A finales del siglo I a.C. Roma se encontraba en plena expansión en el norte de Europa: después de someter la Galia y convertirla en una provincia, se había fijado una frontera estable a orillas del Rin. Pero Augusto, el primer emperador romano, tenía intenciones de expandirse aún más al norte, ocupando Germania y llegando hasta el río Elba. Con este propósito, había iniciado una política de romanización de los pueblos germanos, con la esperanza de incorporarlos al imperio.
La batalla de Teutoburgo fue uno de los mayores golpes militares de la historia romana y supuso que Roma perdiera el control sobre Germania.
Sin embargo, estos planes se derrumbaron en septiembre del año 9 d.C. cuando el gobernador Publio Quintilio Varo cayó en una emboscada en el bosque de Teutoburgo, situado en la región histórica que hoy se conoce como Westfalia. Fue uno de los mayores golpes militares de la historia romana: tres legiones fueron aniquiladas y Roma perdió el control sobre Germania. Lo peor era que la trampa había sido tendida por un ciudadano y oficial romano: Arminio, un príncipe germano educado en Roma, que se volvió contra el imperio con la esperanza de crear un gran reino para sí mismo y su pueblo.
Entre dos mundos
Arminio era príncipe de los queruscos, una de las muchas tribus germanas que habitaban entre los ríos Rin y Elba. Cuando era muy joven había sido llevado a Roma, donde había recibido una educación y entrenamiento militar a la par de cualquier niño de la nobleza romana. Aunque en la práctica fuera un rehén, también formaba parte de una estrategia de romanización habitual: educando a los futuros líderes bárbaros en la sociedad romana, se esperaba hacerles apreciar las ventajas de pertenecer al imperio. Arminio destacó rápidamente en el ejército al mando de tropas auxiliares -formadas por soldados extranjeros que daban apoyo a las legiones- y logró no solo convertirse en oficial, sino ganarse la ciudadanía romana.
Romanos y germanos vivían en una relación de cierta ambivalencia: estos últimos no eran oficialmente un pueblo sometido, sino aliado, y por lo tanto en teoría debían tener derecho a seguir autogobernándose a cambio de la lealtad y el pago de un tributo. Sin embargo, experiencias anteriores con otros pueblos habían demostrado la conveniencia de un proceso de romanización que los integrara al modo de vida romano y evitara revueltas. Los germanos apreciaban ciertas ventajas de la romanidad, como las carreteras y en particular el comercio, que les daba acceso a productos muy variados; pero no veían con buenos ojos las obligaciones que ello comportaba, como pagar impuestos y someterse a la administración romana. En especial, la justicia era un motivo constante de problemas: las tribus estaban acostumbradas a resolver los conflictos y ofensas de acuerdo a sus propias normas y costumbres, y no aceptaban ni entendían que debiera ser un juez romano quien arbitrara sus asuntos e impusiera sentencias.
Los germanos apreciaban ciertas ventajas de la romanidad, pero no veían con buenos ojos las obligaciones que ello comportaba. En especial, la justicia era un motivo constante de problemas.
Entre los años 4 y 9 d.C. la situación en Germania fue volviéndose más precaria: una rebelión en Panonia -provincia situada entre los Balcanes y el Danubio- había obligado a movilizar la mayoría de legiones apostadas en el norte, dejando solo tres (la XVII, la XVIII y la XIX) a Publio Quintilio Varo, el legado -comandante militar- y gobernador en territorio germano. Varo tenía experiencia en el gobierno de otras provincias como África y Siria, pero Germania era muy diferente a estas: sus habitantes tenían una organización tribal y su geografía dominada por densos bosques dificultaba la exploración y las tácticas militares típicas de las legiones. Además, en su afán de conseguir resultados y ganar mérito a ojos del emperador, había intensificado la presión sobre los germanos para que se adaptaran al modo de vida romano, con el resultado contrario de aumentar el descontento hacia el imperio y hacia él personalmente.
El gobernador, no obstante, creía poder contar con el apoyo de Arminio y de sus tropas queruscas. Varo, a quien el historiador romano Dion Casio describe como un hombre de carácter confiado, no parecía tener motivos para la sospecha: Arminio había dado suficientes muestras de valor y de lealtad a Roma, y era el mejor aliado posible por su autoridad entre los jefes de las demás tribus y su conocimiento del territorio. Dos factores, que en cambio, pensaba usar para su propio beneficio: precisamente el hecho de haber sido educado en Roma le había hecho consciente de que existía un modo de organización mayor que el de la tribu. Aunque no dejó constancia de las razones que lo llevaron a traicionar al imperio, los historiadores romanos señalan su personalidad ambiciosa como un motivo probable: ya no se conformaba con ser un príncipe aliado entre tantos y habría querido convertirse en rey de los germanos. Por otra parte, podía ser consciente de que, aunque hubiera obtenido la ciudadanía, a ojos de la sociedad romana más conservadora siempre sería un bárbaro en el fondo.
Delante el precipicio, detrás los lobos
Al acercarse el otoño del año 9 d.C. las tropas de Varo se prepararon, como era habitual, para desplazarse a sus cuarteles de invierno. Poco antes de la marcha Arminio se presentó ante el gobernador para informarle de la supuesta rebelión de una tribu germana y le instó a sofocarla con sus legiones y la ayuda de sus auxiliares. Para ello había que tomar un desvío por el bosque de Teutoburgo, una inmensa espesura que los romanos no conocían ni mucho menos controlaban; Varo, fiándose de él, se dirigió de cabeza a una trampa, cometiendo incluso el error de no enviar exploradores a reconocer el terreno: dos siglos después, Dion Casio escribiría que esa negligencia fue la causa determinante de la masacre que estaba por venir.
En secreto, Arminio había forjado una alianza entre varias tribus para liquidar las tropas de Varo y expulsar a los romanos de Germania. Habiendo combatido con ellos, conocía bien sus tácticas y debilidades: sabía que la fuerza de las legiones radicaba en su capacidad de luchar en formación, para lo cual necesitaban un terreno de combate amplio y plano. El bosque de Teutoburgo era todo lo contrario: no había espacios abiertos, los caminos eran tortuosos y el terreno estaba constantemente embarrado debido a las lluvias. Era en cambio el escenario ideal para los germanos, que podían emboscarlos fácilmente y, al no llevar armadura, eran mucho más ágiles que los legionarios. Arminio había escogido un punto especialmente idóneo junto a un pantano, que cortaba a los romanos cualquier posibilidad de retirada, y había ordenado construir una trinchera disimulada con tierra y hojarasca donde sus hombres podían esconderse hasta su señal.
Varo había combatido con los romanos y conocía sus tácticas y debilidades. El bosque no permitió que las legiones pudieran luchar en formación, debilitándose enormemente.
Arminio se adelantó con la excusa de reunir más tropas, cuando en realidad se disponía a ponerse a la cabeza de las tribus aliadas. No todos le apoyaban: Segestes, un noble querusco resentido con el príncipe por haber seducido a su hija, intentó advertir a Varo de la traición y le instó a apresar a Arminio, pero el comandante no le hizo caso pensando que era un engaño derivado del resentimiento personal que le guardaba. La columna romana se internó en el bosque en los primeros días de septiembre y, en una fecha indeterminada pero que se suele señalar como el 9 de septiembre, llegaron al punto que Arminio había escogido para emboscarlos. Los soldados iban acompañados por sus familias, por ganado y carros, y la estrechez de los caminos los obligaba a caminar en filas de dos o tres personas. De la vanguardia a la retaguardia había más de un kilómetro de distancia y cuando los germanos se lanzaron al ataque, Varo, situado en el centro de la columna, inicialmente no supo qué sucedía hasta que los heridos comenzaron a llegar a su posición.
En total fueron aniquilados entre 15.000 y 20.000 soldados y oficiales de las legiones, sin contar a los civiles que los acompañaban.
El comandante se dio cuenta entonces de que había sido engañado por Arminio, pero había poco que pudiera hacer en aquella situación: las tropas no podían desplegarse y el bosque ofrecía un escondite perfecto a los ágiles guerreros germanos, que podían llegar desde cualquier parte; el pantano les impedía replegarse y sus enemigos habían cortado el camino. Solo podían intentar luchar hasta el último hombre, conscientes de que la victoria era muy improbable. Las tres legiones fueron aniquiladas casi por completo: entre 15.000 y 20.000 soldados, sin contar a los civiles que los acompañaban, uno de los mayores desastres militares de la historia romana. Muchos oficiales, incluyendo el propio Varo, prefirieron quitarse la vida con su propia espada antes que caer en manos de los germanos, que sacrificaban sus prisioneros a los dioses.

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En Kalkriese, al norte de Osnabrück, se han hallado objetos romanos como estas monedas, que permiten identificar el lugar de la batalla. En el anverso de los ocho áureos aparece representado el emperador Augusto y en el reverso aparecen Lucio y su hermano Cayo, los nietos de Augusto, cada uno portando una lanza, un lituus o bastón ritual y un escudo.
Foto: Hermann Pentermann / Varusschlacht im Osnabrücker Land
“¡Quintilio Varo, devuélveme las legiones!”
La victoria contra uno de los ejércitos más temidos del mundo llenó de confianza a los germanos, que decididos a expulsar del todo a sus enemigos, se lanzaron al ataque de todas las posiciones romanas al este del Rin: las guarniciones y campamentos, así como algunas ciudades, fueron complemente destruidas. Solo una guarnición logró aguantar la marea guerrera que se les venía encima: la de Aliso, situada en las proximidades del río, cerca de la actual Dortmund, que pudo ponerse en guardia gracias al aviso de algunos supervivientes de Teutoburgo que habían logrado llegar hasta allí. Después de un asedio de varias semanas, los romanos lograron romper el cerco y atravesar el Rin, donde se unieron a las legiones del general Tiberio Claudio Nerón y consiguieron evitar que los germanos cruzaran el río para invadir la Galia.
Tiberio había sido enviado por Augusto, que había recibido un golpe durísimo al conocer lo sucedido en Teutoburgo. El historiador romano Suetonio, en su obra Vida de los doce Césares, describe como el emperador entró en un estado de desesperación y rabia que lo acompañó el resto de su vida: “Cuentan, por último, que quedó tan consternado que durante varios meses se dejó crecer la barba y los cabellos; que se golpeaba a veces la cabeza contra las puertas gritando: “¡Quintilio Varo, devuélveme las legiones!”; y que consideró cada año el día de la derrota como día de dolor y de luto”. Ese día de luto era el 9 de septiembre, por lo que esta fecha se considera como indicativa de la batalla de Teutoburgo.
Augusto quedó tan consternado que durante varios meses se dejó crecer la barba y los cabellos; y se golpeaba la cabeza contra las puertas gritando: “¡Quintilio Varo, devuélveme las legiones!”
La derrota tuvo un gran impacto en Roma, que empezó a ver con temor esas tierras boscosas y salvajes más allá del confín del imperio; y también a sus habitantes, a los que Augusto mandó expulsar de la ciudad. Pasarían seis años antes que un ejército romano cruzara de nuevo el Rin, pero Augusto no era un hombre que dejase una afrenta sin vengar y menos una tan grave como aquella: debía haber castigo, y debía ser un castigo implacable. Dio órdenes de retomar Germania al precio que fuera y confió el mando al nieto de su hermana, un prometedor general llamado Tiberio Druso César, que por sus éxitos ha pasado a la historia con el nombre de Germánico. A su lado luchaba el propio hermano de Arminio, que se había criado junto a él en Roma y había permanecido fiel al imperio, ganándose la ciudadanía y un nombre romano: Flavus.
Entre los años 14 y 16 d.C. las tropas de Germánico llevaron a cabo una campaña de reconquista que en realidad tenía muchos tintes de venganza, puesto que atacaban cualquier asentamiento germano que encontraran. Aunque no lograron retomar el control de su territorio, sí alcanzaron un objetivo simbólico: llegar al bosque de Teutoburgo para dar sepultura a los soldados caídos. Los germanos habían dejado el campo de batalla tal y como había quedado como un macabro lugar sagrado: los romanos se encontraron con una escena dantesca de esqueletos aún cubiertos por sus armaduras, cráneos clavados en los árboles y restos de altares donde los germanos habían sacrificado a los prisioneros.

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Réplicas de estandartes romanos situados junto al museo de la batalla del bosque de Teutoburgo, en Kalkriese.
Foto: Joerg Sarbach / AP Photo / Gtres
La pérdida de Germania
El objetivo final de la guerra era capturar a Arminio y ajusticiarlo. No lo lograron, aunque sí apresaron a su esposa Thusnelda -hija de Segestes, el noble que había intentado en vano advertir a Varo de la trampa-, que estaba embarazada. Enfurecido por la pérdida de su esposa y ante la idea de que su hijo creciera como un prisionero en Roma, Arminio quiso llevar la lucha hasta dentro de las fronteras del imperio. Se volvió tiránico con los suyos, que dejaron de verlo como un libertador: el año 21 d.C., temerosos del poder que estaba acumulando, lo asesinaron.
Su muerte impidió el nacimiento de un potente reino germano que pudiera oponerse a Roma, pero Germania tardaría aún varias décadas en dejar de suponer una amenaza. Dos años antes que Arminio, en el 19 d.C., habían muerto el emperador Augusto y también el general Germánico, sin llegar a ver consumado el castigo al príncipe querusco que había traicionado a Roma. Le sucedió como emperador el general Tiberio, que siendo un gran militar como era, llegó a una conclusión racional: el proyecto de conquista de Germania era demasiado costoso en términos humanos y económicos, y la venganza no justificaba el peligro y la dificultad de aquella guerra eterna. Retiró sus tropas al otro lado del Rin y convirtió el río en una frontera fuertemente militarizada, renunciando al objetivo soñado de extender el imperio hasta el Elba.

Hermannsdenkmal en Alemania
Situado en el sur del bosque de Teutoburgo, el Hermannsdenkmal (Monumento a Hermann, el nombre alemán con el que se conoce a Arminio) es un símbolo del nacionalismo alemán: fue construido por el gobierno de Prusia que, como Arminio, aspiraba a unificar el país.
Foto: iStock / Xurzon
La derrota en Teutoburgo marcó el fin de la gran expansión romana hacia el norte que había iniciado Julio César y con ello su voluntad, recogida por su heredero Augusto, de extender los confines de la romanidad hasta los extremos de Europa. Ese deseo no venía motivado por la ambición, puesto que Germania ofrecía pocos recursos que pudieran considerar valiosos, sino que nacía en parte de la creencia en el destino de Roma como imperio universal y a un cierto temor: ambos veían en aquellos pueblos feroces un peligro que había que domar si no querían que un día se convirtieran en una amenaza para Roma.
Arminio, por su parte, no logró unificar a los germanos bajo un único mando, aunque se convirtió en una figura mítica y el propio Martín Lutero lo esgrimiría, quince siglos después, como un símbolo de la oposición a Roma. La batalla de aquel bosque también significó el fin de la incipiente romanización de estos pueblos y abrió una brecha profunda entre el mundo germánico y el latino: el arqueólogo y escritor Valerio Massimo Manfredi escribe, en su novela Teutoburgo, que en aquella ocasión “Roma perdió Germania y Germania perdió a Roma”.