Lo que sabemos acerca de la biografía de Miguel de Cervantes encierra casi tantas lagunas como certezas, para gran desesperación –y no pocas controversias– de sus biógrafos. Pero es mucho lo que nos dijo de sí mismo a través de los personajes de sus libros y de sus sustanciosos prólogos… Y así sabemos «que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y no sé lisonjear» (frase puesta en boca de Tomás Rodaja, El licenciado Vidriera), pues poco fue lo que sacó de los poderosos cuando quiso que se le recompensase por todos los años pasados al servicio de las armas españolas por el Mediterráneo. Salió escaldado y, tanto por necesidad como de algún modo por propia elección, condujo su vida más por caminos y mesones –y alguna prisión– que por lujos y palacios. «Advertid, hermano Sancho, que esta aventura y las a ésta semejantes no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas», decía don Quijote. Y en esas encrucijadas se jugó Cervantes la vida, eso sí, con ganas y a manos llenas, como prueban las palabras que escribió ya en su lecho de muerte para rematar el prólogo del Persiles: «El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir».
Este año 2015 se cumple el cuarto centenario de la segunda parte del Quijote, publicado en Madrid en 1615. En ella Cervantes pide «que se les olviden las pasadas caballerías del Ingenioso Hidalgo, y pongan los ojos en las que están por venir, que desde ahora en el camino del Toboso comienzan, como las otras comenzaron en los campos de Montiel». Así, el autor traslada su territorio hacia el norte de la Mancha, para ir encaminando poco a poco a sus héroes hacia Aragón y finalmente a Barcelona. Pero entre ambas partes ha ocurrido un hecho fundamental: bajo el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda, alguien se ha adelantado a Cervantes y, animado por el éxito de la primera parte del libro, ha publicado una segunda en 1614. Ello espolea a nuestro autor, que terminará la suya, en la que ya trabajaba, de un modo tan novedoso y genial que introduce ese «falso» Quijote en la propia narración y altera las aventuras previstas para así desenmascarar al tal Avellaneda: «Por el mismo caso –respondió don Quijote– no pondré los pies en Zaragoza, y así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice». A orillas del Ebro, aguas arriba de Zaragoza, transcurre algo más de la tercera parte del libro. Y luego, sin entrar en Zaragoza, caballero y escudero llegan a Barcelona, ciudad de la que Cervantes se deshará en elogios y que, según Martí de Riquer, necesariamente hubo de conocer. Allí, frente al mar, don Quijote caerá derrotado, recobrará la cordura y regresará con Sancho a su aldea, para dictar testamento y morir en paz.
Al hilo de Territorios del Quijote, libro y exposición que realicé en 2005 con motivo del cuarto centenario de la aparición de la primera parte de la novela, estoy ahora trabajando de nuevo sobre ella y, lo que es más importante, sobre la vida de Cervantes, cuya muerte se conmemora en 2016. El tema me viene como anillo al dedo, pues a mi interés por la literatura como motor de la fotografía se une mi fascinación por las tierras de interior, esas grandes mesetas de las que la Mancha es un buen ejemplo (tanto es así que desde hace seis años buena parte de mi vida transcurre en un pueblo de la Alta Mancha toledana… «un lugar de la Mancha» más).
Con el apoyo de AC/E (Acción Cultural Española), del Instituto Cervantes y de Ediciones Anómalas, he decidido seguir los pasos de nuestro escritor por el mundo, lo que no es tarea fácil ni breve, pues sorprende lo que viajó, por voluntad o forzado, este hombre del siglo XVI: España de cabo a rabo y repetidamente, Italia, Grecia, Argelia y Túnez, Lisboa… Sé que las huellas tanto del autor como de sus personajes se confunden y son esquivas, como tan generosamente me ha recordado el profesor Francisco Rico en su libro Tiempos del «Quijote» (El Acantilado, 2012): «Navia sabe que don Quijote no contempló nunca los espacios que él retrata, que todos los mapas son arbitrarios y todas las leyendas falsas. Pero sabe también que don Quijote existe en el espíritu. […] Las fotografías de Navia no son ilustraciones de la novela, sino miradas acerca de un don Quijote a quien se echa de menos. Con la subjetividad radical de la mejor fotografía, cada encuadre, cada juego de luces, cada matiz de color, dice una interpretación personal del paisaje, presidido por un don Quijote que no se ve y que sin embargo se hace sentir». En intentar hacer sentir de algún modo la presencia de su creador gasto ahora mis días.