballero de la primera cruzada. Museo Nacional de la Edad Media, París.

Foto: White Images / Scala, Firenze
Pieza de un juego de ajedrez de marfil

Pieza de un juego de ajedrez de marfil

Soldado de infantería. Pieza de un juego de ajedrez de marfil, del siglo XI.

Foto: Granger / Album

Mientras tanto, casi se habían acabado de construir las máquinas de asalto. Quedaba la ardua tarea de rellenar los fosos allí por donde debían avanzar las torres para acercarse a las murallas. Por las noches, los cruzados fueron rellenándolos de tierra, piedras, escombros, maderas y todo tipo de material que sirviese para aplanar el terreno, mientras otros combatientes los protegían de cualquier salida que pudiesen hacer los defensores.

Estos últimos lanzaban todo tipo de objetos (flechas, líquidos inflamables, paja en llamas, arena incandescente…) para interrumpir los trabajos. Por fin, al anochecer del día 13 de julio todo estaba dispuesto para el asalto. La guarnición fatimí vio con preocupación como, al amanecer del día 14, aquellos altos monstruos de madera de varios pisos, montados sobre ruedas, casi desconocidos para ellos, se acercaban lentamente empujados por los atacantes. Iba a comenzar el asalto final.

La conquista

Las torres se fueron aproximando por el norte y por el sur. Iban forradas con pieles impregnadas de orina (apenas había agua) para que el fuego de los defensores no prendiera en ellas. Desde sus protegidas alturas se dominaban las murallas sobre las que se iba a saltar. Al mismo tiempo, los atacantes trataban de emplazar sus escalas en otros puntos, amagando con subir por ellas, a fin de apartar a los defensores de los verdaderos puntos de ataque. Cuando despuntaba el día 15, la torre del norte, comandada por Godofredo de Bouillon, pudo soltar su puente levadizo sobre las almenas enemigas y un tropel de hombres se desparramó por las murallas, matando a diestro y siniestro, para, rápidamente, correr a abrir las puertas de la ciudad a sus correligionarios. La torre de sur, a cargo de Raimundo IV de Tolosa, quedó atascada en el foso, pero cumplió su misión de distraer a buena parte de la guarnición musulmana.

Godofredo de Bouillon

Godofredo de Bouillon

Godofredo de Bouillon. Tocado con la corona de soberano de Jerusalén, el caudillo cruzado dirige el ataque a la ciudad desde una torre. Miniatura del siglo XIV.

Foto: White Images / Scala, Firenze

La matanza

La sangrienta irrupción de los cruzados forzó a los defensores a replegarse a la zona de la Cúpula de la Roca. Simultáneamente, una marea de cristianos enloquecidos, mezcla de soldados, peregrinos y habitantes cristianos expulsados semanas antes, inundó las calles, masacrando a los habitantes. El humo de las hogueras, las imprecaciones y los alaridos de terror lo envolvían todo. Los musulmanes refugiados en la mezquita de al-Aqsa fueron asesinados en masa, incluyendo mujeres, niños y ancianos. Los testimonios cristianos hablan de que «la sangre alcanzaba la altura de los tobillos», mientras los altos prelados y los jefes cruzados jaleaban aquel holocausto. Lo mismo ocurrió con los judíos resguardados en la sinagoga, que fueron quemados vivos en su interior entre el regocijo, las oraciones y los cantos religiosos de sus verdugos.

Al caer la noche ya había cesado la resistencia, pero durante dos días los cruzados, casa por casa, violaron, saquearon y acabaron con cualquier atisbo de vida. Sólo se salvaron de la matanza el gobernador Iftikhar ad-Daula y su guardia; refugiado en la Torre de David, logró pactar su rendición y evacuación a cambio de todas sus riquezas. También hubo algún afortunado que pudo camuflarse entre la multitud o que, capturado después, pasó a ser esclavo. Tras aquella violencia, los vencedores marcharon en procesión a la iglesia del Santo Sepulcro en acción de gracias. Pero el sueño de una Jerusalén cristiana duraría menos de cien años. Saladino se encargaría de acabar con él.

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los lugares santos

los lugares santos

La Cúpula de la Roca y la mezquita de al-Aqsa se alzan en la explanada de las Mezquitas, que los judíos llaman monte del Templo porque allí se levantó el Segundo Templo.

Foto: Edgar Bullon / Alamy / ACI
cortesano fatimí

cortesano fatimí

Cortesano fatimí. Los fatimíes de Egipto disputaron a los turcos selyúcidas el dominio de Jerusalén. Figura de cobre hecha en Egipto. Siglos X-XII.

Foto: Werner Forman / Gtres

Jerusalén antes de la cruzada

La Jerusalén anterior a la llegada de los cruzados no había sido un remanso de paz. A finales del siglo X, la ciudad (que los musulmanes llaman al-Quds, «lo sagrado») estaba en manos de los califas fatimíes de Egipto, de credo chií, y en 996 ocupó el califato al-Hakim, un personaje que sufría arrebatos de rabia y crueldad fanática. En 1009 ordenó la destrucción de los santuarios cristianos de Jerusalén, y la iglesia del Santo Sepulcro fue demolida; también sería profanada la sinagoga de Jerusalén; más tarde, el califa se declaró una encarnación de la divinidad y la emprendió contra los musulmanes que no le reconocían este carácter.

La muerte de al-Hakim en 1021 devolvió algo de tranquilidad a Jerusalén, que sufrió las revueltas de los beduinos de la región y un grave terremoto que en 1033 destruyó la mezquita de al-Aqsa. El emperador Constantino IX dio fondos para reconstruir la iglesia del Santo Sepulcro y llegó a un acuerdo con el gobernador fatimí, que estaba reconstruyendo la muralla de la ciudad: pagó una parte a condición de que en la zona sólo vivieran los cristianos, que formaron su propio barrio. Los cristianos armenios compraron la iglesia del monte Sión y también formaron un barrio. En 1071, los turcos selyúcidas, de credo sunní, desplazaron a los egipcios como amos de Tierra Santa y en 1073 ocuparon Jerusalén. Actuaron con mesura: no saquearon la ciudad y apostaron guardias para proteger los templos de las diferentes confesiones.

En 1077, los profatimíes se rebelaron contra los turcos, pero ahora no hubo compasión: cuando éstos recuperaron la ciudad, mataron a 3.000 habitantes. Los fatimíes recobrarían Jerusalén en agosto de 1098, tras medio año de asedio. Diez meses después, los cruzados se plantaban ante sus murallas.

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La masacre de Antioquía

La masacre de Antioquía

La masacre de Antioquía. Litografía de Gustave Doré para la Biblioteca de las cruzadas, de J.F. Michaud 1877. 

Foto: Bridgeman / ACI

Un camino sembrado de atrocidades

La matanza de Jerusalén vino precedida de otra menos conocida: la de la población de Antioquía, donde los cruzados entraron la noche del 2 al 3 de junio de 1098, gracias a una traición. Una vez dentro, su furia no respetó a niños, mujeres ni credos religiosos; mataron tanto a musulmanes como a cristianos, dado que la mayor parte de los occidentales eran incapaces de distinguir entre unos y otros. Como en Jerusalén, la población pagó las privaciones que los cruzados habían sufrido durante los siete meses de asedio de la ciudad. Durante el asedio de Maarat, en el invierno de 1098, hubo cruzados que, movidos por el hambre, llegaron al canibalismo: «Los nuestros cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían asados», dice Raúl de Caen.

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La toma de Jerusalén 2

La toma de Jerusalén 2

La toma de Jerusalén. Grabado de la Historia de Francia escrita por Émile Keller. 1858.

Foto: AKG / Album

La torre de asedio, el arma más poderosa

La torre de asalto, también llamada «campanario», era el medio de acercarse a las murallas enemigas con menor riesgo ante la lluvia de proyectiles que lanzaban los defensores. Tenía que ser más alta que la muralla, estaba dividida en varios pisos comunicados por escaleras y en la parte frontal solía tener aspilleras por donde disparaban arqueros y ballesteros. En el último piso había un puente levadizo que bajaba sobre las almenas y por el que atacaban los grupos de asalto; en la base, la torre podía llevar un ariete. Estas torres avanzaban sobre ruedas o rodillos movidos por hombres o bueyes situados en el interior de la base; la madera estaba protegida por planchas de metal o por pieles sin curtir y humedecidas, para evitar que las incendiasen. Se utilizaron hasta 1645.

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Godofredo de Bouillon

Godofredo de Bouillon

Esta miniatura muestra a los cruzados, con Godofredo de Bouillon a la cabeza, asaltando los muros de la Ciudad Santa.

Foto: Scala, Firenze
Asedio de Jerusalén

Asedio de Jerusalén

Foto: eosgis.com

El asalto cruzado

Raimundo de Tolosa acampó al sur de Jerusalén, mientras que los demás príncipes (Godofredo de Bouillon, Tancredo de Hauteville, Roberto de Normandía y Roberto de Flandes) se instalaron al norte. Profundos valles y poderosos muros dificultaban el ataque al este y al oeste. El 14 de julio, los cruzados empezaron a bombardear las murallas del norte con tres mangoneles (un tipo de catapulta), obligando a los defensores a retirarse momentáneamente, y destruyeron con flechas incendiarias los sacos de paja que éstos habían colgado en las murallas para amortiguar el impacto de las catapultas. Un enorme ariete empezó a batir el doble muro de esa zona, hasta que cedió la parte exterior. Por esa brecha los cruzados metieron la torre, que al amanecer del día 15 pudieron colocar en posición junto a la muralla. Una lluvia de flechas incendiarias apartó a los defensores de las almenas, el puente de la torre se abatió y los hermanos Litoldo y Gilberto de Tournai avanzaron por la pasarela y pusieron el pie en la muralla. Al-Quds estaba condenada.

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La conquista de Jerusalén

La conquista de Jerusalén

La conquista de Jerusalén, representada en una predela o banco de retablo. Escuela flamenca. Siglo XV. Museo de Bellas Artes de Gante.

El saqueo de Jerusalén por los cruzados

La matanza de los habitantes de la Ciudad Santa por los cruzados fue casi total y de una violencia inusitada. Raimundo de Aguilers, que participó en el combate, escribe: «Algunos de los paganos fueron decapitados con misericordia, otros perforados por flechas, arrojados desde torres, y otros más, torturados durante largo tiempo, quemados al fin entre espantosas llamas. Pilas de cabezas, manos y pies, yacían en las casas y las calles, y corrían de un lado a otro hombres y caballeros, por encima de los cadáveres».

La propaganda ha deformado los datos, exagerando unos y minimizando otros, pero la cifra más probable estaría en torno a 30.000 víctimas, la mayor parte musulmanes, pero también casi todos los judíos (unos 2.000) y los cristianos que no habían evacuado Jerusalén, de credo ortodoxo, sirio o armenio. Las fuentes cristianas reconocen la magnitud de la carnicería, y que los pocos supervivientes fueron obligados a recoger los cadáveres cuando empezaban a apestar para amontonarlos en piras funerarias fuera de la ciudad: «Se quemaron en piras como pirámides y nadie salvo el propio Dios sabe cuántos eran», se lee en la Gesta francorum. Para la mayoría de cruzados era una limpieza étnica y religiosa justificada que anunciaba una nueva era, pero acrecentó en musulmanes y judíos un odio hacia los cristianos que llevó a los primeros a pagarles de forma igual de cruel con la guerra santa. La ciudad sólo volvió a la vida con los nuevos repobladores llegados tras la conquista.

Este artículo pertenece al número 203 de la revista Historia National Geographic.