Que la antigua Roma era una sociedad muy clasista no es nada nuevo, pero incluso siendo conscientes de ello, muchas de sus consideraciones morales pueden resultar chocantes. Los romanos distinguían entre profesiones dignas e indignas, y en el escalafón más bajo había algunas consideradas infames. Ejercerlas implicaba no solo un deshonor, sino en algunos casos la privación de ciertos derechos.
Cicerón habla de esta distinción entre profesiones de la manera clara y fría que sólo un aristócrata romano podía hacer. Las profesiones dignas, a las que denomina liberales, eran aquellas que tenían como meta el bien común: la medicina, la arquitectura, el derecho, la enseñanza y, por supuesto, la política, que era la mayor dignidad a la que podía aspirar un romano ilustre. Estas eran motivo de orgullo para quien las ejerciera y, por lo tanto, elevaban su dignidad a ojos de la sociedad.
Por el contrario, las profesiones indignas (inliberales et sordidi) eran aquellos trabajos que implicaban un esfuerzo físico o ponerse al servicio de otros: curiosamente, actividades como el comercio y la artesanía también entran según él en esta categoría ya que se hacen únicamente con afán de lucro y sin ningún propósito hacia el bien de la comunidad. La idea subyacente era que estos trabajos no requerían de ningún talento especial, cualquiera podía hacerlos y, por lo tanto, no eran un motivo de dignidad para quien los ejercía.
Infames, los más denostados de la sociedad romana
En un escalafón incluso más bajo, solo por encima de los siervos y los esclavos, estaban aquellos que ejercían profesiones consideradas infames. La infamia, en el mundo romano, era la pérdida del honor civil a causa de diversas razones: haber llevado a cabo actos considerados inmorales, como el adulterio por parte de una mujer – no así de los hombres –; haber sido condenado en juicio por ciertos actos, como el fraude; y finalmente, ganarse la vida de forma considerada indigna.
En esta última consideración caían aquellas personas cuyo trabajo estaba destinado al goce de otros: es por ese motivo que los gladiadores, los aurigas, los actores, los músicos y las prostitutas estaban muy mal considerados. La moral romana a menudo actuaba con una doble vara de medir, ya que por supuesto muchos romanos disfrutaban de los espectáculos, de las luchas de gladiadores y de las carreras en el circo, y tampoco estaba mal visto acudir a los burdeles.
También estaban mal consideradas otras ocupaciones como la de camarera, algo que podría parecer extraño pero que tenía su explicación: en las tabernas no solo se ofrecía comida y bebida, sino también los servicios sexuales de las camareras, lo cual las situaba prácticamente al mismo nivel que las prostitutas a ojos de la moral romana. Estas, por su parte, eran las peor consideradas entre los infames, hasta el punto que incluso hablar o ser visto en público con ellas era deshonroso, motivo por el cual estaban obligadas por ley a teñirse el pelo de colores exóticos como el naranja, para que la gente pudiera identificarlas.
El peso de esta moral pesaba sobre todo sobre las mujeres, ya que cualquier trabajo que pudiera incluir de alguna manera el sexo suponía la pérdida de la dignidad de la mujer que la ejerciera. Es por eso que estas ocupaciones, desde las prostitutas hasta las camareras o las masajistas, eran ejercidas principalmente por esclavas, por extranjeras – que de todos modos no eran consideradas al mismo nivel que las romanas – o por mujeres de muy baja posición social, ya que el deshonor de haber ejercido una profesión infame no desaparecía nunca.
Ciudadanos de segunda
La infamia no era solamente mala fama, sino también una limitación de ciertos derechos políticos y legales. Los infames no podían votar, ser elegidos ni ejercer ningún cargo público. En el ámbito legal no podían ser designados como tutores, su testimonio en un juicio no era válido y se les podía imponer un castigo físico, que normalmente solo era aplicable a los esclavos. La infamia no implicaba necesariamente la pérdida de la ciudadanía, pero quienes caían en ella eran considerados ciudadanos de segunda.
La infamia no implicaba siempre perder la ciudadanía, pero sí la limitación de derechos políticos y legales.
Incluso entre los infames, había matices – a veces contradictorios – en lo mal vistos que estaban. Por ejemplo, los gladiadores y aurigas, a pesar de ejercer trabajos considerados infames, eran a la vez una especie de estrellas del deporte y llegaban a ser muy populares, incluso a socializar con la élite. Domicio Ulpiano, un jurista que fue tutor del emperador Alejandro Severo, argumentó que estas ocupaciones no deberían considerarse infames ya que las luchas y las carreras no eran simple entretenimiento sino una demostración de fuerza y virtud, valores ejemplares para los romanos.
El deshonor no era algo fácilmente perdonable en Roma, incluso entre los poderosos. Nerón, uno de los emperadores más denostados de la historia romana, no era despreciado solo por sus acciones, sino por su comportamiento: le encantaba tocar la lira en público, algo que los senadores consideraban extremadamente vergonzoso. Algo similar le sucedió a Cómodo, que gustaba de participar en combates de gladiatura disfrazado de Hércules. La infamia no perdonaba a nadie.