IMAGEN DE LA SEMANA

Un rostro imperecedero

Máscara de Agamenón

Máscara de Agamenón

La Máscara de Agamenón en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas.

Foto: Thanassis Stavrakis / AP Photo / Gtres

Al contemplar fijamente la Máscara de Agamenón uno corre el riesgo de que abra los ojos, tal es su realismo. El rostro del difunto se corrompe con el tiempo, sus facciones inconfundibles se alteran y desaparecen para siempre. Y ahí cumple su función la máscara funeraria: ocultando la corrupción material con un rostro imperecedero, en este caso de oro repujado. Que no se destruya la identidad del sujeto, de eso se trata, ni con el paso de los siglos ni con el paso de los milenios. La pieza ha sido fechada entre 1550 y 1500 a.C., es decir, unos trescientos años antes que el héroe mítico Agamenón, si es que realmente existió (Agamenón participó en la guerra de Troya, que los antiguos griegos situaron entre los siglos XIII y XII a.C.). La Máscara de Agamenón se denomina así por puro capricho de Heinrich Schliemann, un comerciante rico y entusiasta de la arqueología, quien parece ser que afirmó lo siguiente: "He contemplado el rostro de Agamenón". Schliemann adoraba los poemas homéricos desde la infancia y creía en la veracidad de los mismos. En 1876 excavó en Micenas, el antiguo reino de Agamenón, y halló varias tumbas principescas con sus respectivas máscaras funerarias. La denominada Máscara de Agamenón era la más elaborada y la única que lucía barba, por lo que fue asociada con el héroe griego. La aportación de Schliemann a la arqueología es incuestionable, pero aún le persigue una cierta fama de oportunista y embaucador. Incluso hay quien duda sobre la autenticidad de esta pieza, que pudo haber encargado él mismo para vanagloriarse. "Si la máscara es genuina, Schliemann es el arqueólogo más afortunado hasta Howard Carter. Si es falsa, fue un genio que engañó a los principales arqueólogos e historiadores del mundo durante más de un siglo", expresó hace años William M. Calder III, profesor de estudios clásicos en la Universidad de Illinois. Un nuevo análisis con técnicas modernas podría acabar con este dilema, pero por el momento no parece que la pieza vaya a moverse de su vitrina en el Museo Arqueológico Nacional de Atenas.