TRANSCRIPCIÓN DEL PODCAST
En las primeras décadas del siglo XIX, el comercio al detalle en las ciudades europeas había variado muy poco respecto al pasado. Por un lado, existían los pequeños establecimientos dedicados en exclusiva a un único producto: mercerías, perfumerías, joyerías... Asimismo, también podía acudirse a pequeños tenderetes callejeros, por lo general ambulantes, que se agrupaban en ferias o mercados.
Las clases altas solían realizar sus adquisiciones en el propio domicilio, hasta donde se desplazaban los comerciantes que habían sido requeridos previamente o los artesanos –por ejemplo, sastres y modistas– que tomaban nota de sus encargos. La oferta era limitada, los precios a veces se disparaban y la compra requería un ejercicio de regateo que no siempre dejaba un buen sabor de boca.
La situación empezó a cambiar a mediados del siglo XIX. Tras la Revolución Industrial, una pujante burguesía quería tener acceso a una amplia gama de pequeños o grandes lujos que hasta entonces le habían estado vedados. Tenía dinero para gastar y ganas de seguir las modas, tanto que hasta en las grandes capitales las tiendas se le estaban quedando pequeñas.
El cliente manda
Para atender esta nueva demanda surgieron en ciudades como París algunas nuevas fórmulas comerciales, como los pasajes cubiertos –galerías comerciales abiertas en el interior de inmuebles– o las tiendas de novedades (boutiques de nouveautés), una especie de bazares dirigidos a una clientela selecta.
Pero a mediados del siglo XIX apareció un nuevo tipo de establecimiento comercial en el que la clientela –sobre todo la de sexo femenino– podía encontrar reunidos mil y un objetos diversos sin necesidad de cambiar de tienda, y en un ambiente confortable y elegante.

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Cordon Press
Además, los artículos tenían cada uno su precio marcado, y un personal numeroso y especializado asesoraba a las clientas sin atosigarlas. La invención de este nuevo tipo de centro comercial, los grandes almacenes, se ha atribuido al francés Aristide Boucicaut. Hombre hecho a sí mismo, Boucicaut era hijo de un sombrerero de provincias. Nació y creció en Belleme, en la región de Normandía, y empezó a trabajar como vendedor ambulante de sombreros.
A los dieciocho años se instaló en París, donde en 1834 comenzó a trabajar en un bazar llamado Le Petit Saint Thomas. Allí conoció a su esposa, Marguerite Guérin, quien acabó por convertirse en su mejor colaboradora. En 1845 entró como dependiente en una boutique de nouveautés llamada Au Bon Marché. Durante estos años, Boucicaut, gracias al contacto directo con los clientes, aprendió a conocer bien su psicología y experimentó en carne propia todos los factores que influyen a la hora de con seguir vender un artículo.
Haciendo gala de un espíritu de iniciativa que lo caracterizaría toda su vida, convenció a los amos de Au Bon Marché para remodelar el almacén y disponer en su interior una serie de departamentos capaces de suministrar todo aquello que pudiera precisar un potencial cliente. Así, se mostraban vestidos, sombreros, paraguas, guantes, bolsos, maletas… que siempre podían adaptarse a las medidas o los gustos del comprador.
La experiencia fue acogida con tal entusiasmo que en 1853 Boucicaut, tras crear una sociedad con sus anteriores empleadores, se trasladó a unas nuevas instalaciones de mayor tamaño en la parisina rue de Sévres. El nuevo complejo comercial mantuvo el nombre de Au Bon Marché. Unos años más tarde, en 1863, gracias a la aportación de capital de un francés que había hecho fortuna como comerciante en Estados Unidos, Boucicaut adquirió todo el negocio.
Entretanto, las instalaciones se habían quedado pequeñas por lo que en 1867 Boucicaut encargó a Gustave Eiffel y a Louis Charles Boileau un proyecto para un nuevo local construido con hierro y cristal según la estética del momento. Se construyó en la misma rue de Sévres de París, en el distrito séptimo, y aún hoy continúa abierto.
El placer de consumir
Auténtico genio del marketing, Boucicaut se las ingenió para hacer de la compra una experiencia placentera, que proporcionaba una gratificación mayor que la mera cobertura de una necesidad concreta. Su negocio estaba orientado al público femenino, pero para evitar que sus acompañantes masculinos se impacientaran instaló un pequeño café donde los caballeros podían leer, fumar o tomar una copa mientras las damas compraban.
Asimismo, si a las compradoras les acompañaban sus hijos, se preocupaba de obsequiar a los niños con globos o golosinas, con lo que se aseguraba que los pequeños serían los más firmes colaboradores para conseguir que sus madres regresaran al establecimiento.
En Au Bon Marché, por primera vez en la historia, los clientes podían contemplar el producto de cerca, ver el precio en la etiqueta, extasiarse ante los llamativos carteles publicitarios que llevaban el nombre de los almacenes por doquier, e incluso beneficiarse de precios más reducidos en diferentes épocas del año. Ello comportaba, además, la desaparición de la costumbre del regateo e incorporaba el asesoramiento gratuito de los dependientes que contaban con la suficiente preparación para aconsejar al comprador de acuerdo con sus necesidades.
El establecimiento debía ser, además, un lugar cómodo y acogedor. De ahí que Boucicaut cuidara especialmente la decoración e instalara ascensores de subida y bajada para facilitar al cliente el desplazamiento entre las plantas. También abrió enormes escaparates que dejaba encendidos por la noche como reclamo publicitario. Igualmente, puso en práctica la entrega a domicilio para incitar al cliente a adquirir un mayor número de artículos sin tener que preocuparse por el transporte.
Trabajadores contentos
La capacidad de negocio de Boucicaut no se detuvo en el establecimiento de París. Decidido a incrementar las compras, se aventuró a la venta por catálogo, que incluía, en caso de que el artículo no fuera del agrado del cliente cuando lo recibía, la posibilidad de devolución sin coste alguno.
La red de ventas se distribuyó por las principales ciudades de Francia y, más tarde, llegó a todos los rincones de Europa y América. Es más, en 1910 Boucicaut creó el Hotel Lutetia, un espléndido alojamiento a medio camino entre el art nouveau y el art déco, para que pudieran alojarse en él aquellos clientes que no residían en París.
Además, inspirándose en la teoría del socialismo cristiano del político y sacerdote francés Hugues de Lamennais, Boucicaut estipuló para sus trabajadores –que llegaron a ser 3.500– una serie de condiciones laborales absolutamente inusuales para la época. Así, incluyó la baja retribuida por maternidad, ofreció subsidios en caso de enfermedad, obsequiaba a sus empleados cuando contraían matrimonio, les facilitaba la posibilidad de recibir clases de idiomas a fin de poder atender mejor a los clientes extranjeros e incluso les daba vivienda en las mismas instalaciones de los almacenes.
El impacto de esta nueva forma de comercio no sólo contribuyó a fomentar el prestigio internacional de la industria de la moda francesa y la incorporación de las mujeres al ámbito laboral como dependientas, modistas, bordadoras, sombrereras… sino que llegó a inspirar a grandes escritores. En 1883, Émile Zola publicó El paraíso de las damas, cuyo protagonista, Octave Mouret, bien podría ser el alter ego de Boucicaut, mientras que el establecimiento ficticio que da título a la novela es una fiel descripción de lo que representó Au Bon Marché para quienes contemplaron su nacimiento.
«El Paraíso de las Damas –escribía Zola– lanzaba mil fulgores desde las ocho de la mañana […]. En la puerta ondeaban banderas, las piezas de lana palpitaban en el aire fresco de la mañana, animando la plaza de Gaillon con un tumulto de verbena; mientras, en ambas calles, los escaparates desplegaban sinfonías de telas, cuyos resplandecientes tonos avivaba aún más la limpidez de las lunas. Era una orgía de colores, un regocijo callejero [...] en aquel rincón dedicado por completo al consumo, abierto de par en par a todo aquel que quisiera, como mínimo, alegrarse la vista».
Ante el éxito de Au Bon Marché, no es de extrañar que no tardaran en surgirle imitadores. A su sombra crecieron otros muchos grandes almacenes en París, algunos abiertos por los propios empleados de Boucicaut. Ése fue el caso de Au Printemps, fundado por Jules Jaluzot y Jean Alfred Duclos en 1865 –donde se instalaron las primeras escaleras mecánicas de la historia de los establecimientos comerciales, en 1930–, o de La Samaritaine en 1869, a cargo de Ernest Cognacq y Marie Louise Jaÿ, todos ellos formados profesionalmente en Au Bon Marché.
Los imitadores
En 1893, Théophile Bader y Alphonse Kahn fundaron las Galerías Lafayette, que gracias a su localización atrajeron rápidamente a una clientela formada por la alta burguesía, mientras que Au Bon Marché o La Samaritaine quedaron reservados a un público mayoritariamente de clase media. Al igual que Au Bon Marché, estos centros legaron mucho más que un nuevo concepto del comercio: sus sedes son unos bellísimos edificios que combinan el art nouveau y el art déco, y que pueden catalogarse de obras maestras de la arquitectura de su tiempo.
En Londres existían los almacenes Harrods. Abiertos en 1835 en el distrito londinense de Stepney, fueron, en origen, una tienda de ultramarinos que se convirtió en una gran superficie comercial a partir de su traslado en 1849 al barrio de Knightbridge, un distrito de la capital británica cuyo crecimiento comportó el aumento del volumen de ventas y la variedad de productos del hoy elitista Harrods.
En otros países surgieron a finales del siglo XIX grandes almacenes aún hoy famosos. En Estados Unidos, otro visionario a la hora de transformar el comercio tradicional fue Franklin W. Woolworth, quien fundó en 1879 la primera sede de la que sería una cadena de grandes almacenes, Woolworth’s, donde toda la mercancía se vendía a un precio único: 5 o 10 centavos. En 1872 se fundó Bloomingdale’s y en 1902, Macy’s inauguró en Nueva York «la tienda más grande del mundo».
En España, Barcelona fue la primera ciudad en recoger el guante lanzado por Boucicaut. En 1878 se abrieron en las Ramblas los Grandes Almacenes El Siglo. Tenían siete pisos, contaban con una plantilla de un millar de empleados, una flota de 25 vehículos para el reparto a domicilio e imprimían más de 20. 000 catálogos. Su destrucción a causa de un incendio en la Navidad de 1932 conmocionó a la ciudad.
Madrid conoció sus primeros grandes almacenes en 1924 bajo el nombre de Madrid-París. Se ubicaban en plena Gran Vía y estaban destinados a un público de clase media-alta. Diez años después, ante su escaso éxito, la firma cerró y su emplazamiento fue ocupado por otros grandes almacenes, la Sociedad Española de Precios Únicos (SEPU), que comercializaba sus productos en la línea más económica de Woolworths. Galerías Preciados y El Corte Inglés llegarían más tarde, en la década de 1940.
Todo un conjunto de famosas marcas comerciales que no hubieran sido posibles sin la intuición empresarial y la innovadora concepción del comercio de aquel joven de provincias francés llamado Aristide Boucicaut.