En la Antigüedad, ser romano no significaba necesariamente haber nacido en Roma ni proceder de una estirpe itálica. Hubo romanos, en el sentido legal de dicha condición, que nunca pisaron la Urbe y otros que, incluso pasando toda su vida en ella, nunca fueron romanos. Y es que la ciudadanía romana no era una cuestión de nacimiento, sino un estatus legal que garantizaba los máximos derechos como habitante del mundo romano.
Los ciudadanos romanos fueron, de hecho, una minoría durante toda la época monárquica, republicana y parte de la imperial. Solamente en el año 212 d.C. el emperador Caracalla promulgó un edicto que concedía la ciudadanía a la mayoría de habitantes libres del Imperio. Por debajo de esta posición existían diversos estratos a los que correspondían derechos limitados.

Relieve de un matrimonio entre ciudadanos romanos. Detalle de un sarcófago de finales del siglo IV d.C.
Relieve de un matrimonio entre ciudadanos romanos. Detalle de un sarcófago de finales del siglo IV d.C.
Foto: Ad Meskens (CC) / Musée de l'Arles et de la Provence antiques
Ciudadanos romanos de pleno derecho
Los habitantes de los territorios romanos se podrían distinguir, en primer lugar, en tres categorías: quienes tenían derechos civiles y políticos, quienes solo tenían derechos civiles y quienes carecían de ambos. En esta última categoría encontraríamos a los esclavos, mientras que en la primera estarían los ciudadanos romanos (cives romani), los únicos que gozaban de derechos civiles y políticos, es decir, que podían elegir y ser elegidos como representantes públicos.
En el ámbito político, los dos derechos exclusivos de los ciudadanos romanos eran el de voto (ius suffragiorum) y el de postularse y ser electo para cargos públicos (ius honorum). Esto iba parejo con el derecho y deber de servir en el ejército; aunque a medida que Roma se expandía este deber dejó de ser obligatorio al haber más disponibilidad de soldados, sí era imprescindible si se quería hacer carrera política.
La ciudadanía romana, aparte de los derechos políticos que otorgaba, garantizaba también una serie de protecciones legales, principalmente en el ámbito jurídico: los ciudadanos romanos tenían muchos más derechos de defensa que cualquier otro, incluyendo el de no ser torturado ni condenado a muerte salvo en casos de traición, una excepción de la que los emperadores a menudo abusaron. El gran valor de esta protección se resume en la famosa frase pronunciada por Pablo de Tarso, civis romanus sum (“soy ciudadano romano”), mediante la que reclamaba las garantías que por derecho le correspondían. Otras ventajas eran una cierta protección por parte del Estado, como el derecho de los ciudadanos pobres a recibir una determinada cantidad de grano gratuito al año, en el reparto de la Annona.
Derechos romanos por clase
Entre los ciudadanos romanos y los esclavos se hallaba una escala de clases sociales que tenían derechos civiles, aunque no políticos. Estos eran concedidos uno a uno, no en conjunto: los tres más importantes eran el derecho de asentamiento y traslado entre municipios romanos (ius migrationis), el derecho a poseer casas y hacer negocios (ius comercii) y el matrimonio entre miembros de la misma clase social (ius connubii). Todos estos derechos, naturalmente, también los tenían los ciudadanos romanos.

Diversas vestimentas romanas
Uno de los aspectos visibles en los que se reflejaba el estatus era la vestimenta. Solo los ciudadanos romanos varones podían usar la toga, mientras que el resto usaba túnicas sencillas. Los peregrini solían usar la ropa típica de su tribu.
Foto: iStock
Los que gozaban de más amplios derechos eran los ciudadanos latinos (cives latini), que inicialmente eran los hombres libres del Lacio, más adelante los de toda Italia y finalmente empezó a extenderse a las provincias. Por debajo de ellos se encontraban los aliados (socii o foederati), tribus que habían aceptado el dominio romano y a las que se concedían ciertos derechos civiles a cambio de apoyo militar y económico a Roma; esta categoría desapareció a finales de la etapa republicana después de la llamada Guerra Social, al término de la cual se otorgó la ciudadanía romana a todos los miembros de las tribus itálicas.
Finalmente, en el último eslabón se encontraban los extranjeros (peregrini), condición que se extendía a toda persona libre que no fuera ciudadano: incluso los habitantes de las provincias conquistadas eran considerados extranjeros, a efectos legales, dentro de sus propios territorios. Se les reconocía solamente el “derecho de gentes” (ius gentis), lo que entenderíamos por derechos humanos (si bien en la época esa definición abarcaba mucho menos de lo que consideraríamos hoy en día); y si colaboraban con Roma, se les permitía que siguieran rigiéndose por sus propias leyes y costumbres siempre y cuando no entraran en conflicto con las romanas.

Vestidos de mujeres en la antigua Roma
Las mujeres romanas estaban sometidas a un código moral muy rígido que se reflejaba en su comportamiento y vestimenta: ambos debían reflejar los valores de la feminidad romana, virtud y modestia. Ilustración de Costumes of All Nations (1882).
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Una categoría aparte eran las mujeres, que por norma general no eran tratadas como sujetos de derecho: las romanas o latinas permanecían siempre bajo la tutela de su esposo o de un familiar varón, con algunas excepciones como era el caso de las vestales; mientras que las extranjeras eran tratadas como peregrini igual que los hombres.
Una peculiaridad del sistema romano de derechos era que no iba ligado solo a la persona, sino al municipio donde se residiera: si una ciudad gozaba del estatus de ciudad romana o latina, sus habitantes tenían ese mismo estatus como ciudadanos, a menos que fuesen peregrini. Esto podía provocar ciertos inconvenientes como que, si un ciudadano se trasladaba a una población de menor categoría, automáticamente veía disminuido su estatus, algo que evitaban en la medida de lo posible. Por ese motivo, los romanos residentes fuera de Italia generalmente habitaban en colonias, que tenían el estatus legal de ciudades romanas o latinas. Aunque trasladarse a una colonia latina suponía una rebaja de estatus, esto no tenía una importancia tan grande entre quienes no se implicaban en la vida política y podía compensarles de otras formas: si los negocios o las tierras eran mejores, o si contraían matrimonio con ciudadanos residentes en una ciudad latina.

Ruinas de Cesarea en la actualidad
Ruinas de la colonia de Cesarea en Israel. Las colonias estaban destinadas a ciudadanos que residían en las provincias y podían tener estatus de municipio romano o latino; sus habitantes eran en buena parte veteranos del ejército que recibían tierras al final de su periodo de servicio.
Foto: DerHexer (CC)
El camino hacia la ciudadanía romana
Este sistema de derechos por clase social era al principio muy rígido, especialmente en lo que se refería a los matrimonios: solo se reconocían legalmente las uniones entre personas del mismo estatus, de modo que las relaciones entre diferentes clases eran siempre informales, y los hijos no gozaban de la ciudadanía ni podían recibir herencias.
La obtención de la ciudadanía en la Antigua Roma se fue flexibilizando y ampliando a lo largo del tiempo por motivos prácticos, puesto que otorgaba derechos pero también ciertas obligaciones; por ejemplo, solo los ciudadanos romanos podían enrolarse en el ejército regular y debían pagar determinados impuestos. También se podía obtener haciendo cuantiosas donaciones o prestando servicios al Estado, generalmente de carácter militar: era una recompensa por servir en el ejército como auxiliares, unidades militares de los pueblos aliados o sometidos que apoyaban al ejército romano.
La ciudadanía era, pues, un instrumento para ganarse a los antiguos enemigos, ofreciéndoles las ventajas que suponía a cambio de su ayuda y lealtad. Pero desde finales de la República, fue también un motivo de división entre la clase senatorial: los senadores de antiguo linaje romano solían ver con gran desprecio a las élites “romanizadas” de pueblos extranjeros, a algunos de los cuales se concedía incluso la dignidad senatorial.
En el año 212 d.C. el emperador Caracalla emitió el edicto que lleva su nombre, mediante el cual concedía la ciudadanía a todos los habitantes libres del Imperio a excepción de los llamados dediticii, habitantes de ciudades que habían opuesto especial resistencia a la conquista romana, una reforma que contó con bastante oposición incluso entre los partidarios del emperador. Durante casi mil años la ciudadanía había sido el símbolo de un estatus privilegiado: a los descendientes de los fundadores de Roma no les gustó sentirse iguales al resto y, de hecho, por lo que a ellos se refería, nunca reconocerían tal igualdad.
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