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Apreciado periodista científico, el estadounidense Steven Johnson se reveló como un brillante historiador con esta investigación sobre la epidemia de cólera en Londres en 1854, publicada originalmente en 2006 y que aparece ahora en castellano en circunstancias que dan al libro un renovado interés.
Como sucede con el coronavirus, el cólera fue resultado de dos factores combinados: la globalización y la masificación urbana. Originado en la India, desde inicios del siglo XIX encontró un caldo de cultivo ideal en las ciudades superpobladas de Occidente. La diferencia fundamental es que las incertidumbres actuales sobre el coronavirus no pueden compararse con la ignorancia casi total de la medicina de la primera mitad del siglo XIX sobre la causa del mal (un estudio italiano de 1854 que identificó la bacteria del cólera pasaría desapercibido durante varias décadas) y el modo en que se producía el contagio.
El paciente cero
Esto hacía que se creyera a ciegas en teorías no demostradas, como la difusión a través de «miasmas», el aire maloliente, y se propugnaran remedios a veces estrambóticos, como las sanguijuelas, el brandi y hasta la heroína. Incluso en una reforma bienintencionada como la implantación de una red de alcantarillado no se tuvo en cuenta que al verter las inmundicias al Támesis la gente se contagiaría bebiendo el agua del río.
Johnson explica muy bien el impacto de todo esto en el barrio popular de Londres en el que en septiembre de 1854 se produjo el brote de cólera que en menos de dos semanas mataría a casi 700 personas. Además, logra convertir su libro en una trepidante historia detectivesca al elegir como protagonista al médico John Snow, que unos años antes tuvo la intuición de que el cólera se transmitía al beber agua contaminada por residuos humanos. Al producirse el brote de 1854, Snow desarrolló una metódica investigación y demostró que la fuente del mal era un surtidor de agua al que todos iban a beber. Johnson reivindica también a otro personaje, el reverendo Whitehead, al principio escéptico con la tesis de Snow, y que mediante una sistemática labor de rastreo localizó al que hoy llamaríamos «paciente cero», una niña de cinco meses; cuando falleció, su madre arrojó los pañales infectados a un pozo negro que contaminó fatalmente el agua del surtidor.
Este artículo pertenece al número 199 de la revista Historia National Geographic.