Los juegos de la antigua Roma

La suerte final de los gladiadores romanos

Contrariamente a lo que a veces se piensa, los combates de gladiadores no eran encuentros salvajes en los que todo valía. Existían una serie de reglas bien definidas y, por norma general, los combatientes tenían más posibilidades de salir con vida del encuentro que de morir.

Los gladiadores podían obtener su libertad de dos maneras: comprándola con sus ahorros o ganando muchos combates.

Los gladiadores podían obtener su libertad de dos maneras: comprándola con sus ahorros o ganando muchos combates.

Foto: CordonPress

La imagen que tenemos de los gladiadores es la de hombres condenados a luchar hasta el último aliento, pero se trata de uno de tantos mitos que rodean el mundo de la gladiatura en la antigua Roma. Aunque efectivamente se daban auténticas masacres, por lo general estas se aplicaban a los condenados a muerte, mientras que los gladiadores eran luchadores entrenados que la mayoría de las veces sobrevivían a los combates y podían llegar a ganar mucha fama y eventualmente su libertad.

Para el propietario de una escuela de gladiatura, cada combatiente era una valiosa inversión y no le interesaba su muerte.

Una inversión lucrativa

Los gladiadores eran mayoritariamente esclavos, pero eso no significa que su vida fuera desechable. Para el lanista, el propietario de una escuela de gladiatura, cada combatiente era una valiosa inversión ya que se debía ocupar de alimentarlo para que estuviera en forma, pagar sus cuidados médicos, entrenarlo y equiparlo para la lucha: por ello, era el primer interesado en que sus gladiadores sobrevivieran, ya que formarlos y mantenerlos era muy caro. También a causa de ello, un gladiador podía llegar a tener mejor alimentación y salud que personas libres pero muy pobres.

Cuando se organizaban juegos, el editor o patrocinador pagaba al lanista el alquiler de los servicios de sus gladiadores. Estos, a pesar de ser esclavos, recibían un sueldo por combatir: el emperador Marco Aurelio fijó esta cantidad entre un 20 y un 25% de lo que ganaba el lanista por su alquiler. Con el tiempo podían obtener su libertad de dos posibles maneras: comprándola con lo que hubieran ahorrado o, si ganaban muchos combates, recibiéndola como premio excepcional junto con una espada de madera llamada rudis, la prueba de que habían conquistado la libertad con su propia fuerza.

El patrocinador de los juegos pagaba al lanista el alquiler de los servicios de sus gladiadores y estos, a pesar de ser esclavos, recibían un sueldo por combatir.

En el momento que un editor alquilaba a los gladiadores, se hacía responsable de lo que les pudiera pasar: si un luchador moría ya no se consideraba un alquiler sino una venta, en una especie de versión esclavista del “si lo rompes, lo pagas”. Según las regulaciones en vigor en el siglo II d.C., una época de especial popularidad de los combates de gladiadores, este pago era 25 veces superior al precio de alquiler del luchador. Por lo tanto, tampoco al editor le interesaba que muriera si no era para satisfacer la sed de sangre del público.

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Ganarse el favor del público

Pero ni siquiera el público, la mayoría de las veces, quería la muerte de un gladiador si este luchaba bien y demostraba valor y empeño en el combate. Hay que considerar que, para los romanos, los gladiadores eran atletas aun cuando fueran esclavos y representaban una cualidad muy valorada en la antigua Roma, el valor en la lucha. Por ello, incluso si perdía un combate, el público a menudo era favorable a perdonarle la vida para que luchara otro día: a fin de cuentas, nadie puede ganar siempre.

Los combates no necesariamente eran a muerte, sino hasta que uno de los combatientes perdía sus armas o se rendía. Cuando un gladiador se veía en dificultades, podía declarar su rendición: esto se indicaba generalmente alzando el brazo izquierdo con el dedo índice extendido, soltando el escudo o colocándose la espada detrás de la espalda. En este momento el combate quedaba interrumpido inmediatamente y le correspondía al editor decidir la suerte del vencido. Aunque el veredicto final era suyo, la reacción del público era decisiva, ya que quien organizaba los juegos lo hacía precisamente para ganar popularidad.

Existían diversas clases de gladiadores, cada uno especializado en armas distintas. Generalmente se emparejaba a un combatiente con armas de mayor alcance y armadura ligera contra un oponente con armas de corto alcance y armadura pesada.

Existían diversas clases de gladiadores, cada uno especializado en armas distintas. Generalmente se emparejaba a un combatiente con armas de mayor alcance y armadura ligera contra un oponente con armas de corto alcance y armadura pesada.

Foto: CordonPress

Contrariamente al mito extendido, el método de votar por la muerte con el puño cerrado y el pulgar hacia abajo, o por la vida con el pulgar hacia arriba, no era práctica común. La razón es simple: en arenas medianamente grandes, desde la distancia entre unas gradas y otras era imposible hacerse una idea clara de qué votaba el público a menos que fuera por una gran mayoría. Este gesto sí existía pero por parte del editor, ya que entonces había una sola mano que mirar, y ni siquiera en este caso era un gesto universal. Era más común que la decisión tanto del público como del editor se expresara verbalmente, con las palabras mite (libéralo) o iugula (dególlalo).

La tasa de mortalidad de los gladiadores es difícil de determinar, pero los estudios arqueológicos la suelen situar entre un 10 y un 20 por ciento. Aunque nos pueda parecer muy alta, era mucho menor que la de otros espectáculos como las carreras de caballos, ya que los combates eran un espectáculo menos común y por lo general un gladiador lucharía entre dos y cinco veces al año. Estas muertes no se producían siempre en combate, ya que a pesar de los cuidados médicos había un alto riesgo de que las heridas se infectaran.

Así pues, aunque la vida de gladiador era dura sin lugar a dudas, para aquellos que luchaban con valor y lograban sobrevivir lo suficiente, al final ofrecía unas expectativas menos fatales de lo que a menudo se piensa.

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