Es probablemente la anécdota más conocida de la historia del periodismo norteamericano. A principios de 1897, el artista Frederic Remington se encontraba en Cuba como corresponsal del New York Journal. Famoso pintor de rodeos y otras escenas del Salvaje Oeste, Remington se hallaba en la isla caribeña por encargo del propietario del periódico, William Randolph Hearst, en previsión de que empezaran las hostilidades contra España. «Aquí no pasa nada –informó un aburrido Remington a Hearst por telegrama–. No habrá ninguna guerra. Quiero volver». Hearst contestó: «Por favor, quédese. Usted ponga las imágenes, que yo pondré la guerra».
Esta historia se ha contado hasta la saciedad como prueba de que la prensa amarilla, y en particular Hearst, pusieron a Estados Unidos en el camino hacia la guerra contra España en 1898. Lástima que sea falsa. Nunca se encontraron estos telegramas y Hearst nunca admitió haberlos escrito. Los historiadores creen que la anécdota es fruto de la imaginación del mejor corresponsal de Hearst, James Creelman, que la incluyó en unas memorias tan llenas de recuerdos «creativos» como de alabanzas desmesuradas hacia Hearst.
Sin embargo, esta historia contiene una verdad más grande que la propia invención, porque la anécdota relatada por Creelman se queda corta al sugerir que la prensa amarilla fue la responsable de que empezara la guerra. De hecho, esa fue la realidad: los periódicos «serios», las revistas económicas, las empresas editoriales e incluso la incipiente industria cinematográfica participaron en la carrera enloquecida que despertó un abrumador sentimiento belicista en la población. Reporteros de todo pelaje fueron responsables de falsedades flagrantes que rivalizan con las que encontramos hoy en los medios, en una competición por atraer lectores y ganar poder que estiró y a menudo sobrepasó los límites del periodismo.
Cambio de época
La guerra marcó tanto el debut de la joven república norteamericana como potencia global como la última etapa del declive del Imperio español, que perdió entonces lo poco que le quedaba de sus otrora extensos dominios. Pero también marcó el inicio de una nueva era periodística, porque, por muy irresponsables que fuesen las crónicas que se hicieron del conflicto en algunos momentos, constituyeron el primer paso hacia una cobertura enérgica de las noticias extranjeras en Estados Unidos.

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Mapa de Cuba y el puerto de La Habana, publicado en Chicago en 1904.
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Cuba empezó su lucha por independizarse de España a mediados del siglo XIX, con una insurrección general entre 1868-1878 y otra revuelta en 1879. El estallido final empezó en 1895, pero los esfuerzos iniciales de los sublevados fueron brutalmente reprimidos. El general Valeriano Weyler (máxima autoridad militar y política de la isla) confinó a los insurgentes y a sus supuestos simpatizantes en condiciones terribles, hasta el punto de que algunas fuentes le otorgan el dudoso honor de ser el creador de los campos de concentración de civiles.
El duro trato que dispensó el gobierno español a los civiles cubanos es algo que tocó la fibra a los norteamericanos. El hecho de ayudar a los cubanos en su lucha por la independencia era una forma de reafirmar las virtudes de su propia revolución. La rebelión puso en jaque los vínculos comerciales y las inversiones de EE. UU. en Cuba, pero había razones de más peso para ir a la guerra.

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Primera página del diario The World del 17 de febrero de 1898, que culpaba a España del hundimiento del acorazado americano Maine.
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A finales del siglo XIX, a Estados Unidos ya no le quedaba territorio para expandir su frontera continental. Mostrar su musculatura en el escenario internacional podía servir para abrir mercados extranjeros a los productos norteamericanos, manteniendo la fortaleza de la economía y revitalizando la idea de que su país estaba destinado a ser la fuerza dominante tanto en el océano Atlántico como en el Pacífico.
No sólo sería una potencia en su propio continente: lo sería a nivel global. La prensa no generó estos impulsos, pero sí supo jugar con ellos y ampliarlos. La narración de Creelman refleja la actitud belicista de la prensa y revela, por el mismo hecho de ser falsa, la facilidad con que los corresponsales ajustaban la realidad a sus intereses.
Los corresponsales
A finales del siglo XIX, el periodismo estaba en su infancia. No había escuelas que lo enseñaran, ni códigos deontológicos, ni asociaciones de prensa para imponer (o al menos sugerir) unas exigencias mínimas. El objetivo era obtener lectores, y los periódicos de las grandes ciudades podían conseguirlos en cantidades industriales gracias a su inversión en rotativas cada vez más modernas. Algunos diarios intentaron atraer a lectores de mayor nivel con informaciones contrastadas, pero incluso el New York Times y publicaciones similares sucumbieron fácilmente a las crónicas sensacionalistas y chapuceras cuando se pusieron a informar sobre Cuba.

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El puerto de La Habana está situado en una bahía natural sólo accesible por una estrecha entrada. El castillo del Morro (al fondo) era uno de los cuatro que protegían su acceso
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La guerra de Cuba fue la historia extranjera más seguida por los norteamericanos hasta ese momento. Unos 75 corresponsales cubrieron la incipiente insurgencia cubana en los tres años previos al conflicto con España. Y no menos de 200 fueron a la isla en 1898. Los periódicos no reparaban en gastos cuando se trataba de cubrir las dramáticas noticias que les ofrecía la isla vecina. James Creelman, el apuesto Richard Harding Davis, el novelista y periodista Stephen Crane o el pionero de la fotografía de guerra Jimmy Hare, entre otros, formaban parte del catálogo de corresponsales de guerra más célebres de la época.
Si bien es cierto que pecaban de sesgo y bravuconería en su trabajo, también lo es que eran emprendedores e intrépidos. Cubrir la información era peligroso: un corresponsal murió en acción, y otros resultaron heridos o se vieron afectados por enfermedades tropicales como la malaria. El general Weyler odiaba a la prensa norteamericana: «¡Lo envenenan todo con sus falsedades! –dijo a Creelman–. ¡Debería estar prohibida!». Una amenaza que acabó cumpliendo. Weyler censuraba con dureza los cables que mandaban los corresponsales, los metía en calabozos insalubres y los expulsaba del país.
Amarilleando
Los periódicos se gastaron decenas de miles de dólares mandando las noticias por cable. La Associated Press tenía veintitrés reporteros dedicados a ello y cinco barcos de prensa. Hearst tenía el doble de ambos. Los barcos llevaban crónicas sin censurar a Florida y proporcionaban a los reporteros un mirador privilegiado de la acción militar naval. Cuando el acorazado estadounidense Maine se hundió en el puerto de La Habana en circunstancias misteriosas (hoy se sabe que fue un accidente debido a explosivos mal almacenados), tres periódicos mandaron sus propios equipos de inmersión para intentar averiguar lo sucedido. Los propietarios de periódicos como Hearst defendían un periodismo intervencionista.

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Pulitzer (izquierda) y Hearst (derecha), caricaturizados como yellow kids que explotan la guerra. En las viñetas de The Yellow Kid (el primer cómic de la historia) las palabras del personaje aparecían sobre su camisa.
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El magnate envió armas y medicamentos por valor de 2.000 dólares al jefe de los rebeldes cubanos y organizó una visita de congresistas a Cuba. También ordenó a Creelman que comprase un barco de vapor desahuciado y lo hundiera en el canal de Suez para bloquearlo en el caso de que España enviara una flota a recuperar Manila, ocupada por los estadounidenses en agosto de 1898; era un plan ridículo que nunca se llevó a término. Hearst no estaba solo: Sylvester Scovel, corresponsal del New York World de William Pulitzer, tenía una relación tan estrecha con el general insurgente Máximo Gómez que los españoles lo consideraban agente de los rebeldes. No les faltaba razón: Scovel llevaba y traía mensajes de Gómez y pasaba información a EE. UU.
A menudo, los periódicos se atacaban mutuamente y arremetían contra la calidad de la cobertura de sus rivales, pero estas críticas no iban encaminadas a exonerar a los españoles o cuestionar las afirmaciones de los insurgentes: sólo pretendían hacerse con lectores de sus rivales. Todos competían en llamar la atención del público, y en ello tuvo un papel fundamental el tamaño de los titulares: los del Journal crecieron un 400 por ciento en los meses previos a la guerra. Arthur Brisbane, su editor, remarcaba la suerte de que la palabra guerra en inglés (war) sólo tuviese tres letras. «Si hubiésemos tenido la palabra francesa guerre o incluso la alemana krieg, hubiésemos estado perdidos», porque no habría cabido.
Guerra multimedia
Para la propaganda de guerra se usaron todos los soportes, desde las tiras cómicas (como la de The Yellow Kid, «el chico amarillo») hasta los anuncios. Una revista como el Chicago Dry Goods Reporter, orientada a los comerciantes, aconsejó a los dueños de tiendas que usaran el desastre del Maine para decorar sus escaparates. Los avances en la fotografía hicieron que el sufrimiento de los cubanos fuera mucho más tangible.

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El bruto español. Con este aspecto simiesco y violento la revista americana Judge caricaturizaba a los españoles para convencer a sus lectores de que debían apoyar a la causa cubana.
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El éxito de la revista Collier’s se atribuyó a la popularidad de sus extensos reportajes fotográficos del conflicto. Dos pioneros del cine, Albert E. Smith y J. Stuart Blackton, crearon los primeros noticieros cinematográficos, dramatizando el hundimiento del Maine y la carga de Theodor Roosevelt (futuro presidente de EE. UU.) en la batalla de las Lomas de San Juan, a las puertas de Santiago. «Con la fiebre nacionalista tocando techo –dijo uno de los reporteros gráficos–, nos pusimos a documentar lo que la gente quería ver».
La Junta, la organización de independentistas cubanos que se dedicaba a influir en EE. UU., publicaba sus propios periódicos, tenía a sus reporteros metidos en el New Orleans Times-Picayune y en el Washington Star, y convocaba una rueda de prensa cada día a las cuatro en Nueva York. Conocida como el Peanut Club (el Club del Cacahuete), la organización intentaba rebajar la importancia de los atropellos de los rebeldes y exagerar las injusticias de los españoles. El organizador del Peanut Club afirmaba que, «más allá de la tendencia de cada periódico, no conozco a nadie que no simpatice con Cuba en su lucha».
La presión de la prensa
Los corresponsales llevaron su mensaje procubano directamente al Capitolio, creando un círculo vicioso perfecto. Los periodistas daban su «testimonio» de las maldades de los españoles y los legisladores repetían sus historias cuando volvían a sus estados respectivos. Uno de los periodistas más «creativos», Frederick Lawrence, del Journal, dijo a los congresistas que no tenía ningún reparo en transmitirles sin filtro alguno la información que le daban los insurgentes porque eran hombres «de carácter intachable». Los legisladores exhibían un nivel de credulidad similar ante la propaganda antiespañola de los insurgentes cubanos.

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Desde el siglo XVI, el puerto de La Habana se convirtió en uno de los más activos de América. En la imagen sobre estas líneas, el muelle de Luz en una fotografía coloreada de 1904.
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En este entorno informativo, no es sorprendente que las emociones en Estados Unidos empezaran a caldearse. El juramento de lealtad se convirtió en un ritual diario en los colegios. En las manifestaciones antiespañolas en pueblos y ciudades a menudo quemaban efigies del general Weyler. En sus casas, algunos norteamericanos usaban papel higiénico con los colores de la bandera española.
Los escasos elementos antiintervencionistas que había en la prensa acabaron cediendo. Whitelaw Reid, propietario del New York Tribune, dijo a su redactor jefe: «Sería contraproducente que fuésemos los últimos en dar apoyo [a la guerra] o que diese la impresión de que hemos sido arrastrados a desgana a darle apoyo». Y lo mismo se podría decir del presidente William McKinley.
Gobierno a golpe de titular
McKinley fue un político reticente a la guerra, debido a su cruda experiencia como comandante de la Unión en la guerra de Secesión. Pero también era muy sensible a la opinión pública y muy consciente del patrioterismo que agitaba la nación. No en vano leía los periódicos durante dos horas cada mañana. Según el secretario de McKinley, para captar «la dirección hacia donde van los sentimientos del público» le era especialmente útil una selección de noticias preparada para él y conocida como «Comentario de Actualidad».

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Guerrilleros del ejército comandado por Máximo Gómez, uno de los principales líderes que se levantaron contra el largo dominio español de la isla de Cuba
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El presidente intentó negociar con España para que diera la independencia a Cuba. Cuando estas negociaciones fallaron, no hizo un llamamiento explícito a la guerra. Su mensaje al Congreso dejó margen a los legisladores más beligerantes para declararla. La decisión de McKinley fue muy astuta: si la guerra iba mal, la culpa podía ser compartida con ellos; si iba bien, el presidente se llevaría la mayor parte del crédito. Pero cuando el Congreso declaró la guerra en abril de 1898, Hearst no tuvo ningún reparo en atribuirse el mérito, con un titular de portada que preguntaba con fanfarronería: «¿Qué os parece la guerra del Journal?».Cuando la guerra acabó unos tres meses más tarde, McKinley se había convertido en un héroe.
Los victoriosos americanos arrebataron a España sus colonias de Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico. Esa guerra tan breve había convertido a la república en una potencia mundial, al mismo tiempo que apartaba a España de la escena internacional. Un observador contemporáneo escribió sobre esa fiebre expansionista: «Los últimos meses han sido testimonio de uno de los cambios en la opinión pública más impresionantes de los últimos años, en este o cualquier país». Y añadió: «Hace un año no queríamos colonias, ni alianza, ni ejército, y poca Armada… Ahora aceptamos prácticamente todo eso».

HEARST, WILLIAM RANDOLPH
William Randolph Hearst, editor del New York journal, en una fotografía tomada en el año 1910.
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La prensa había sido decisiva en esa transformación, y no importaba que para ello se hubiera saltado todos los límites de la ética periodística. Como escribió James Creelman elogiando el papel de los periodistas en el conflicto, la guerra había «justificado los instrumentos usados para que tuviera lugar».