Romanos en la Galia: un barco romano en el Ródano

La recuperación de un barco hundido en el Ródano desvela la importancia de la urbe romana de Arelate como epicentro comercial en la Galia del siglo I.

1 /19

Fotomontaje: Museo Departamental del Arles Antiguo

1 / 19

Un barco romano en el Ródano

Construida para el comercio fluvial en el siglo I de nuestra era, una barcaza romana de 31 metros de eslora fue recuperada del Ródano, a su paso por Arles, en 2011. En casi perfecto estado tras dos milenios enterrada en el fango, la embarcación puede admirarse desde el pasado otoño en el Museo del Arles Antiguo. Al fondo, un Neptuno de mármol, también hallado en el río, custodia la nave.

Foto: Teddy Seguin y Lionel Roux

2 / 19

Un barco romano en el Ródano

Trabajando en unas aguas  que rara vez ofrecían esta transparencia –«nos movíamos a tientas por un laberinto», relata la arqueóloga Sabrina Marlier–, los buzos sacaron  a la superficie miles de ánforas de arcilla. Esta, de procedencia hispana, contenía garo.

Foto: Teddy Seguin y Lionel Roux

3 / 19

Un barco romano en el Ródano

La larga y esbelta proa de la barcaza emerge del fondo del Ródano en 2011. Los buzos hallaron el extremo de popa del costado de babor asomando del fango a solo cuatro metros de profundidad, pero para desenterrar la proa reforzada con hierro tuvieron que descender nueve metros y retirar una capa de dos metros de barro y ánforas.

4 / 19

Un barco romano en el Ródano

La Arles-Rhône 3 llega a puerto en su última travesía, cargada con 30 toneladas de piedra de construcción procedente de una cantera sita a unos 14 kilómetros al norte de la ciudad. En el siglo I Arles era una próspera encrucijada comercial. La calzada de Roma a Hispania cruzaba el Ródano sobre un puente levadizo. Los productos que llegaban remontando el río desde el Mediterráneo se transferían en Arles a unas barcazas que los distribuían por toda Francia.

Fernando G. Baptista, NGM; Mesa Schumacher.

Ilustración Jaime Jones. Fuente: Sabrina Marlier, Museo Departamental del Arles Antiguo

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

5 / 19

Un barco romano en el Ródano

En 2007 se localizó en el Ródano arlesiano un busto a tamaño natural que se cree representa a Julio César, a quien los astilleros de la ciudad construyeron una docena de buques de guerra el año 49 a.C.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo, 11,5 cm.

6 / 19

Un barco romano en el Ródano

El fondo plano de la embarcación se hizo con tablones de roble; los costados, con las dos mitades de un tronco de abeto. Unos 1.700 clavos mantenían unidas todas las piezas. El marchamo que hay en uno de los maderos, «C L Postu», tal vez sea la abreviatura de «Caius y Lucius Postumius», los dueños o los constructores de la barcaza.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo, 3,5 cm.

7 / 19

Un barco romano en el Ródano

En el lodo se halló una moneda con la efigie de Nerón, pero la barcaza fue construida probablemente antes del reinado del emperador –que comenzó poco después del año 50–, según indican los anillos de crecimiento de la madera.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo, 8 cm.

8 / 19

Un barco romano en el Ródano

Esta lámpara de aceite de 8 centímetros de diámetro apareció en la propia barcaza, lo que indica que pertenecía a la tripulación. En el depósito situado debajo de la decorada superficie se vertía aceite de oliva o de algún otro tipo.

Foto: Rémi Bénali; Museo Lapidario de Aviñón, Fundación Calvet

9 / 19

Un barco romano en el Ródano

Un bajorrelieve datado del siglo II o III da fe de cómo se transportaban las mercancías en la Galia: en barcazas fluviales arrastradas  a la sirga río arriba por cuadrillas de hombres.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

10 / 19

Un barco romano en el Ródano

Los artículos de lujo hallados en el lodo que cubría el Arles-Rhône 3 dan fe de lo próspera que era la ciudad en época romana. Esta vasija de bronce, de aproximadamente medio metro de altura, tenía dos asas con forma de sendos monstruos marinos: cabeza de perro, cola de delfín, pies palmeados y centelleantes ojos de plata. La vasija quizá cayó por la borda en un desembarco.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

11 / 19

Un barco romano en el Ródano

Para desenterrar la barcaza, bautizada como Arles-Rhône 3, los arqueólogos tuvieron que excavar un vertedero romano que constituye  un tesoro por sí mismo. Los 900 metros cúbicos de material que retiraron estaban formados en su mayor parte por ánforas de arcilla, pero también había otros vestigios de la vida cotidiana romana. Lo mismo que la mayoría de las ánforas, algunos de esos vestigios fueron arrojados al río, pero otros probablemente cayeron de alguna embarcación o fueron arrastrados desde las orillas: una jarra de cerámica con forma de perro (en la imagen) del siglo I o II, de 25 centímetros de longitud y fabricada en Italia, tal vez se usaba para servir vino.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

12 / 19

Un barco romano en el Ródano

Esta espada de hierro de 48 centímetros de longitud tal vez perteneció a un legionario romano. Julio César repartió tierras en torno a Arles a sus veteranos retirados.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

13 / 19

Un barco romano en el Ródano

La punta de una horquilla para el pelo, tallada en hueso y de unos cuatro centímetros de longitud, pudo llegar al río desde unos baños públicos a orillas del Ródano.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

14 / 19

Un barco romano en el Ródano

Este retrato de mujer tallado en ámbar o cornalina fue tal vez un sello. Tiene el tamaño aproximado de una uña.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

15 / 19

Un barco romano en el Ródano

Este delicado brazalete de aleación de cobre, de unos nueve centímetros de ancho, es una de las muchas joyas halladas en la excavación.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

16 / 19

Un barco romano en el Ródano

El dios Sabacio rodeado de serpientes adorna una crátera –una vasija donde se mezclaba el vino con agua– de unos 46 centímetros de alto.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

17 / 19

Un barco romano en el Ródano

Un marinero o un estibador tal vez perdió este cuchillo con cachas de hueso, de 13,6 centímetros de longitud, a pesar del anillo de metal diseñado para ir unido a una cadena.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

18 / 19

Un barco romano en el Ródano

A poca distancia río abajo de la barcaza apareció esta jarra de bronce, de 17,8 centímetros de alto y fabricada en el sur de Italia en el siglo I.

Foto: Rémi Bénali, Museo Departamental del Arles Antiguo

19 / 19

Un barco romano en el Ródano

Es probable que la barcaza estuviese amarrada al muelle cuando se hundió. Entre los objetos hallados a bordo estaba esta hoz de hierro de 38 centímetros con la que la tripulación hacía astillas para el fuego. No había restos humanos.

Los romanos tenían un serio problema con los residuos, aunque para nuestros estándares actuales la suya era una basura muy estética. Su problema eran las ánforas. Necesitaban millones de esos cántaros cuellilargos para transportar vino, aceite de oliva y garo a lo largo y ancho del Imperio, y por lo general no reciclaban los envases. A veces ni siquiera se molestaban en descorchar las ánforas; les cortaban el cuello o el pico de la base, vaciaban el contenido y las tiraban. En Roma hay una colina formada exclusivamente por restos de ánforas.

Es el Monte Testaccio: dos hectáreas y 50 metros de altura básicamente de recipientes de 70 litros que en su día contuvieron aceite de oliva hispano. Se lanzaban desde la trasera de los almacenes que había a lo largo del Tíber. Los arqueólogos españoles que han excavado el vertedero creen que el montículo empezó a elevarse en el siglo I, cuando también el Imperio alcanzaba sus cotas más altas.

En torno a la misma época, los estibadores de Arles tenían otro sistema: tiraban los envases al río. En el siglo I esta ciudad del sur de Francia situada a orillas del Ródano era la próspera puerta a la Galia romana. Mercancías llegadas de todo el Mediterráneo se transferían allí a las bar­cazas fluviales que, arrastradas a la sirga Ródano arriba, abastecían los límites septentrionales del Imperio. «Era una ciudad en la encrucijada de todos los caminos, donde llegaban productos del mundo entero», dice David Djaoui, arqueólogo del Museo Departamental del Arles Antiguo. El propio Julio César había otorgado carta de ciuda­danía a la población de Arles en pago a su apoyo militar. En el centro urbano actual, en la margen izquierda del Ródano, todavía se yergue el anfiteatro en el que 20.000 espectadores disfrutaban de las luchas de gladiadores, pero del puerto que financiaba todo aquello, y que ocupaba aproximadamente un kilómetro de la orilla derecha, no queda más que una sombra en el lecho fluvial: una ancha franja de basura romana.

Basura para ellos, no para nosotros. En el verano de 2004, un buzo que examinaba el vertedero en busca de tesoros arqueológicos reparó en un trozo de madera que asomaba del fango a cuatro metros de profundidad. Resultó ser el extremo de popa del costado de babor de una barcaza de 31 metros de eslora. La embarcación estaba casi intacta; la mayor parte seguía enterrada bajo las capas de lodo y ánforas que llevaban protegiéndola cerca de 2.000 años. En su interior guardaba su último cargamento y hasta unos cuantos efectos personales de la tripulación. Gracias a este y otros pequeños milagros –entre ellos otra «intervención» de Julio César–, la barcaza ha emergido de la basura para reanudar su última travesía, esta vez a cubierto en un ala novísima del Museo Departamental del Arles Antiguo.

El pasado mes de junio los restauradores se afanaban en la preparación de la barcaza para su presentación pública. Aquellos días me alojé durante una semana en una casita de piedra con vistas al Ródano. Arles no estaba todavía en temporada alta y las callejuelas de la ciudad estaban casi desiertas. El mistral soplaba sin tregua. Por las noches me despertaba el traqueteo de las persianas y el roce hueco de una botella de plástico rodando sobre la piedra del muelle.

Desde la azotea se veía la otra orilla del río, la derecha, en la que durante una estancia anterior el fotógrafo Rémi Bénali y yo mismo habíamos recogido dos herrumbrosos clavos artesanales, aunque tenían más de púa que de clavo. Entonces, como ahora, no había en el muelle más que un gran contenedor de transporte, pero durante siete meses de 2011 aquel contenedor había servido de cuartel general de los buzos y arqueólogos que se pasaban los días entrando y saliendo del agua para aspirar el lodo que cubría la barca­za romana, serrarla luego a mano en diez partes y acto seguido sacarlas del agua una por una con una grúa. Los clavos que recogimos se habían caído de uno de los maderos empapados, lo que significaba que eran más o menos de la misma época –y seguramente del mismo estilo– que los usados para clavar a Jesucristo en la cruz.

Al contemplar las aguas del Ródano, grises, ominosas, revueltas, con remolinos tan rápidos como cambiantes, intenté imaginar por qué al­­guien querría bucear allí. No fui capaz. Tampoco lo fue Luc Long al principio. Él es el arqueólogo cuyo equipo descubrió la barcaza. Lleva decenios buceando en este río, pero aún no se ha reconciliado con el recuerdo de su primera inmersión.
Long, de 61 años, trabaja para el Departamento de Investigaciones Arqueológicas Subacuá­ticas y Submarinas (DRASSM) del Ministerio de Cultura francés. Había trabajado en pecios por todo el Mediterráneo cuando en 1986 su amigo Albert Illouze, buzo y buscador de pecios, despertó en su conciencia el remordimiento de no haber explorado el río de su infancia. Los arlesia­nos dieron la espalda al Ródano hace siglos, antes incluso de que las redes viarias y ferroviarias le restasen importancia comercial. Aprendieron a temerlo como fuente de inundaciones y enfermedades, y Luc se crió en esa tradición. «No me apetecía nada bucear en el Ródano», afirma.

Él e Illouze se sumergieron en el río una ma­­ñana de noviembre, enfrente del actual emplazamiento del museo. El agua estaba a unos 9 °C, llena de espumarajos y hedionda (en las inmediaciones había desagües de aguas fecales). No había más de un metro de visibilidad, lo que en el Ródano es todo un récord de transparencia. La corriente zarandeaba a Long con una fuerza que lo atemorizó. A unos seis metros de profundidad descubrió un tapacubos, atornillado a una camioneta. Despacio, con cierta aprensión, avanzó a tientas hasta la portezuela del conductor. En el asiento halló un ánfora romana.
Después, ambos se encontraron buceando sobre un vasto campo de ánforas. Long nunca había visto tantas piezas intactas juntas. Fue una revelación: desde ese momento se ha dedicado al estudio de los desechos romanos. Pero el Ródano sigue sin ser un lugar agradable para trabajar. Él y sus hombres tuvieron que habituarse a la oscuridad, la contaminación, los patógenos. Entre carritos de supermercado y coches accidentados, vivieron encuentros con siluros gigantes, unas bestias de hasta 2,50 metros que aparecían de las tinieblas para morder las aletas de los buzos.

Transcurrieron unos 20 años sin que nadie prestara demasiada atención a la labor de Long. En 2004, cuando su equipo descubrió la barcaza que bautizaron como Arles-Rhône 3 (previamente habían localizado vestigios de otras dos em­­barcaciones), ni se le pasó por la imaginación que pudiera haber presupuesto para reflotarla. Con ayuda de un colega serró una sección de la parte expuesta; este la analizó y reanalizó hasta con­vertirla en serrín. En 2007 tres arqueólogos más jóvenes, Sabrina Marlier, David Djaoui y Sandra Greck, tomaron el relevo del estudio de la nave.

Cuando ese año iniciaron las inmersiones en el pecio, Long procedió a examinar el resto del vertedero, unos 50 metros río arriba. Justo delante del casco urbano de Arles comenzó a localizar piezas de la ciudad: piedras monumentales, como el capitel de una columna corintia en la que pudo apreciar huellas de la erosión del mistral. También empezó a encontrar estatuas; una Venus aquí, un galo cautivo allá. Se corrió la voz. La policía aduanera francesa advirtió a Long de que quizá su labor fuese vigilada por ladrones de antigüedades. Cuando sus buzos hallaron una estatua a tamaño natural de Neptuno, dios del mar y de los marinos, esperaron a que anocheciese para subirla a tierra.

Antes de concluir la temporada de inmersiones, el buzo que había dado con la Arles-Rhône 3, Pierre Giustiniani, descubrió la estatua que trazaría el nuevo rumbo de la embarcación: un busto de mármol que parecía representar a Julio César, cuyos retratos son sorprendentemente escasos. Este podría ser el único existente de los que fueron esculpidos en vida de César, quizá tras la declaración de Arles como colonia romana, lo que supuso el inicio de siglos de prosperidad.

Hay que entender que Arles es una ciudad pequeña, incluso pobre, dice Claude Sintes, director del Museo Departamental del Arles Antiguo. El taller de locomotoras cerró en 1984; el molino de arroz y la papelera, la pasada década. Apenas si queda más que el turismo. Los visitantes acuden en parte por Van Gogh, quien durante una temporada pintó en Arles. Pero el subsuelo sobre el que se asienta la ciudad está «minado» del pasado romano: casi no puedes dar una palada en tu jardín sin tocar una piedra o una tesela romanas. La exposición organizada por Sintes a partir del busto de César, una vez que la noticia del hallazgo dio la vuelta al mundo, demostró que algunos de esos objetos tienen valor comercial. «La exposición fue todo un éxito –recuerda–. Cuando nuestra modesta ciudad recibió 400.000 visitantes, los políticos comprendieron que el potencial económico era enorme.»

En otoño de 2010, cuando la exhibición sobre César llegaba a su fin, esas mismas autoridades buscaban ya más proyectos culturales en los que invertir: la UE acababa de declarar Marsella, y toda la Provenza, Capital Europea de la Cultura 2013. Y Arles quería sacar tajada de aquella ac­­ción promocional. De repente se materializaron nueve millones de euros para ampliar el museo de Sintes con un ala nueva en la que exhibir una barcaza romana. Solo había una condición: el proyecto tenía que estar acabado en 2013.

El plazo suena razonable, si no sabes lo que es la madera antigua y el Ródano. El lodo había protegido las tablas de la Arles-Rhône 3 de la pu­­trefacción microbiana, pero el agua había disuelto la celulosa e invadido las células de la madera, convirtiendo la embarcación en una estructura blanda y esponjosa. «La madera se sostenía por el puro soporte del agua –explica Francis Bertrand, director de ARC-Nucléart, un taller de restauración y conservación de Grenoble–. Si se evaporase, toda la estructura se vendría abajo.» La solución sería dejarla unos meses sumergida en polietilenglicol y luego someterla a un proceso de liofilización, rellenándola gradualmente con el polímero antes de eliminar el agua. Pero habría que partir la nave en tantos pedazos como fuese necesario para que cupiesen en los liofilizadores. El proceso llevaría dos años.
Solo quedaba una temporada de excavación, 2011, para retirar la barcaza del Ródano. «El proyecto estaba condenado al fracaso», recuerda Benoît Poinard, buzo a cargo de la operación. En el Ródano solo se puede bucear desde finales de junio hasta octubre, cuando la corriente no es tan violenta. Y tres o cuatro meses no bastarían para rescatar la Arles-Rhône 3.

Entonces llegó 2011. Ese invierno apenas nevó en los Alpes; en primavera apenas llovió. El Ródano bajaba tan calmo que el equipo de Sabrina Marlier se lanzó al agua a principios de mayo. Ese mes la visibilidad alcanzó el metro y medio, algo inaudito. Trabajaron sin pausa hasta bien entrado noviembre. Terminaron a tiempo. «A las dos horas de acabar –apunta Poinard–, bucear en el Ródano se volvió misión imposible hasta el verano siguiente.»

Hacia el fin de la temporada, cuando los restauradores de ARC-Nucléart estaban desmontando la proa sobre el muelle, encontraron un denario de plata. El armador había sellado la pequeña moneda entre dos tablones con la intención de que trajera buena suerte. Y así fue, aunque 2.000 años más tarde.

cuando la arles-RhÔne 3 se hundió, llevaba a bordo 30 toneladas de piedras de cantería. Eran bloques de caliza planos e irregulares, de entre ocho y 15 centímetros de grosor. Procedían de una cantera situada 14 kilómetros al norte de Arles y probablemente su destino era alguna obra en la margen derecha, en la Camarga. Sin embargo, la proa apuntaba río arriba, lo que indica que en ese momento estaba atracada. Probablemente se la tragó una crecida repentina.

Cuando la crecida remitió, la nube de sedimentos que había levantado volvió a posarse en el fondo, cubriendo la barcaza con una capa de arcilla de no más de 15 centímetros. En esa arcilla el equipo de Marlier halló los efectos personales de los tripulantes: una hoz que usaban para cortar la leña para cocinar, un dolium (una gran tinaja de barro) partido por la mitad para que hiciese de hornillo; una fuente y una jarra gris. «Esto es lo que hace que este barco sea excepcional –dice Marlier–. Falta el capitán al timón, pero lo demás lo tenemos.» El mástil, con las marcas de las sirgas, es el hallazgo al que da más valor.

A esa especie de instantánea de la embarcación, los 900 metros cúbicos de lodo y desperdicios romanos que acabaron sepultándola añaden imágenes secuenciales de la realidad comercial de Arles. En el sótano del museo, recorrí con Djaoui largas galerías de ánforas. «Habrá que estudiar todo esto», dijo. Para entonces los arqueólogos ya habían devuelto al lecho fluvial 120 toneladas de fragmentos de cerámica, en el hoyo dejado por el pecio. Le pregunté por el destino de las piedras de cantería con las que la nave inició su último viaje. Pesaban demasiado para la barcaza restaurada, dijo; en su lugar, se habían usado réplicas. Djaoui me llevó a la parte de atrás del museo. Allí estaban las piedras, junto a un gran contenedor de basura, aguardando también ellas el momento de regresar al río.