Piojos, ratas y moscas: Marruecos y el soldado español

Desastre de Annual. Puesto de socorro detrás de la línea de fuego de Tauima durante las campañas del Rif de 1921. Serie de tarjetas postales de Postal-Expres.

Desastre de Annual. Puesto de socorro detrás de la línea de fuego de Tauima durante las campañas del Rif de 1921. Serie de tarjetas postales de Postal-Expres.

Puesto de socorro detrás de la línea de fuego de Tauima durante las campañas del Rif de 1921. Serie de tarjetas postales de Postal-Expres. Foto: cortesía de Desperta Ferro Ediciones

Este texto de Daniel Macías es parte del capítulo "Piojos, ratas y moscas”, recogido en el libro A cien años de Annual. La guerra de Marruecos, que presentamos a nuestros suscriptores por cortesía de Desperta Ferro Ediciones. El autor ofrece una vívida descripción de la situación del ejército en la época, y de los temores y las experiencias de los soldados españoles que llegaban a Marruecos.

El Ejército: de ultramar al estrecho de Gibraltar

Para reconstruir el pensamiento de un soldado español en las campañas de Marruecos, primero hemos de mostrar la condición de la institución castrense en ese periodo, pues era en su seno donde el «mozo» se desenvolvía. No solo hemos de hablar de la realidad material de la misma, también de cómo se la percibía desde el pueblo tras un agitado siglo XIX en lo que a guerras –civiles– se refiere y que tuvo como colofón el llamado Desastre de 1898.

Tras la pérdida de la mayor parte del territorio americano a principios del siglo XIX, Cuba se convirtió en la joya de las limitadas posesiones imperiales españolas en ultramar. Lo cierto es que la posesión insignia antillana venía dando muestras de «incomodidad» dentro de la organización jurídica española, al menos, desde pasado el primer tercio del siglo XIX. La toma de La Habana por los ingleses en 1762 y la consiguiente política económica de libre comercio de la metrópoli marcaron un camino que llevó a las grandes familias azucareras a articular ciertas posibilidades alternativas a las políticas impuestas por los peninsulares a través del gobierno colonial.

La Guerra de los Diez Años (1868-1878) fue la muestra más evidente del descontento existente en la isla y mostró a las claras que la falta de reformas moderadas generaba conflictos abiertos de carácter radical. La Restauración borbónica (1874-1931) tuvo que hacer frente a cuatro años de contienda en la mayor de las Antillas antes de que esta finalizara con la Paz de Zanjón en 1878. Aunque la situación era aún más compleja: la Tercera Guerra Carlista (1872-1876) asolaba parte importante del territorio peninsular y, a su vez, los brotes de republicanismo federalista provocaron la llamada Guerra Cantonal (1873-1874). Hubo un momento en el que el Gobierno español se enfrentó a dos guerras civiles en el interior del país y una tercera contienda civil-colonial allende el Atlántico. A pesar del panorama presentado, el régimen de la Restauración dotó de enorme estabilidad a un país que, históricamente, se había caracterizado por la inestabilidad política. En parte, esto fue así por la autonomía que el arquitecto del sistema, Antonio Cánovas del Castillo, dio a la institución militar, que tenía a la figura del rey-soldado como uno de sus puntales.

Dicha autonomía es la que explica, al menos en parte, el fracaso generalizado de los intentos modernizadores del Ejército, atribuible a que la mayor porción del presupuesto militar iba destinado a pagar los sueldos de la abultadísima nómina de oficiales (problema grave desde el Abrazo de Vergara de 1839). El resultado de todo ello fue que España disponía de una masa de combatientes poco instruida y mal dotada, mandada por oficiales mayoritariamente aferrados a los manuales clásicos de hacer la guerra y, además, normalmente envejecidos por lo saturado de las escalas. Además, consecuencia directa del atraso del Ejército, no solo tecnológico, sino también organizativo y de infraestructuras estratégicas o básicas (cuarteles, por hablar de lo más evidente) fue la implicación directa de casi toda la población en las guerras civiles y en las insurrecciones ultramarinas: ante la ausencia del elemento cualitativo, las Fuerzas Armadas se caracterizaron por tender a compensar lo anterior con cantidades ingentes de tropas (reclutas que tenían familias y que, por consiguiente, implicaban a infinidad de hogares españoles en los sucesivos conflictos del siglo XIX). Los enfrentamientos de fin de siglo no hicieron sino acrecentar la dinámica existente.

Desastre de Annual. Varios soldados se refrescan dándose un baño en el río Kert. Archivo de Jorge Bosch Díaz. Colección Sánchez Vigil.

Desastre de Annual. Varios soldados se refrescan dándose un baño en el río Kert. Archivo de Jorge Bosch Díaz. Colección Sánchez Vigil.

Foto: cortesía de Desperta Ferro Ediciones

Tal Ejército, incapaz de acciones exteriores de envergadura, había de ser dedicado a contener los peligros internos. Por ello, fue usado como fuerza policial más que como militar. Su empleo como elemento represor presentaba amplias cotas de desgaste en los cuadros de mando y el descontento era manifiesto en amplios sectores castrenses. Una enorme porción de la oficialidad, escandalizada ante la idea de usar al «pueblo en armas» contra el «pueblo», era consciente del desgaste que ello generaba y de las amplísimas cotas de antimilitarismo que podía suscitar. El destacado oficial Joaquín Fanjul se refería a esto de manera magistral: «Son innumerables las veces que el elemento armado ha intervenido en las huelgas, tomando parte en los sangrientos lances en los que, en lugar de gloria, ha recabado el odio del pueblo». Las ya mencionadas guerras civiles y las derrotas coloniales, que impactaron de una forma u otra en toda la población, prácticamente, también generaron un sentimiento de pacifismo pragmático –pos-98– que irritó a buena parte de la oficialidad española. El general Alfredo Kindelán reflexionó acerca del uso policial de la milicia de la siguiente manera:

  • [S]e reducía la utilidad y misión del Ejército a misiones de policía. Ello significaba –nada menos– que la muerte, el suicidio del Ejército. Una colectividad armada no puede existir, lo digo y lo reitero, sin un ideal trascendente elevado, que no puede ser otro que la guerra exterior.

En 1895 estalló la denominada Guerra de Independencia cubana. La falta de expectativas que los grupos oligárquicos isleños encontraron dentro del proyecto estatal español provocó el nuevo conflicto bélico. Las tristes operaciones militares hispanas en la campaña de Melilla de 1893 influyeron y alentaron la insurrección cubana, pues se necesitaron casi dos meses para reunir una fuerza expedicionaria de 7.000 hombres y trasladarla a través del mar de Alborán. Las dificultades para maniobrar que España presentaba se verían exponencialmente incrementadas en un teatro de operaciones transatlántico. Además, al igual que otros enfrentamientos coloniales finiseculares, la proporción de bajas por enfermedad era infinitamente mayor a la ocasionada por los combates; a razón de 25 a 1.5 En tiempo de paz moría 1 de cada 10 soldados durante su periodo de aclimatación al clima tropical y hay datos que hablan de medio millón de hospitalizados en el periodo bélico en Cuba, mientras que las víctimas del vómito negro rondaron los 30.000, a las que se sumaba una cifra similar por «enfermedad común». Los problemas y las deficiencias en sanidad, logística e intendencia fueron manifiestos; un informe oficial referido a Santiago de Cuba en 1898 destacaba:

  • [La] carencia de carne y de toda otra mejora de rancho […] Considerando que si la alimentación de los mil setecientos enfermos del Hospital es deficiente lo es todavía más la que se proporciona a los que […] pasan día y noche en las trincheras, […]. Considerando que con esa escasa ración un soldado que tiene ya quebrantadas notablemente sus fuerzas físicas no sólo no puede repararlas sino que por momentos ha de irse debilitando.

Este panorama permite pensar en la enorme cantidad de hombres que fue repatriada a la Península con graves secuelas físicas, sin entrar a valorar las emocionales; hay constancia de ciudades e instituciones que tuvieron iniciativas de corte caritativo asistencial tras el desembarco de los vencidos, posiblemente para aliviar la situación de muchas familias que habían perdido a alguno de sus miembros.

En cualquier caso, las carencias materiales y organizativas del Ejército, consecuencia del estado económico del país y de la ausencia total de reformas de calado en la institución castrense, se hicieron evidentes para propios y ajenos en la Guerra de Cuba, al igual que muchos tomaron conciencia del coste relativamente alto para las «prestaciones» de la institución castrense. El general Emilio Mola, originario de la isla antillana y que más tarde combatió en Marruecos, lo describió a la perfección:

  • En Cuba se puso de manifiesto nuestra incapacidad militar, llegando a extremos vergonzosos en todos los órdenes y muy especialmente en el relativo a servicios de mantenimiento: el de la Sanidad, por ejemplo, era tan deficiente que el terrible vómito diezmaba los batallones expedicionarios; el de la Intendencia no existía, lo que obligaba a las tropas a vivir sobre el país.

Por otro lado, el sistema de reclutamiento se basaba en las quintas, es decir, en el sorteo de cierto cupo de jóvenes al cumplir la edad para servir en el Ejército. Aparte de las exclusiones por motivos físicos y familiares, existían dos fórmulas legales para evitar el alistamiento de los sorteados: la «redención en metálico» y la «sustitución». Estas dos figuras legales permitían a los que tenían más recursos económicos evitar ir a la guerra, con lo que eran los hijos de las clases más desfavorecidas los únicos destinados a defender a la patria. Este «impuesto de sangre» era un constante generador de descontento social y motivo de desmoralización de las tropas. A ello se unían las pésimas infraestructuras militares, que hacían que el índice de mortalidad entre la tropa fuese altísimo, tanto en tiempo de paz como, especialmente, en el de guerra. En los albores del siglo XX, unos 1.000 soldados morían anualmente mientras prestaban su servicio militar y cinco veces más quedaban incapacitados por accidente o enfermedad grave. La moral de los combatientes era, por tanto, mínima. Por último, hemos de tener en cuenta el escaso entrenamiento, el deficiente material bélico, las carencias logísticas y de intendencia y el omnipresente analfabetismo. Todo esto provocó que a «rebaños de hombres sin el menor ideal, sin la más mínima cohesión, sin armamento y sin equipos adecuados […], se les hizo enfrentar con la nación más poderosa del mundo». La derrota finisecular fue inevitable y fueron muchos los que señalaron al Ejército como el culpable no solo de las pérdidas territoriales, sino también de la muerte de un hijo, un padre, un hermano o un marido. Esa misma institución que maltrataba a los sanos mozos de campo y obligaba a los hijos del proletariado a disparar contra sus camaradas por reivindicaciones contra el patrón.

Todo lo dicho hasta el momento ha de servir para mostrar el motivo de la resistencia popular general a las «aventuras coloniales» españolas en el norte de África a principios del siglo XX. Este es el punto de partida para entender la inquietud que se vivía en las clases populares cuando el hijo llegaba a la edad de quintas. Se trataba, en muchos casos, de un miedo atroz a la pérdida o inutilidad de un ser querido (las compañías de seguros contra las quintas nacieron y crecieron al abrigo de ese temor). Ello explica el desasosiego popular ante nuevas campañas militares, en las que se disparaba el número de muertos. Por ello, la masacre del barranco del Lobo en julio de 1909, nada más comenzar la campaña de Melilla, impactó en la conciencia de una opinión pública, que, solo una década después de la gran derrota militar en el Caribe y Filipinas, veía, una vez más, las letales consecuencias del «impuesto de sangre». La Semana Trágica barcelonesa y los movimientos sociales anexos a ella se entienden mucho mejor en este contexto.

En cuanto a la posibilidad de fomentar el nacionalismo español por parte del Estado, manifestado en la propaganda de corte patriótico o en las alusiones al deber o al honor, las numerosas guerras civiles del siglo XIX y las derrotas de 1898 no ayudaron a crear un proyecto nacional del que enorgullecerse. Más bien al contrario, España pasaba de ser una potencia imperial a un país encerrado en la Península –con sus pequeños archipiélagos anexos– que, para mayor complicación, tenía que encarar los nacientes nacionalismos periféricos. Las clases acomodadas eran, posiblemente, las que mayores cotas de identidad nacional tenían y las que podían apoyar un proyecto imperial. Pero, al mismo tiempo, también eran las primeras que impedían que sus hijos prestasen el servicio militar; por tanto, se trataba de un nacionalismo discursivo que no hacía sino mostrar lo injusto de la realidad a los hijos del campo y del proletariado. Un manual para oficiales coloniales mostraba a las claras el estado del «mozo» destinado a Marruecos:

  • Los reclutas procedentes de reemplazo llegan al servicio de las armas con el más absoluto desconocimiento de lo que es la guerra: sólo saben que hay tiros, muertos y heridos y presumen que es desagradable. Oyeron hablar allá, en su pueblo, de Marruecos y de los moros como de dos cosas trágicamente horribles, y es necesario desde el primer momento desvanecer sus temores.
Durante las campañas, los oficiales médicos eran los primeros en asistir a los heridos, a menudo en puestos improvisados en la propia línea de fuego.

Durante las campañas, los oficiales médicos eran los primeros en asistir a los heridos, a menudo en puestos improvisados en la propia línea de fuego.

Foto: Cortesía de

Tales eran los miedos de los jóvenes que se acercaban a la edad de quintas y, con ella, al servicio castrense que recurrían a todo tipo de triquiñuelas para escabullirse. Familias o ayuntamientos falseaban los censos o sobornaban a alguien para que lo hiciera, había chicos dispuestos a adelgazar por debajo de los 50 kilos para escapar por extrema delgadez (a partir de 1912 se eliminó esa exención y con ella las dietas premilitares) y también a autolesionarse (romperse un brazo o una pierna para mostrar un defecto físico). Incluso estaban los que recurrían a los previstos medios legales de exención y presentaban sustitutos que no cumplían con los requisitos exigidos, al ser más baratos que los que los cumplían, hasta llegar a «extremos rayanos más en el esperpento, que en la picaresca: enanos, cojos y subnormales eran utilizados [como sustitutos]».

Es posible que la más dramática de las decisiones fuese la huida del país. La fuga, es decir, la no presentación al sorteo, tuvo gran importancia (alrededor del 5 por ciento del cupo anual) y, en tiempo de guerra, aumentaba de forma exponencial. El conde de Romanones llegó a afirmar que durante la Guerra de Cuba hubo un 25 por ciento de prófugos. Es bien significativo que España firmase a finales del siglo XIX sendos pactos con Portugal y con Francia para que repatriasen a los muchos que utilizaban este recurso en áreas costeras o fronterizas. También es interesante saber que a los prófugos detenidos se les mandaba a colonias, además de tener que hacerse cargo de los gastos de su captura. Esto significa que la propia institución castrense entendía que servir en ultramar (antes de 1898) o en el Batallón Disciplinario de Melilla después, era, en muchos casos, un castigo reservado para desertores, prófugos o presos conmutados. Ahora se entiende mejor la depresión moral que muchos reclutas sufrían en su camino a África.

Ante lo visto, parece obvio señalar que el voluntariado, en especial en ciclos bélicos, no revistió mucha importancia. En realidad, siempre fue deficitario y solo en momentos muy puntuales hubo algún repunte en los datos. Las altas tasas de mortalidad en tiempo de paz y sobre todo de guerra, los constantes conflictos bélicos en los que España se vio implicada, las pésimas condiciones de vida en el Ejército, los mínimos incentivos económicos y la larga duración del servicio militar explican la poca disposición a ingresar de manera voluntaria en filas.

Pero no todo eran malas noticias, el general Agustín Luque, al hacerse cargo de la cartera de Guerra en 1912, impulsó una nueva ley de Reclutamiento: se pasó a un servicio militar obligatorio y universal (masculino) que eliminaba las clasistas exenciones económicas de la sustitución y de la redención en metálico. Gracias a ello, tres años después del inicio de las campañas de Marruecos, y de las algaradas populares en contra de la guerra y del envío de soldados al escenario africano, comenzaron a convivir en los cuarteles burgueses y proletarios, terratenientes y braceros, universitarios y pescadores. Aunque la citada ley seguía teniendo una válvula de escape para los adinerados: la cuota. Su pago reducía el tiempo de servicio y aseguraba no ser destinado a Marruecos, además de poder rehuir la vida cuartelaria stricto sensu. Hubo que esperar al impacto del Desastre de Annual en1921, a sus 14.000 muertos y a las escenas de caótica huida, a la pérdida de prácticamente todo lo conquistado desde 1909, a tener en torno a medio millar de militares españoles en manos de los rifeños y a contemplar las masacres en las posiciones cercadas tras concertar su rendición para que algunos soldados de cuota marcharan voluntariamente al frente. Fue a partir de ese momento cuando ricos y pobres, poderosos y humildes, coincidieron en los campos del Rif, aunque a nadie se le puede escapar que los privilegios a los que podían acceder los hijos de las clases altas no estaban al alcance de los demás. Un cuota de la primera hornada después de Annual contaba que cruzaba los ríos a hombros de moros o de sus propios compañeros a cambio de una pequeña propina y así evitaba mojarse y ensuciarse en demasía. A pesar de estas pequeñas diferencias, muchos se felicitaron por la decisión, al existir ya entre la oficialidad una opinión mayoritariamente favorable a la igualdad entre clases en lo que al servicio a la patria se refiere:

  • Hogaño la radical medida igualatoria no ha permitido distingos ni vacilaciones, y ello ha hecho indudablemente que la guerra llegue por igual a todas las capas sociales y haga sentir al unísono sus efectos, nivelando sentimiento, acuciando ideales y armonizando sacrificios. […] Las diferencias que la ley autoriza en la vida de guarnición, se esfumaron al trasponer las aguas del Estrecho, y todos fueron iguales en el rendimiento de esfuerzos.

Otra cosa bien distinta debió de ser el recibimiento que ofrecieron a los recién llegados sus camaradas de quinta de procedencia humilde. Aquellos que llevaban meses luchando y sufriendo las penurias de las campañas norteafricanas. El resentimiento de estos ante la llegada de los «señoritos» debió de ser palmaria. Aunque, en teoría, era un gran paso en la «democratización» de las fuerzas armadas, la práctica mostraba la permanencia de medios fraudulentos para esquivar el alistamiento. Las revisiones médicas y los sobornos fueron la «pareja de baile» para los más refractarios a alistarse, normalmente aquellos con medios económicos a su disposición. El caciquismo y el clientelismo, señas de identidad del turnismo de la Restauración, no desaparecieron con el cambio de siglo; en las zonas rurales, mayoritarias en España, estos fenómenos subsistieron y también alteraron la teórica igualdad en el servicio militar. Ello no hacía sino influir en la desmoralización de los desdichados que habían de empuñar un fusil. Cuando a todo lo dicho se sumaba la guerra en Marruecos, la injusticia se hacía insoportable para muchos y el descontento podía desembocar en motín. Los relatos de dos veteranos de aquella larga contienda, Arturo Barea y Xosé Ramón Fernández-Oxea, fechados en la década de 1920, sirven para ejemplificar lo dicho: el primero narra la historia de un sanitario castrense que fue alistado, a pesar de padecer gravísimos problemas de audición, porque el otro que entró en sorteo en su pueblo era el hijo de un cacique local. Por su parte, Fernández-Oxea cuenta su propia suerte en el sorteo y señala que este se hacía «por las buenas». Todo ello seguía incidiendo en la mínima moral de las unidades enviadas a combatir, formadas por hombres que se habían criado escuchando historias de los repatriados de Cuba o de aquella guerra, de amigos de los que nunca volvieron a su casa o que lo hacían lisiados y que eran obligados a alistarse cuando muchos de los hijos de los ricos y de los poderosos se libraban de una u otra forma.

Es fácil imaginar la desmoralización de aquellas tropas. Tal debió de ser el panorama que muchos militares, al tomar conciencia de ello, se pusieron manos a la obra para tratar de erradicar los rumores negativos acerca del Ejército y se esforzaron por desmentir las historias que circulaban entre la juventud en torno al servicio militar y lo que allí les esperaba:

  • Venís sugestionados [al cuartel] por las ideas ilusorias de los predicadores y charlatanes del oficio. Os han dicho que aquí solo ibais a encontrar unos tenientes y unos sargentos […] que, al menor pretexto, por cualquier insignificante motivo os propinarían formidables palizas, que […] ser soldados es lo último que se puede ser porque para serlo hay que prescindir de todo cuando se tiene de hombre, que el soldado nunca tiene derecho a nada y que los superiores, grandes déspotas, pueden hacer de él cuanto les plazca.

Marruecos: «el matadero»

Si el soldado peninsular no era el combatiente más motivado del mundo y el Ejército español no era la institución más engrasada ni moderna, lo ideal hubiese sido, al menos, enfrentarse a un territorio poco complejo. Sin embargo, el Gobierno español tuvo que embarcarse en una tarea nada sencilla, pues el septentrión marroquí constituía un teatro de operaciones extremadamente difícil: se trataba de un área con una complicada orografía, con recursos hídricos no especialmente abundantes, una meteorología extrema y una población dispersa y sin núcleos urbanos de envergadura que facilitasen la ocupación. Asimismo, los caminos que mereciesen tal nombre eran prácticamente inexistentes, mientras que las tribus que allí vivían eran hostiles entre sí e insumisas al sultán de turno, muy acostumbradas a la guerra y a la piratería –formas tradicionales de ganarse la vida o complementos económicos–. No menos importante, los vecinos franceses de la zona sur de Marruecos y de Argelia eran más o menos hostiles a la causa española, puesto que buscaban beneficiarse de su fracaso, lo que se traducía en: permeabilidad de las fronteras para los rebeldes, refugio de disidentes o contrabando. Además, lo estratégico del área hizo que se convirtiese en un nido de espías y agentes extranjeros que, como mínimo, generaban inestabilidad (en especial en el contexto de la Gran Guerra). Por último, la zona española estaba «castrada» territorialmente porque Tánger fue considerado administración internacional y ofrecía asilo a los enemigos de España.

Alguien puede preguntarse por los motivos para meterse en semejante «chollo». Sin duda, los sectores obreristas del periodo, y es posible que el pueblo español en general, entendieran que detrás había intereses económicos que favorecían a las élites nacionales. En palabras del anarquista Miquel Mir: «Éramos carne fresca que enviaban al matadero, para defender los intereses de los ricos capitalistas españoles»; algunos testimonios son más contundentes: «El capitalismo español, de acuerdo con la canalla militarista, no reposa en cometer los más horrorosos crímenes para satisfacer su ansia desmedida de dinero dominación y conquista». Aparte de esto, conviene señalar que, en esta época, subyacía la política internacional decimonónica y la política de aislamiento de la Restauración que había llevado a la soledad de España ante Estados Unidos en la guerra del 98. Aprendida la lección finisecular, hacían falta socios y un nuevo imperio; la debilidad hispana era manifiesta, pero solícitamente apareció el Reino Unido, no sin intereses de por medio. El Gobierno británico consideraba el estrecho de Gibraltar un punto clave para la seguridad de sus rutas marítimas y España, potencia de segunda en el plano militar, no constituía un peligro para sus intereses. No ocurría lo mismo con Francia, país que se temía pudiese artillar la costa meridional del Estrecho si se hacía con ella. La debilidad hispana era la mejor garantía para mantenerla desmilitarizada. Además, Tánger, la perla norteña marroquí y verdadera llave del paso marítimo, le fue enajenada. Lo positivo para España fue que poseía un nuevo «imperio» y que contaba con un pequeño colchón defensivo norteafricano que permitía separar la Península de un posible ataque de Francia desde el flanco sur. Ello queda reflejado en las palabras de José Enrique Varela, entonces teniente coronel, que ponía también el acento en el vigor de la raza: «Nuestra presencia en África representa una prolongación de la vitalidad nacional acusadora de energías». Lo negativo fue que, en efecto, había que ocupar el territorio asignado en los tratados internacionales, lo que se traducía en enviar soldados españoles a luchar, a morir y, preferentemente, a matar.

Y tal territorio estaba envuelto en un halo de horror popular. En julio de 1909, al divulgar la prensa que dos batallones de cazadores habían perdido 500 hombres a los pies del estratégico monte Gurugú, en las cercanías de Melilla, la opinión pública se alarmó y se abrió el ciclo de sustos y desastres norteafricanos. En 1898, en los encuentros contra el Ejército estadounidense en las inmediaciones de Santiago de Cuba, solo se habían perdido 82 hombres (55 muertos en El Caney y 27 en las lomas de San Juan), mientras que se decía que en el rifeño barranco del Lobo murieron seis veces más y, para más inri, a manos de «pueblos primitivos», en palabras del general Manuel Goded. Aunque nos fiemos de las cifras oficiales de 93 muertos y desaparecidos, el desastre norteafricano fue una escaramuza de escasísima duración ante las batallas cubanas que se prolongaron durante horas (El Caney tuvo un desarrollo de nueve); es decir, el número de muertos por unidad de tiempo era infinitamente mayor en el escenario magrebí. Lo dicho, sin tener en cuenta la cantidad de bajas en relación con las tropas implicadas, también fue mucho más negativo para el Barranco. El escenario marroquí no era nada halagüeño. La indignación de un pueblo arrastrado en su contra a la guerra se sustanciaba en canciones populares y cuplés que, en algunos casos, han llegado a nuestros días:

En el barranco del Lobo

hay una fuente que mana

sangre de los españoles

que murieron por la Patria.

[…]

Melilla ya no es Melilla

Melilla es un matadero

donde van los españoles

a morir como corderos.

Tales estrofas no ayudaron a envalentonar al soldado español que marchaba a África. El otro gran aldabonazo a la moral colectiva española fue el Desastre de Annual en 1921, del que también surgieron cancioncillas populares muy significativas, a pesar de la fuerte censura impuesta por los altos comisarios, casi siempre militares dispuestos a manejar el territorio bajo su jurisdicción manu militari, valga la redundancia:

Por esas madres que lloran

a sus hijos prisioneros

por los cautivos que sufren

demos al moro pronto el dinero [rescate].

No escaseemos el oro

que para librarlos basta,

mientras que España millones

en otra cosa peor gasta.

[…]

Y encima de que les roban

se mofan de ellos con saña

diciéndoles: por gallinas

aquí os deja morir España.

[…]

En un calabozo inmundo

y en jergones pestilentos

descansan los oficiales

que de los moros hay prisioneros.

Los «afortunados» a los que les tocaba servir a la patria en Marruecos tenían que despedirse de sus familias y embarcarse en la aventura de sus vidas. Tales familiares no estaban muy contentos, a tenor de algunas de las reacciones reflejadas en la prensa y en la casi constante referencia en cartas y en diarios a la figura «de la madre que sufre y llora» y a su sempiterna preocupación por sus retoños, incluidas las de oficiales fogueados en fuerzas de choque, como es el caso de José Valdés, entonces capitán, que no estaba nada conforme con su servicio africano: «Yo, a pesar de lo deseos de mi madre, seguí con los moros». Atendiendo a estos testimonios y a la existencia de un folclore vinculado al Marruecos infernal, es fácil ponerse en su lugar. No siempre se tiraban a las vías del ferrocarril para intentar parar el destino, como ocurrió en la Semana Trágica en Madrid y Lérida, pero las despedidas debían de ser amargas y salpicadas de abundantes lágrimas, queja recurrente de los oficiales que conducían las expediciones, pues deprimían el espíritu de los soldados antes siquiera de ver lo que realmente les esperaba que, por otro lado, tampoco era demasiado alentador:

  • Frecuente es ver llorar a las madres de los soldados lugareños, cuando a éstos les corresponde ingresar en el Ejército. […] Antes de partir para incorporarse a banderas, les prenden escapularios y fetiches, los visten con la ropilla de lujo que guardan en el fondo del arcón, sahumada con cortezas de membrillo y les entregan los ahorros que quizás apremien luego cuando venga el otoño y se haga la sementera.
Desastre de Annual. Exposición en la tapia de la posada del cabo Moreno de cabezas cortadas a leales del sultán por orden del Rogui. Inmediaciones de Melilla. Argelia y Marruecos. Vistas fotográficas, 87.

Desastre de Annual. Exposición en la tapia de la posada del cabo Moreno de cabezas cortadas a leales del sultán por orden del Rogui. Inmediaciones de Melilla. Argelia y Marruecos. Vistas fotográficas, 87.

Foto: cortesía de Desperta Ferro Ediciones

Lo cierto es que el viaje era largo y penoso. Las infraestructuras de comunicaciones no eran demasiado buenas y los medios militares, en este sentido, tampoco destacaban por su eficiencia. La logística estaba en precario y, tal y como ya se ha manifestado reiteradamente, la situación económica del país y, por ende, del Ejército, no era boyante. El recluta Fernández-Oxea narra así su partida: «Tras las complicadas faenas del embarque del ganado y del material, salimos de Madrid el día 12 de septiembre. Al llegar a Alcázar de San Juan advertimos que se habían olvidado de embarcar el pienso para las caballerías». Los lentos desplazamientos en tren y la travesía por mar solían ser experiencias netamente negativas para los reclutas. Un soldado canario lo describió a la perfección:

  • Los que tuvimos la suerte de no marear, lo hemos pasado un tanto mejor […] en las noches, la falta de camas no nos ha sido cosa muy grata. Por mi parte, gracias al paquete de tabacos y picadura cubana que traía, y que me hizo los servicios de almohada. La noche segunda pude lograr un camarote, pero el calor excesivo me obligó a abandonarlo. Sobre cubierta, aunque al raso, podía estarse mejor y con algo más de fresco.

Las tropas metropolitanas que iban llegando a la zona, además de desmoralizadas, lo solían hacer sin apenas instrucción de combate. El propio pensamiento castrense español hacía que se pusiera el énfasis en cuestiones «estéticas», como el saludo o el desfile, más que en la preparación para un combate irregular. Es posible que esto también se debiera a la propia ausencia de instalaciones adecuadas para los ejercicios de tiro o a la escasez manifiesta de munición con la que practicarlo; en 1912 solo había tres campos de tiro de titularidad pública. La escasa experiencia de disparo con el fusil, aunque lo portaban para perfeccionar el saludo o desfilar, hizo que, por ejemplo, en la campaña del Kert en 1911 los soldados entrasen en combate cuando «a duras penas habían hecho 5 o 10 disparos en su instrucción de tiro». Aunque la referencia es al fusil, base del equipamiento del soldado en el periodo, pasaba algo similar con todos los demás artilugios bélicos y es muy ilustrativo lo que sucedía con las granadas y la proporción con la que llegaban a las unidades. En 1920, el oficial al mando de un regimiento en la Comandancia de Melilla decía:

  • La dotación anual reglamentaria de [granadas con carga] según las instrucciones publicadas por la Escuela Central de Tiro […], es de 1500 granadas de mano modelo n.º 1 por cada compañía que se estimen necesarios para llegar a adquirir verdadera práctica y realizar suficiente número de ejercicios que permita la clasificación de granaderos; pero el escaso número enviado a este Territorio ha hecho que a este regimiento sólo le hayan tocado 90 granadas para todas las unidades.

En general, la insuficiencia de pertrechos bélicos era una queja constante de la tropa y la oficialidad. Cuando la situación era apremiante y había que enviar unidades de refuerzo con rapidez, se solía hacer, además de con las carencias ya citadas, sin conocer a sus mandos, extraídos de diversas unidades y, por lo general, sin completar a las allí formadas en hombres y dotación. La queja, con independencia de la campaña militar que fuese, solía ser siempre la misma. Los militares españoles parecían vivir en un «bucle histórico», como demuestra el siguiente testimonio:

  • Las mismas deficiencias [campaña de 1911 con respecto a la de 1909], sólo que agravadas; y, cuando por tercera vez ha habido que enviar fuerzas a África, el espectáculo ha sido el mismo: el desbarajuste, la improvisación de los servicios y la desorganización de los menguados regimientos de la Península para nutrir los cuerpos expedicionarios […] los mismos soldados hechos en cuatro días y sin cohesión entre sí, como llegados de todos los cuerpos; idéntica falta de instrucción y preparación para la guerra. Escuadrones de reclutas con diez lecciones de picadero; baterías acabadas de crear y que tuvieron que foguear a sus hombres poco antes de salir para África.

El alto comisario en Marruecos, el general Dámaso Berenguer, en el contexto de Annual, se quejó amargamente de los efectivos que llegaban de la Península. Se volvía a repetir la misma situación diez años después del anterior lamento: «Aparte de lo corto de sus efectivos y de la elemental instrucción de la infantería y caballería, en artillería, el grupo de montaña traía menos de la mitad del efectivo en hombres y le faltaba más de la mitad del ganado».

Desmoralizado, atemorizado, sin el entrenamiento necesario y sin material adecuado, comenzaba la andadura africana del soldado español. Los mandos eran conscientes de la escasa capacidad de combate de las tropas metropolitanas. Por ello, se tendió al uso de combatientes indígenas instruidos y dirigidos por oficiales españoles. Aunque tal decisión no obedecía únicamente a criterios castrenses. El desgaste político generado por la muerte de nacionales y lo impopular de la «aventura» colonial hicieron que los gobernantes tendiesen a controlar mucho las operaciones. Más aún, fue habitual la imposición de pactos –acción política– aun en contra del criterio del mando militar. Por todo esto, las unidades españolas fueron predominantemente empleadas en segunda línea o de retaguardia. Cuando se las enviaba a primera línea, solía ser para defender posiciones en altura tomadas previamente por fuerzas indígenas o pactadas con las tribus. El problema de esta labor subalterna fue doble. Por un lado, eran unidades que no estaban fogueadas y dependían de los soldados nativos para sus actuaciones y, por otro, esa inactividad repercutía en su moral. Cuando se veían obligadas a intervenir en un enfrentamiento directo o eran traicionadas por los indígenas, su fiabilidad bélica fue muy irregular.

Estos soldados bisoños tenían enfrente a curtidos guerrilleros nativos que dominaban un teatro de operaciones extremadamente duro, fragmentado y complejo. La guerra de guerrillas era la tónica general de los conflictos en la región. La complicada orografía y la general limitación de recursos militares españoles permitían al nativo plantear una lucha irregular con altas cotas de efectividad. La referencia a la extrema elasticidad de las líneas enemigas y la imposibilidad de cercarlas por su movilidad superlativa fue una constante referencia en los manuales de guerra españoles. El rifeño solía valerse de argucias para obtener ventaja: una de las más usadas, y que mejores frutos daba, consistía en amagar con una retirada para que las fuerzas españolas los persiguieran y, así, se adentrasen en el territorio preparado para la emboscada. Fue común el ataque a convoyes aislados o a las líneas de aprovisionamiento, aunque el «clásico» del rebelde bereber solía ser asediar y hostigar las posiciones aisladas: los blocaos.

Acorde al principio de la guerra de guerrillas, el enemigo se tornaba en «invisible». Son múltiples los testimonios e informes que manifiestan su capacidad para mimetizarse con el entorno, así como su enorme grado de operatividad con una mínima logística: un puñado de dátiles en la capucha de la chilaba, un viejo fusil y algo de munición era todo el equipo necesario para el guerrillero magrebí, de quien se decía que «cada roca es un parapeto, cada quebradura una trinchera, cada herbal un cobijo, cada marisma un foso y cada llanura una huesa». Y todo lo que beneficiaba al «moro» perjudicaba al soldado español; el teniente coronel Luis Pareja reflexionaba de esta manera acerca de la guerra en la región de Yebala:

  • Las tropas metropolitanas se encuentren descentradas moralmente al tener que combatir en un país extraño, hostil siempre, que rodea al enemigo de una aureola de bravura y ferocidad que influye de un modo deprimente en el soldado europeo. Las tropas, además, tienen que ser sometidas a una penosa aclimatación y a un duro entrenamiento. Fuerzas entrenadas en marchas […] y que en sus guarniciones han sufrido un periodo de instrucción sólido y consciente, se agotan y no rinden eficiencia en las primeras semanas de su llegada al territorio: el estado moral de los individuos es la principal causa. […] El terreno, la falta de comunicaciones, la invisibilidad del enemigo, la carencia de enlaces tan frecuentes, las condiciones climatológicas, […] que impiden la visión del campo a la artillería y a la aviación, […], obligan a la infantería a tener que resolver por sí el combate, siempre en condiciones de inferioridad táctica ante el enemigo.

Lo cierto es que los vehículos de motor no tenían acceso a buena parte del territorio, demasiado escarpado o con tendencia a embarrarse. Las vías férreas que podían dotarse de trenes artillados eran anecdóticas, mientras que la aviación, operativa a partir de 1913, podía bombardear aduares, zocos y rebaños, pero no solía encontrar concentraciones de tropas (principio de la guerra de guerrillas). Algo similar ocurría con la artillería y, a partir de 1922, con los gases. «La fragosidad del terreno, que alienta a los defensores y conocedores del país, y que achica el espíritu de los que se enredan en país de montaña», en palabras del general Enrique Vico, permitió el uso sistemático de francotiradores por parte de los rifeños. El dominio de la altura geográfica que tenían las fuerzas españolas no significaba el dominio de algo tan necesario en la región como las fuentes de agua. De hecho, la aguada era el momento preferido por los francotiradores para hostigar a las escasas unidades del blocao. Hay incontables referencias a la imposibilidad de salir del fortín durante días por estar sitiados por un número indeterminado de enemigos, lo que se tratará posteriormente en este capítulo. La extensión de este fenómeno hizo que los españoles generasen un arquetipo del «moro enemigo», verdadera encarnación del mal: el «tío paco» o su variante, el «paco peña» (primo hermano del primero, pero apostado en peñascos). Este tipo humano encaja muy bien con la caracterización de traidor que solía darse al marroquí. Los ataques nocturnos no eran muy apreciados por la tropa hispana y era otra de las características de los «pacos».

Un exlegionario describía la simplicidad y efectividad de los principios tácticos nativos: «Se concentraron en los puntos estratégicos por donde necesariamente habían de pasar las tropas españolas, y allí esperaban, dispuestos a cazar soldados como quien caza conejos». Aunque el hostigamiento no era siempre efectivo, de forma global constituía un goteo de bajas y, desde el punto de vista moral, el general Mola caracterizaba el «paqueo» por su capacidad de deprimir a las tropas «por la tensión nerviosa que produce el estar expuesto constantemente sin poder evitarlo». Lo cierto es que el mando español, o al menos una buena parte del mismo, esperaba un enfrentamiento entre caballeros –guerra regular– y hubo de ponerse por escrito por aquellos que conocían los principios de las campañas de Marruecos que eso no iba a pasar:

  • No esperemos que nos presenten uno de esos combates de que tenemos formada idea en nuestros ejércitos […] Los combates de los rifeños casi nunca serán ofensivos. Los encontramos siempre á la defensiva en aquellas posiciones que más le convengan. Pero en cambio nos prepararán cuantas emboscadas y sorpresas puedan y una cuadrilla de merodeadores seguirá de cerca á la columna en busca de cuanto quede en el suelo: provisiones, cartuchos y sobre todo el fusil de algún rezagado que pagará bien cara su pereza.

El problema de la resistencia guerrillera se acrecentaba por la imposibilidad de distinguir entre amigos y enemigos. Había «moros» que luchaban con los españoles y otros que se resistían a su dominio, los cambios de bando de tribus o de facciones tribales eran frecuentes, así como la deserción o el espionaje en ambos sectores, lo que venía a refrendar el cliché de traicioneros. En un manual para los oficiales interventores esta cuestión quedaba meridianamente clara: la «desconfianza ha de ser para nosotros artículo de primera necesidad en tierras mogrebinas (sic), pues esos hombres en su inmensa mayoría son traidores en su proceder». La tensión de saber que las mejores unidades al servicio de España, al menos hasta la creación del Tercio de Extranjeros en 1920, eran nativas y que muchos de estas podían desertar –en el mejor de los casos– o emboscar a aquellos bajo cuya bandera servían era enorme. Si algo había de ser característico en lo que a la psique del soldado español se refiere era la intranquilidad. Esto, unido a la propia dinámica de la lucha guerrillera, y al hostigamiento constante de los «pacos», debió de generar «reacciones de estrés en combate». Tampoco ayudó a calmar sus inquietudes la falta de descanso, ya que los ataques nocturnos eran bastante frecuentes. Se buscaba la sorpresa y, de paso, crispar los nervios de quienes guarnecían las posiciones. Unos nervios que ya solían estar a flor de piel por el reposo insuficiente debido a las precarias condiciones de vida del soldado. En un informe de 1920, el coronel José Riquelme hacía mención a ello:

  • Actualmente el soldado no descansa lo debido en la mayoría de las posiciones, por no disponer para cama y abrigo más que de la manta y el capote-manta, viéndose obligado a dormir en el suelo para utilizar dichas prendas como abrigo o a dormir sobre la manta careciendo del abrigo necesario para resguardarse del frío y humedad propios de las tiendas de campaña.

De vuelta a las molestias generadas por el enemigo, el capitán Manuel Segura tiene una entrada en su diario titulada de manera muy significativa: «En cuanto se va la luna, los moritos hacen fuego» y describe el uso de la oscuridad, cuando las nubes ocultaban la luz del sol, para emboscarse, avanzar y abrir «fuego sobre la posición». El laureado oficial Fermín Galán es todavía más claro al referirse a lo que significaba el dominio de Selene para uno y otro bando: «La noche representa para nosotros confusión y desorden […] Para ellos, la noche es un elemento. En ella combaten entre sí desde que son niños hasta que son viejos. En ella se desarrolla su máximo de movilidad, superior a cuanto se crea».

A tenor de lo dicho, las guardias nocturnas eran la tarea menos deseada. En muchos relatos se hace referencia no solo al ataque por sorpresa al abrigo de la noche, sino que se suele especificar –por el temor que infundía– la opción de ser degollados. La gumía, el cuchillo característico de esa zona del Magreb, era el instrumento del matarife para el metropolitano y su protagonismo en escenas de tortura o traición muestra el terror que infundía. El capitán Alberto Camba menciona cómo tal miedo era acrecentado por los chillidos e increpaciones de los «moros», sobre todo al acercarse de noche: «Oye paisa […] Moro de montaña estar farruco y querer cortar cabezas».

Sin dormir, sin saber quiénes eran amigos y quiénes enemigos, el soldado de una posición esperaba una emboscada en cada esquina o un tiro desde una chumbera lejana. El teniente coronel Delgado calificaba a los «rebeldes» como maestros consumados en el «sistema de desgaste continuo (sic), dirigiendo sus ataques preferentemente contra las patrullas de servicio, pequeñas unidades aisladas o fracciones [y] cuya principal y más genuina imagen es la desmoralizadora emboscada o la deprimente sorpresa». Y el efecto era el deseado:

  • Es inenarrable la ansiedad de las noches [escribía un soldado canario], de horas interminables, pasadas en la alta posición, y durante las cuales cada latido del campo era una amenaza, y cada rumor del follaje que agitaba el viento, fingía ser el crujido de pisadas traicioneras […] La ansiedad, la espantosa ansiedad de lo desconocido, del peligro latente que no acababa de estallar, era lo que más oprimía el espíritu.

Los resultados de todo aquello eran diversos. Muchos soldados se paralizaban de miedo, estaban confundidos, sufrían estados disociativos o tenían ansiedad extrema. Otros muchos canalizaban ese desgaste psicológico mediante el sentimiento de la ira que venía justificado por una clásica caracterización del «otro» enemigo: era un cobarde que no luchaba como los pueblos civilizados, era un personaje traicionero que mataba españoles en emboscadas y que mutilaba y torturaba a compañeros de armas. Esa ira iba dirigida sobre todo al «paco», verdadera encarnación del mal para el español, y la respuesta ante él era su cosificación o animalización. Por tanto, no cabía sentir piedad, ni por ese elemento infrahumano ni por aquellos que lo apoyaban. De ahí la extrema violencia que se desató contra el rebelde, en «justo pago» por el tipo de guerra a la que se veía sometido el soldado español.