La mañana del 28 de mayo de 1871, París amaneció envuelta en humo. Mientras el ejército acababa con los últimos focos de resistencia de la Comuna, los cadáveres se acumulaban en las calles y la sangre formaba ríos en el pavimento. Parte de los edificios de la ciudad habían sido reducidos a ruinas, mientras que las calles estaban desnudas de adoquines, arrancados para construir barricadas. El eco de los disparos, que habían empezado siete días antes, no cesaría en las siguientes jornadas: un recordatorio constante de que las ejecuciones de los comuneros continuaban produciéndose incluso después de la Semana Sangrienta.
La sangre y el fuego clausuraban así la Comuna de París, una revolución que había comenzado dos meses antes. En septiembre de 1870, la derrota de Francia en la guerra con Prusia había provocado la caída del emperador Napoleón III y la instauración de un gobierno republicano provisional, presidido por Adolphe Thiers. París quedó sometida a un duro asedio por las tropas prusianas, hasta que, en enero de 1871, el gobierno francés solicitó un armisticio. Unas elecciones dieron lugar a una Asamblea Nacional dominada por los conservadores partidarios de hacer la paz con Alemania y restaurar la monarquía, pero los parisinos votaron en masa por republicanos radicales que no aceptaban rendirse a los prusianos.

Adolphe Thiers, fotografiado por André Eugène Disdéri.
Foto: Oronoz / Album
Esta inestable situación estalló el 18 de marzo de 1871. La Guardia Nacional, una milicia ciudadana que había crecido enormemente durante la guerra contra Prusia, había almacenado más de 200 cañones en las alturas del barrio obrero de Montmartre para continuar la resistencia frente a los alemanes. Cuando el gobierno de Thiers ordenó retirar los cañones, una multitud enfurecida se negó a entregarlos y parte de los soldados también se rebeló. Los cañones se quedaron en Montmartre y dos oficiales fueron detenidos y asesinados por la multitud. Había comenzado la revolución.
Thiers abandonó la ciudad e instaló el gobierno en Versalles. El comité central de la Guardia Nacional, por su parte, estableció un gobierno provisional en el Hôtel de Ville, el Ayuntamiento de París. Días más tarde, las elecciones municipales dieron una victoria abrumadora a los candidatos republicanos. En medio de celebraciones multitudinarias, el 28 de marzo se proclamó la Comuna de París, un gobierno municipal –Commune significa Ayuntamiento en francés– que se declaró única autoridad en la ciudad.
Los versalleses declararon «una guerra sin tregua ni piedad contra estos asesinos»
Los revolucionarios creían que el pueblo en armas, luchando por su propia tierra, en este caso, su ciudad, acabaría venciendo a las fuerzas de la contrarrevolución, y que el resto de Francia pronto se uniría al movimiento. Además, en principio las fuerzas de la Comuna eran superiores a las de Versalles. Sin embargo, las comunas proclamadas en otras ciudades fueron disueltas con facilidad, mientras que Thiers pronto creó un potente Ejército de 130.000 hombres, que fueron posicionándose en torno a París para recuperar la ciudad por la fuerza. La consigna de uno de sus generales, Galliffet, fue hacer «una guerra sin tregua ni piedad [...] a estos asesinos».
El desequilibrio militar
Desde principios de abril, los enfrentamientos armados entre las tropas versallesas y la Comuna demostraron un evidente desequilibrio de fuerzas. Los comuneros o communards tuvieron dificultades para conseguir combatientes para la Guardia Nacional incluso en los distritos obreros, y la mayor parte de los que se presentaron para luchar no estaban suficientemente entrenados ni acostumbrados a la vida del soldado, y en sus operaciones hubo descoordinación, falta de planes y fallos de comunicación y de abastecimiento. Las murallas que rodeaban París, un magnífico sistema defensivo que forzaba a sus atacantes a asediar la ciudad en lugar de asaltarla, eran periódicamente abandonadas. Fue precisamente este fallo el que precipitó la invasión de las tropas versallesas.
El soleado domingo 21 de mayo se celebró un multitudinario concierto al aire libre en las Tullerías, y cuando éste acabó se invitó a los asistentes a regresar el siguiente domingo para asistir a otro recital. Pero mientras la calma ociosa reinaba en el centro de París, las tropas versallesas cruzaron la muralla por la puerta de Pont du Jour, al suroeste de la ciudad, mal defendida por los soldados federados –llamados así por pertenecer a la Federación de la Guardia Nacional–, que fueron sorprendidos mientras dormían.
El ejército invade París
El delegado de guerra de la Comuna, Louis Delescleuze, se negó inexplicablemente a dar la alarma, lo que permitió que el ejército ocupara gran parte de la zona oeste de París sin encontrar apenas resistencia. Las muertes de los federados apresados durante esta incursión y ejecutados sumariamente fueron las primeras de los miles que traería consigo la ocupación militar. El 22 de mayo ya resultaba imposible negar la realidad: el ruido de los cañones era prueba suficiente de la entrada de las tropas en la ciudad. «Ha llegado la hora de la guerra revolucionaria», proclamó Delescleuze, llamando a la movilización total de la población.

Barricada comunera en el distrito XI de París, en torno a la plaza de la Bastilla, uno de los focos de la lucha contra los versalleses.
Foto: Kharbine-Tapabor / Album
Los comuneros empezaron a construir barricadas en las calles. Se erigieron hasta 900, algunas muy pequeñas, otras de gran tamaño, con aspecto de auténticas fortalezas. La concentración de las barricadas fue mayor en la zona este de París, en consonancia con el mayor apoyo a la causa de la Comuna en dicho sector. A defenderlas acudieron también numerosas mujeres, que ya antes habían pedido incluso formar batallones femeninos. Pero ni con los voluntarios se podía abarcar toda la ciudad: sólo cien barricadas fueron seriamente defendidas.
Esta falta de efectivos y su descoordinación se demostró el 23 en Montmartre, un barrio del que se esperaba ofreciera una gran resistencia, pero que cayó muy rápido. Muchas barricadas eran rodeadas por el enemigo, que las sorteaba por callejones y patios para entrar en edificios cercanos y disparar desde ventanas y techos a los defensores, expuestos a su fuego.
Barricadas y represión
Para entorpecer el avance de los versalleses, los federados comenzaron a quemar edificios de la ciudad. Algunos, como el palacio de las Tullerías, eran un símbolo de la odiada monarquía. Pero también se prendió fuego a viviendas de las que previamente se había sacado a sus residentes a la fuerza. Sin embargo, ello no detuvo el avance del ejército, que forzó a la dirección de la Comuna a abandonar su sede, el Hôtel de Ville, no sin antes incendiarlo junto con otros edificios oficiales, como el palacio de Justicia o la prefectura de Policía.
La toma de las posiciones de los federados iba seguida por una represión implacable por parte del Ejército. Se fusilaba a todo sospechoso de haber empuñado un arma o de haber prendido fuego a edificios. Abundan los testimonios sobre episodios terribles a este respecto. Un reportero encontró una treintena de cadáveres y al preguntar a la gente supo que los soldados los habían alineado ante una zanja para luego ametrallarlos. Quinientos federados que se rindieron en la iglesia de Saint-Eustache fueron ejecutados allí mismo.

La calle Rivoli en ruinas en mayo de 1871. Al final de la Semana Sangrienta, parte de París había quedado reducida a escombros.
Foto: Topham / Cordon Press
La ferocidad de los asaltantes llegó al extremo de no perdonar ni a los niños: el embajador estadounidense, el único que no abandonó la ciudad durante la Comuna, contó que un empleado de la embajada había visto los cadáveres de ocho chicos de menos de 14 años, fusilados tras haber sido capturados con petróleo.
En el cuartel Lobau, los versalleses instalaron un dispositivo que juzgaba y ejecutaba a los prisioneros que no habían sido fusilados en el acto. De nuevo los testimonios son estremecedores: un periodista británico aseguraba que en una jornada se ejecutó allí hasta a 1.200 personas. Los pelotones de ejecución disparaban –o ametrallaban– a grupos de 20 prisioneros. Victor Hugo escribiría más tarde: «Un sonido lúgubre impregna el cuartel Lobau: es un trueno que abre y cierra las tumbas». Por su parte, algunos comuneros decidieron tomar represalias por su cuenta y en la noche del 24, el arzobispo de París, Georges Darboy, y otros seis rehenes fueron fusilados en el patio de la prisión de La Roquette.
El 25 de mayo se intentó organizar una defensa conjunta del distrito XI, cuyo centro era la simbólica plaza de la Bastilla. Pero gran parte de los federados ya sólo querían escapar de la represión desatada por el enemigo y abandonaban las armas y el uniforme que les delataba para intentar esconderse en la ciudad, mientras que los que elegían combatir, sabiendo que la muerte era la salida más probable, preferían ir a luchar por sus propios barrios.

Las tropas de Versalles ejecutaron a miles de comuneros en los muros del cementerio de Père Lachaise, donde se habían refugiado.
Foto: Kharbine-Tapabor / Album
Tras la caída de la plaza de la Bastilla en la tarde del día 26, quedaba solamente una parte del sector este en manos de la Comuna: las zonas obreras de Belleville y Ménilmontant, donde el sistema defensivo organizado era más fuerte. Los combates allí se prolongaron los siguientes dos días. Antes de que cayera La Roquette, un grupo de guardias nacionales extrajo a los cerca de 50 prisioneros que quedaban en su interior y los ejecutó. Esta forma de venganza sólo aumentó la ferocidad de las tropas de Versalles, ante la que poco podía hacer una resistencia federada cada vez más exigua y desmoralizada.
El sábado 27 por la noche cayó el cementerio de Père Lachaise, donde los soldados ejecutaron en masa a los comuneros atrapados allí. Georges Clemenceau, futuro presidente de Francia y testigo de los acontecimientos, afirmaba que las ametralladoras funcionaron durante media hora sin parar ejecutando esa tétrica labor. Al día siguiente, el ejército acababa con la última resistencia en Belleville, cuyas retorcidas y estrechas calles habían favorecido a los defensores. Los opositores a la Comuna salieron a celebrar la rotunda victoria sobre el enemigo. Mientras, comenzaba una orgía de denuncias hacia federados que habían tratado de esconderse o habían apoyado al ya extinto régimen.
Muerte y destrucción
Se desconoce la cifra exacta de muertes durante la Semana Sangrienta. Las tropas de Versalles sufrieron unas 500 bajas por día; en total, del 21 al 28 de mayo resultaron muertos o heridos 3.500 soldados. La Comuna ejecutó a poco más de 60 personas, mientras que sufrió la represión masiva desencadenada por el gobierno. Entre las bajas del combate y los miles de ejecuciones sumarias, se especula con que murieron entre 20.000 y 30.000 personas. A ello hay que sumar los 36.000 detenidos por los versalleses, a los que se impusieron 10.137 condenas que iban desde la pena de muerte a las detenciones y envíos forzados a colonias penitenciarias.
París se convirtió en una ciudad de ruinas humeantes y familias destrozadas por las muertes y el encarcelamiento de decenas de miles de personas. La capital permaneció los siguientes cinco años bajo la ley marcial, y hubo que esperar a la amnistía de 1880 para que los que aún cumplían condena recobraran la libertad. La memoria de la Comuna quedó asociada al rojo no tanto por su bandera, sino por la sangre derramada. Tal fue el miedo provocado por el episodio que tuvo que pasar un siglo hasta que París volviera a elegir democráticamente a su alcalde.
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Tropas Versallesas
Foto: Alamy / ACI
Un avance inexorable
Las tropas versallesas penetraron en París el 21 de mayo por el Pont du Jour y avanzaron de oeste a este de la ciudad. El día 23 tomaron Montmartre, al día siguiente cayó la sede del gobierno de la Comuna, en el Hôtel de Ville, y el 26, la plaza de la Bastilla. Los comuneros se refugiaron en el barrio de Belleville, donde tan sólo pudieron resistir un par de días más el avance del ejército versallés.

La Columna de Vendôme, en el centro de la plaza de París que le da nombre.
Foto: Shutterstock
Abajo el símbolo de la barbarie
En su odio al Imperio de Napoleón III, los comuneros se dedicaron a destruir los símbolos napoleónicos que había en París. El acto más espectacular fue el derribo de la columna de la plaza Vendôme, erigida por Napoleón I con el cobre de los cañones capturados a los austríacos en la batalla de Austerlitz y coronada por una estatua del mismo emperador. Miles de personas se reunieron en la plaza el 16 de mayo para ver la caída de este «monumento de barbarie» mientras entonaban canciones revolucionarias. Años después, la columna fue reconstruida.

Jaroslaw Dombrowski
Foto: Album
Los extranjeros
En el alzamiento comunero participaron no pocos extranjeros, en particular polacos que se habían exiliado en Francia tras el fracasado levantamiento de su país contra Rusia en 1863. Éste era el caso de Jaroslaw Dombrowski, que se encargó de la defensa de la ciudad al inicio de la Semana Sangrienta y murió en una barricada de Montmartre.

Un oficial examina las manos de un comunero.
Foto: Album. Color: José Luis Rodríguez
Trazas de pólvora
Las tropas versallesas examinaban minuciosamente a los comuneros apresados: estar herido, manchado de pólvora o tener un moratón en el hombro derecho (lugar en el que golpeaba el fusil al disparar) provocaban que el sospechoso fuera fusilado.
Escuchar el reportaje especial multimedia con la locución de la autora, Ainhoa Campos, sobre el papel de las mujeres en la revolución.
Este artículo pertenece al número 207 de la revista Historia National Geographic.