Muerte en Toscana

Peste Negra, la plaga que asoló Florencia

Entre la primavera y el otoño de 1348, la peste acabó con cuarenta de cada cien florentinos, una tragedia que Boccaccio evocó en su Decamerón

The Triumph of Death by Pieter Bruegel the Elder

The Triumph of Death by Pieter Bruegel the Elder

Personificada en un ejército de esqueletos, la muerte abate a gentes que gozan despreocupadamente de todos los placeres. Óleo de Pieter Brueghel el Joven, Museo del Prado.

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El año de 1348, la fecha de la gran peste, marca un antes y un después en la historia de la civilización occidental. Y ello a pesar de que no se trata de un fenómeno único, al contrario: se ha calculado que entre 1348 y 1657 el remolino de la peste volvió unas 27 veces. La palabra «peste» infundía terror, pero también era un vocablo genérico que designaba una amplia gama de calamidades, como plagas, terremotos o carestías. Es, pues, un término tan impreciso que aun hoy los historiadores de la medicina discuten sobre los factores microbiológicos en los que tenían su origen estas letales infecciones. 

En 1348, la enfermedad asalta Europa tras siglos de ausencia. Llega del Asia remota. El vehículo de contagio (según cuenta la Cronaca B del Corpus chronicorum bononiensium) fueron unas galeras genovesas provenientes del mar Negro que, tras hacer escala en Constantinopla, atracaron en Mesina. Desde allí, la peste se difundió por Sicilia y tardó poco en cruzar las aguas del mar Tirreno hasta llegar a la península Itálica. Las galeras siguieron su rumbo y, no pudiendo anclar en Génova, donde ya había llegado la terrible noticia, recalaron en Marsella, apestando la ciudad y, desde ahí, Francia entera. En pocos meses, la devastación llegó hasta los límites más septentrionales de Europa, que perdió cuanto menos a un tercio de su población

El sufrimiento de las ciudades

La epidemia afectó principalmente a las grandes ciudades, sobre todo en Italia, la zona más urbanizada del continente. En tierras italianas había en esa época unos 150 núcleos con más de 5.000 habitantes, unos setenta con más de 10.000, y once que superaban los 40.000; Florencia, por ejemplo, contaba con una población de unas 92.000 almas. Eso explica, sin duda, el mayor impacto de la peste en tierras italianas. Por ejemplo, el millón de personas que hacia el año 1340 vivía en la Toscana (la región que tiene Florencia como centro) se había reducido a 400.000 hacia 1400. Entre 1300 y 1400, la bajada demográfica en Italia fue de tres millones de habitantes. Pero la peste no fue la única causa de la crisis. 

La epidemia llegó en un momento crucial para Europa, tras un largo crecimiento económico y demográfico que alcanzó su cénit a finales del siglo XIII. Pero en 1300 empezaron a manifestarse los primeros síntomas de una crisis que acarreó carestías y dificultades personales y sociales de todo tipo, y comportó un desplazamiento de población a las ciudades. De ello da testimonio Dante en su Divina comedia: «La nueva gente y las súbitas ganancias orgullo y desmesura han engendrado, / Florencia, en ti, tanto que ya te plañes» (Infierno XVI, 73-75). Este abarrotamiento urbano constituyó uno de los factores determinantes de la rapidez del contagio; por consiguiente, la peste aceleró una crisis que ya se estaba fraguando. 

El enemigo invisible 

Las misteriosas causas de la pandemia, con su increíble triunfo de la muerte, dieron alas a la imaginación humana. Se buscaron causas de todo tipo: en el aire corrompido, el humo pestilente que liberaban los muchos terremotos que azotaban la Tierra o la maligna influencia de los planetas. Tras un largo y cuidadoso examen, la facultad de Medicina de París llegó a la conclusión de que la calamidad la había provocado una triple conjunción de Saturno, Júpiter y Marte en el grado cuarenta de Acuario. Se llegó incluso a pensar en un contagio a través de la vista. En la psicosis general, algunos colectivos como los judíos o las llamadas brujas se convirtieron en chivos expiatorios por considerar que eran los causantes del mal.

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Situada a 70 km de Florencia, Siena (a la derecha) fue atacada por la peste en mayo de 1348, y sufrió una crisis tan honda que incluso obligó a detener la construcción de su catedral.

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Pero todos coincidían en que la calamidad era una señal de la ira de Dios, indignado por la corrupción humana. Si no, ¿cómo explicar la rapidez del contagio asociado al fuego y al humo? Era el apocalipsis profetizado en los textos bíblicos de Juan, Ezequiel o Isaías. No había duda. El cronista sienés Agnolo de Tura escribe que sepultó a sus cinco hijos con sus propias manos para que quedaran bien cubiertos de tierra y los perros no pudieran desenterrarlos y comérselos. «Nadie lloraba a sus muertos –concluye–, porque todos no esperaban sino la muerte; y morían tantos que todos creían que había llegado el fin del mundo, y no valía medicina ni defensa alguna». Eran tantos los que morían diariamente que, según refiere el florentino Marchionne di Corpo Stefani, eran arrojados a grandes fosas comunes unos sobre otros, en montones separados por una fina capa de tierra, «tal como se hace la lasaña con capas de pasta y queso».

El mercader y cronista florentino Giovanni Villani, que fue víctima de la epidemia, estaba convencido de que se trataba de un signo de los tiempos: «Fíjate, lector, que tales ruinas y peligros de terremotos son claras señales y juicios seguros de Dios y no sin causa». De la misma opinión era el gran poeta Petrarca, que escribía a su amigo Van Kempen: «¡Merecemos este castigo y mucho más, no lo niego!, pero no lo merecen nuestros mayores, y ¡Dios quiera que tampoco lo merezca la posteridad!». 

Josse Lieferinxe   Saint Sebastian Interceding for the Plague Stricken   Walters 371995FXD

Josse Lieferinxe Saint Sebastian Interceding for the Plague Stricken Walters 371995FXD

En las ciudades, los cuerpos de los difuntos se amontonaban en las calles. Óleo sobre tabla por Josse Lieferinxe. 1497-1499. Museo de Arte Walters, Baltimore.

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La gente respondía con comportamientos opuestos a la disgregación del orden social y al terror, la inquietud y la sensación de precariedad. Había quienes llamaban al abandono de los placeres de la carne y al arrepentimiento, como hacían los flagelantes; y había quienes aprovechaban la relajación de las costumbres para gozar de todas las satisfacciones. 

El testimonio de Boccaccio

En aquel contexto de angustia y excesos, Giovanni Boccaccio escribió su más famosa obra: el Decamerón. El escritor, hijo bastardo de un rico mercader, había nacido el año 1313 en Certaldo (Toscana), y allí moriría en 1375. Pasó su juventud en Nápoles, ciudad en la que su padre trabajaba para los Bardi, los grandes banqueros florentinos, y en la que descubrió su vocación literaria. Tras la quiebra de la banca en 1343 se instaló en Florencia, donde se dedicó a la política y la diplomacia. Pero no abandonó su actividad literaria, y sobresalió como uno de los primeros humanistas en latín y escritores de narrativa en italiano. 

Su Decamerón, escrito entre 1348 y 1353, recoge toda la inquietud que la pestilencia mortal dejó en Boccaccio. El libro –cuyo título significa «diez días»– es un florilegio de cien cuentos divididos en diez jornadas sobre los casos más variados del amor, la suerte y la inteligencia humanos; los narran por turno siete chicas y tres muchachos, en un ameno ambiente que contrasta del todo con la realidad externa, dominada por la peste. Los jóvenes, preocupados por el arreciar de la epidemia,  habían coincidido en la iglesia florentina de Santa Maria Novella y allí habían decidido instalarse durante diez días en las afueras de su ciudad (al parecer, en la zona de Ponte a Mensola, donde quizá vivió Boccaccio). 

John William Waterhouse   The Decameron

John William Waterhouse The Decameron

Un joven explica, en el jardín de la villa donde se albergan los protagonistas del Decamerón, una de las cien historias que componen el libro. Óleo por John William Waterhouse. 1916-1917. Galería de arte Lady Lever, Liverpool.

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En la introducción a la «Primera jornada», el autor demuestra una actitud más laica que sus contemporáneos ante el contagio, pues alude a la insuficiencia de la ciencia médica para explicar el avance de la enfermedad: «No parecía que valiese ni aprovechase consejo de médico o virtud de medicina alguna», debido a «la ignorancia» de quienes medicaban; con ello supera las interpretaciones religiosas que atribuían a un castigo divino la imposibilidad de combatir la plaga. 

Ante ese contagio que ningún remedio humano puede detener, Boccaccio ofrece un amplio catálogo de reacciones humanas: hay quienes se aíslan en régimen de austeridad y templanza; otros satisfacen todos sus apetitos como única medicina, y otros se comportan de forma despiadada, no cuidando de sí mismos ni de los demás y abandonando todo lo que poseen. Ante semejante panorama, el escritor, que conoce la fuerza consoladora de los «razonamientos placenteros», compone su Decamerón para «consolar a los afligidos», según  afirma él mismo. Como paliativo de los estragos causados por aquel azote aniquilador, terrorífico e inexplicable.