Mujeres en la antigüedad

Ser madre en Roma, un deber y un peligro para la vida de la mujer

En la antigua Roma, el embarazo era la principal obligación de una esposa para continuar la estirpe familiar, pero también comportaba un grave riesgo para su vida y la del bebé.

Entrada al teatro, por Lawrence Alma-Tadema. La escena muestra a una madre con su hijo pequeño de la mano.

Foto: PD

Nacer esclavo o nacer libre, nacer ciudadano o no ciudadano, morir al alumbrar, sufrir una cesárea seguramente mortífera, confiar en que el niño llegue de pie y no sea el trasero del bebé el que tapona el útero…, y finalmente, después del parto y de que todo haya ido bien, esperar a que el padre putativo decida reconocer al niño como retoño suyo y no lo exponga en la calle, u opte por el infanticidio de una criatura sospechosa de ser fruto de una unión adulterina. Estas son algunas de las contingencias que podía presentar un parto en Roma, cuando la vida de un recién nacido poco valía, a menos que llegara tras una anhelante espera para garantizar la descendencia legítima a un acaudalado propietario o constituyera una esperanza de mano de obra para una modesta familia de condición humilde.

La madre y el niño se podían encontrar en situaciones muy diferentes: el hijo de una esclava pasaba a ser propiedad del dueño de esta y tenía condición servil. En ocasiones los esclavos tuvieron pareja, pero no tenían derecho a contraer matrimonio legal. El concubinato devino la forma de unión más frecuente para muchos, dado que el matrimonio legal estaba reservado a los ciudadanos romanos como canal de obtención de descendencia legítima.

El ideal de mujer

Incluso cuando estaba legalmente casado, un ciudadano podía mantener una situación de concubinato con alguna esclava, en una moral plenamente abierta en lo relativo a los comportamientos sexuales del varón, pero extremadamente restrictiva en lo que concernía a la mujer de condición ciudadana, nacida para engendrar en el seno del matrimonio y a la que no se reconocía libertad de iniciativa. En efecto, el ideal de la pudicitia entrañaba virtud, pudor, castidad, fidelidad y obediencia al esposo, aunque a lo largo del siglo I a.C. estos valores parecieron entrar en crisis y la mujer conquistó cierta autonomía. Conforme avanzaba el siglo I d.C. se fue imponiendo una nueva moral en la que el matrimonio se instituyó como unión duradera. Más allá del deber cívico de tener hijos para asegurar el relevo generacional, se estableció un modelo de fidelidad conyugal entre los esposos que impregnó la moral cristiana y se fijó durante siglos como canon de unión matrimonial.

En Roma, la moral estaba plenamente abierta en lo relativo a los comportamientos sexuales del varón, pero extremadamente restrictiva en lo que concernía a la mujer.

El beso, por Lawrence Alma-Tadema. La escena muestra a una madre besando a su hijita.

Foto: PD

En todo caso, asumir un embarazo se antoja una aventura dolorosa y llena de incertidumbres para una mujer romana. El riesgo para la madre de cualquier condición social fue siempre alto, en especial durante el momento del parto, y la medicina no pudo reducir el elevado tributo que pagaron a la muerte las madres y los recién nacidos.

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La concepción

Los romanos fijaron convencionalmente en los doce años la edad mínima femenina para contraer matrimonio. Cuando las uniones de clase alta se pactaban –a veces con muchos años de antelación y mediando una ceremonia de esponsales con anillo de compromiso, testigos y banquete–, habría de esperarse a que la niña adquiriera su condición púber antes de entregarla en matrimonio. Apenas alcanzaban la adolescencia podían asumir sin demora la condición de esposas y así dejaba de peligrar la alianza matrimonial convenida por el padre de la novia y el esposo.

 

Poco margen quedaba en estas circunstancias para el placer sexual, y de hecho tampoco era aconsejable: existían otros mecanismos para el goce. El matrimonio se destinaba a procrear, y, como indicaba el médico Sorano de Éfeso, para concebir sólo se necesita un poco de deseo en el varón. No es recomendable más. El acto de la concepción se desarrolla dentro de la moderación y, una vez finalizado, conviene que la mujer se relaje, se extienda en el lecho, cruce las piernas y repose, mientras el útero se agita hasta envolver e incubar la carga seminal. El mejor momento para que la mujer quedara encinta se fijaba en los días posteriores a la regla, justo después de haber terminado de expulsar la plétora de sangre que, según la mentalidad romana, la mujer desecha periódicamente, cuando no lo necesita por no estar embarazada; los romanos no tenían conocimiento del ciclo de la ovulación.

El acto de la concepción se desarrolla dentro de la moderación y, una vez finalizado, conviene que la mujer se relaje, se extienda en el lecho, cruce las piernas y repose.

Empleaban plantas medicinales a las que aún hoy se confieren propiedades terapéuticas en relación con el comportamiento del útero. Sabían que la aristoloquia o penteloquia ayuda a provocar la regla y a expulsar la placenta o un feto muerto, e idénticas propiedades se le reconocen a las raíces de artemisa, al orégano mejorana de Creta y a la manzanilla, la ruda o la malva. Se trata, por tanto, de hierbas que pudieron consumirse también con fines abortivos.

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El alumbramiento

Para cuidar de la futura madre se pueden rastrear como consejos entre los tratadistas los paseos fáciles, un régimen ligero y sin salsas, y algunos alimentos especialmente indicados: huevos escalfados, papillas líquidas de harina, perdices, codornices, patos salvajes, pies y orejas de cerdo, matriz de cerda, y, a veces, gambas o cigalas. No se recomendaba mantener relaciones sexuales ni hacer movimientos violentos para prevenir el desgarro, y se aconsejaba vendar el vientre sujetándolo a la espalda y ponerse aceite para prevenir la aparición de estrías.

Escena de parto en un relieve romano.

Foto: Cordon Press

Para el buen desenlace de un parto se consideraba decisiva la ayuda de una matrona experimentada, vivaz de espíritu, ardorosa en el trabajo, con memoria y mucha sensibilidad, robusta, discreta, y, algo muy importante, con dedos largos y uñas bien cortadas y cuidadas, pues debían intervenir en el interior de la vagina de la parturienta. El resto, un desenlace propicio, se ponía bajo la advocación de la diosa Juno Lucina, tras liberar a la parturienta de todo tipo de ataduras, ligaduras o anillos, actos que simbólicamente reclamaban un feliz alumbramiento.

Las matronas debían tener los dedos largos y las uñas bien cortadas y cuidadas, pues debían intervenir en el interior de la vagina de la parturienta.

Se sabe que las matronas recolocaban el feto en el caso de los partos difíciles. La madre se recostaba en un lecho duro con la cabeza ligeramente levantada y la matrona, introduciendo la mano izquierda bien engrasada cuando el cuello del útero estaba dilatado, empujaba hacia adentro al feto y luego aproximaba la cabeza o los pies hacia la salida. La extracción se realizaba después de lubricar la vagina con aceite o cera, y aferrar con sumo cuidado para no desgarrar el útero.

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El recién llegado

Una vez recién nacido, el bebé se ponía bajo la advocación de la diosa Levana. Había que cortar inmediatamente el cordón umbilical a cuatro dedos del cuerpo. A continuación, la matrona hacía un reconocimiento del niño observando su vitalidad, buscando posibles malformaciones, o liberando y explorando los orificios corporales.

Estela funeraria que muestra a un niño pequeño en compañía de una cabra.

Foto: Cordon Press

Luego se efectuaba una lustración purificadora y de aseo. Primero se espolvoreaba sal fina con cuidado de no derramarla en los ojos o la boca del bebé, y luego se lavaba al pequeño. Se le quitaban los mocos, se lo masajeaba para evacuar el meconio, se lo ungía de aceite, y, finalmente, se vendaba por completo para evitar el frío y que el recién nacido se arañara o dañase sus ojos. A los niños se les protegían los testículos con un poco de lana debajo y en el caso de las niñas convenía apretar un poco al vendar los senos.

Al recién nacido se le quitaban los mocos, se lo masajeaba para evacuar el meconio, se lo ungía de aceite, y, finalmente, se vendaba por completo para evitar el frío.

Así, momificado, el bebé era depositado en el suelo ante su padre. Era el momento definitivo del nacimiento: si lo recogía lo estaba reconociendo como hijo legítimo y comprometiendo su crianza y cuidados. De lo contrario, la exposición en la calle del recién nacido lo volcaba a un futuro incierto, pero que de entrada resultaba temible.