Abel G.M.
Periodista especializado en historia y paleontología
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A veces, los personajes más denostados y crueles de la historia tienen facetas de su personalidad que sorprenden a propios y extraños. Es el caso por ejemplo de Adolf Hitler, un hombre que no tenía escrúpulos en ordenar el asesinato sistemático de millones de personas y en enviar a sus compatriotas a morir en el frente, pero que en cambio mostraba un afecto insólito por los perros que le acompañaron a lo largo de su vida.
Este afecto seguramente tenía su origen en la Primera Guerra Mundial, en la que Hitler luchó como soldado. En aquel entonces adoptó un perro callejero llamado Fuchsl (“zorrito”), al que rescató del campo de batalla de Ypres. Adolf Hitler, ya por aquel entonces un hombre de pocos amigos, dedicaba gran parte de su tiempo libre a su mascota, que seguramente le proporcionaba los pocos momentos de paz en medio del sufrimiento de la guerra. De hecho, quedó profundamente tocado cuando Fuchsl se perdió en una estación de trenes y acusó a sus compañeros de habérselo robado.
En los años posteriores a la guerra, cuando vivía en la miseria, tuvo un nuevo compañero canino, un pastor alemán llamado Prinz (“príncipe”) que adoptó en 1921. Sin embargo, muy a su pesar, no podía mantenerlo y tuvo que encontrarle un nuevo dueño. Sorprendentemente, Prinz se escapó de esta nueva vida y consiguió encontrar a su antiguo amo, una muestra de lealtad que dejó una profunda huella en Hitler y que marcó su predilección por aquella raza a partir de entonces.
La perra a la que quiso más que su amante
Después de Prinz vinieron otros tres perros, nuevamente pastores alemanes, hasta que llegó el “gran amor” canino de la vida del Führer: una hembra de esta raza llamada Blondi (“rubia”) que le regaló en 1941 Martin Bormann, uno de los jerarcas del partido nazi, cuando todavía era una cachorra. Blondi es la más famosa de los perros que tuvo Hitler y la llevaba casi siempre consigo, incluso al búnker de Berlín que fue la tumba de ambos.
Su predilección por la perra contrastaba con la crueldad que mostraba hacia buena parte de la humanidad. Hitler le permitía incluso dormir en su cama y dedicaba su escaso tiempo libre a presumir ante sus invitados de los trucos que sabía hacer, aunque no se los había enseñado él sino Fritz Tornow, un oficial del ejército que se ocupaba de adiestrar a los perros del Führer. Las malas lenguas decían que era más cariñoso con ella que con su propia amante, Eva Braun, de quien decían que odiaba a Blondi, a la que al parecer pegaba si tenía la ocasión.
Pero ese cariño no salvó a Blondi de una muerte prematura: en 1945, cuando las tropas soviéticas entraban en Berlín y la derrota ya era evidente, Hitler prefirió que su perra muriera con él antes de permitir que cayera en manos de sus enemigos. Blondi fue el “sujeto de prueba” de las cápsulas de cianuro que se habían preparado para el propio Hitler y sus más leales seguidores que decidieron quedarse con él en el búnker hasta el final. Sus cachorros tampoco se salvaron y fueron ejecutados a tiros por el propio Tornow. Según parece, a pesar de que lo había ordenado él mismo, la muerte de Blondi terminó de destruir el escaso equilibrio mental que restaba en Hitler.

Hitler con Blondi y Eva Braun
Hitler con Blondi y Eva Braun, quien sostiene a uno de sus terriers escoceses.
Foto: Bundesarchiv (CC)
¿Amor o propaganda?
Al margen del amor que pudiese genuinamente sentir por sus mascotas, Hitler apreciaba a los perros por un rasgo en particular: su lealtad. Siendo un hombre que se fiaba de muy pocas personas y que era cariñoso con aún menos de ellas, encontraba en la naturaleza canina la seguridad y la devoción que a su parecer le debían las personas.
La propaganda nazi supo utilizar hábilmente esta rara faceta afectuosa de su líder para dar una imagen más amable de un hombre que en público solía mostrarse iracundo, incluso cuando se dirigía a sus seguidores. Por otra parte, la lealtad y la obediencia de los pastores alemanes encarnaba el ideal de devoción al Reich que profesaba el nazismo, y al ser una raza considerada “pura” (por su semejanza con los lobos y, sobre todo, por ser alemana) casaba muy bien con las ideas raciales del régimen.
Los estudiosos de Hitler están divididos sobre si el amor que profesaba por sus perros era sincero o si era una forma de paliar sus inseguridades: ciertamente, resulta incómodo o cuanto menos extraño encontrar un lado amable a uno de los personajes más terroríficos del siglo XX.