Los crímenes más famosos de Nueva York

Los pecados capitales del padre Hans Schmidt

Un siniestro asesinato terminó salpicando a la Iglesia católica en un escándalo sin precedentes. El detective Joseph Faurot se sumergió en un juego de pistas para atrapar al demente asesino de Anna Aumuller.

El padre Hans Schmidt, el único sacerdote católico sentenciado a muerte en EE. UU., entabló amistad con el teniente Charles Becker cuando ambos estaban en el corredor de la muerte de Sing Sing.

El padre Hans Schmidt, el único sacerdote católico sentenciado a muerte en EE. UU., entabló amistad con el teniente Charles Becker cuando ambos estaban en el corredor de la muerte de Sing Sing.

El padre Hans Schmidt, el único sacerdote católico sentenciado a muerte en EE. UU., entabló amistad con el teniente Charles Becker cuando ambos estaban en el corredor de la muerte de Sing Sing.

Foto: RBA

La tarde del viernes 5 de septiembre de 1913, tres niños de Cliffside Park (Nueva Jersey) nadaban cerca de un muelle en Morningside Heights (Manhattan), al otro lado del Hudson. Mary Bann, de once años, vio lo que parecía un fardo marrón meciéndose en el agua entre los pilares. Llevada de la curiosidad, arrastró el bulto a la orilla con ayuda de su hermano pequeño y una amiga. Al verlo de cerca, observaron que estaba atado con alambre y que debajo del papel marrón mojado había una sábana azul. Desenrollaron el alambre para ver qué había dentro, y Mary tiró de la tela por un extremo para descubrir su contenido. Para su asombro, de una funda de almohada salió rodando la parte superior del torso de una mujer, desnudo, gris y viscoso, sin brazos, piernas ni cabeza, junto con varias piedras y hojas de periódico empapadas.

Los niños se quedaron petrificados y luego echaron a correr pidiendo socorro a gritos. La policía del condado de Hudson acudió al lugar. Mientras examinaban los macabros restos, los agentes intercambiaron teorías sobre lo que podía haberle ocurrido a la mujer. A veces las gigantescas hélices de los transatlánticos decapitaban bañistas, pero estos no llegaban a tierra envueltos en sábanas.

No, aquel cuerpo había sido cortado por la mitad con precisión y arrojado al río. Las piedras se habían usado para mantenerlo sumergido.

No tenían ni idea de por qué la habían matado, y visto su estado, sería difícil determinar quién era. Pero había pistas. El periódico aún era lo bastante legible como para distinguir la fecha, 31 de agosto, y la funda de almohada y la sábana ensangrentadas aún llevaban la etiqueta del fabricante: Robinson-Broder Company, Newark, Nueva Jersey. Por desgracia, pensó la policía, esta empresa vendía miles de fundas al año.

Dos días después y poco más de tres kilómetros al sur de donde había arribado el torso, los pescadores Joseph Hagmann y Michael Parkman se adentraron en su barca en el Hudson para retirar las trampas de cangrejos que habían dejado la víspera en los muelles. Era una mañana estupenda para pescar cangrejos y, al parecer, también para hallar miembros humanos.

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Un asesinato quirúrgico

El forense determinó que la parte inferior del torso que encontraron los pescadores y la superior rescatada por los niños eran de la misma mujer. De hecho, encajaban tan bien que el médico juzgó el corte como uno de los trabajos quirúrgicos más limpios que había visto en años. El 10 de septiembre se hallaron en el río una pierna del mismo cuerpo y un camisón con claras manchas de sangre en torno al cuello. Para entonces, la policía del condado de Hudson ya se había puesto en contacto con un representante de la casa Robinson-Broder, que le había informado de que se habían vendido doce fundas parecidas a la hallada a un minorista de Nueva York.

Era posible que la víctima hubiera sido asesinada en Nueva York y luego arrojada al Hudson, así que las autoridades de Nueva Jersey alertaron al NYPD.

El inspector Joseph Faurot, jefe de detectives de Manhattan, se hizo cargo del caso. Tras incorporarse al departamento en 1896, se había hecho famoso por preconizar el uso de las huellas dactilares como forma de identificación, aunque en este caso su área de especialización de poco serviría, pues no se había recuperado ninguna mano. Por fortuna, Faurot también era un hábil investigador. Ordenó a dos detectives que visitaran a George Sachs, el propietario de una tienda de muebles que había comprado el juego de cama a la Robinson-Broder Company.

El señor Sachs recordaba haber vendido hacía dos semanas un par de fundas de almohada, junto con un colchón y un somier de segunda mano, a un tal A. Van Dyke. Se habían entregado en el 68 de Bradhurst Avenue, en Harlem. Los detectives hablaron con el portero del edificio, Carlton Booker. Este les dijo que un matrimonio había alquilado el piso de la tercera planta el 26 de agosto y que el marido pagó la suma (diecinueve dólares) en efectivo. El nuevo inquilino se llamaba H. Schmidt. Los detectives llamaron a su puerta, pero nadie respondió.

Una vez informado, Faurot ordenó vigilar el piso, pero al cabo de tres días de inactividad decidió no esperar más. Acompañados por un agente del condado de Hudson, sus hombres treparon por la escalera de incendios del patio trasero y abrieron la ventana posterior del apartamento. Luego abrieron la puerta principal a Faurot. El piso estaba vacío, pero había manchas de sangre por todas partes: en un cuchillo, en una sierra, sobre la alfombra, en el suelo de madera, en las baldosas del baño y en el armazón de hierro de la cama.

También había indicios de que el asesino había intentado limpiar la sangre.

Faltaba el colchón, pero encima del frigorífico estaba el recibo de la entrega. Los detectives encontraron media bobina de alambre de embalar del mismo tipo que el utilizado para atar los fardos flotantes. Entre la ropa que aún colgaba en el armario había un abrigo de hombre con el nombre de A. Van Dyke cosido en el forro. Sin embargo, la pista más relevante fue una caja de metal hallada encima de un baúl en el armario. Dentro había decenas de cartas escritas a mano en alemán por Anna Aumuller a Hans Schmidt, en la iglesia de San Bonifacio.

Una chica afable y bonita

Tras hablar con gente de la zona de Nueva York a la que estaban dirigidas varias de las cartas, la policía averiguó que Anna había emigrado a EE.UU. desde Alemania hacía cinco años, cuando tenía dieciséis, para emprender una carrera musical. La cosa no cuajó, y aceptó un empleo de criada en la rectoría de San Bonifacio, en la calle 47 Este con la Segunda Avenida, en Manhattan. Los que la habían conocido la describían como afable y bonita, una chica sin problemas para atraer a los jóvenes.

Faurot visitó la parroquia y descubrió que ya no tenía empleada a Anna. El padre John Braun le dijo que Anna tenía mucho cariño a un sacerdote alemán que se había trasladado a la iglesia de San José, en la calle 125 Oeste, hacía poco más de un año. El monseñor no tenía en mucho al sacerdote, pero Anna se fue con él. Braun identificó al clérigo como el padre Hans Schmidt.

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Aunque ya era medianoche pasada, el inspector Faurot y el detective Frank Cassassa corrieron a la iglesia de San José para hablar con el padre Schmidt. Al llegar, llamaron durante varios minutos a la puerta de la rectoría hasta que respondió el padre Daniel Quinn. Faurot le mostró su placa y le explicó que estaba allí a raíz de un grave asunto policial que implicaba al padre Schmidt. El padre Quinn corrió escaleras arriba a despertarlo.

Pasados unos minutos, Schmidt se presentó en el despacho del padre Quinn con su sotana y su alzacuellos. Era un hombre apuesto de treinta y dos años. Faurot le mostró una fotografía de Anna Aumuller. Durante la media hora siguiente, el sacerdote negó que la conocía, pero Faurot sabía que mentía. Esperó el momento oportuno y entonces lo acusó de haberla matado, pese a que solo tenía pruebas circunstanciales.

Para su sorpresa, Schmidt se derrumbó y prorrumpió en sollozos: "La maté porque la quería".

Antes de pedir un abogado, admitió que se había casado con ella (él mismo celebró la ceremonia en febrero de 1913) y que se hallaba desgarrado entre su amor por Anna y su amor por el sacerdocio. Al final decidió que no podía estar casado y resolvió poner fin a su impía unión cortándole el cuello, obedeciendo a la voz de Dios. Luego la descuartizó y se deshizo de sus miembros en el río Hudson. Católicos de toda la diócesis hicieron una colecta para sufragar la defensa del padre Schmidt, al que veían como un pecador más que como un asesino, y por tanto, digno de su compasión. Sin embargo, a medida que salían nuevos datos a la luz, empezaron a lamentar su decisión.

Falsificación y fraude

Una investigación más profunda reveló que Schmidt había robado dinero del cepillo de la iglesia, se había hecho pasar por médico y dirigía una operación de falsificación desde un piso que tenía alquilado en St. Nicholas Avenue. La policía detuvo a su compinche en el fraude financiero, el dentista Ernest Muret, que acabó en una prisión federal. Incluso se especuló que en 1909, poco después de su primer destino en EE.UU., Schmidt había asesinado a una niña de nueve años en Louisville (Kentucky), aunque en aquel caso fue condenado el conserje de la parroquia.

Tras hablar con Schmidt, sus abogados comprendieron que solo se salvaría de la silla eléctrica alegando demencia.

Defensa y acusación contrataron a sus respectivos equipos de alienistas para que lo examinaran a fondo. Ambos coincidieron en que el sacerdote estaba mentalmente desequilibrado, al igual que varios testigos que hablaron de su sed de sangre. No obstante, en el estado de Nueva York, para probar demencia se requiere que el asesino ignore que lo que está haciendo está mal en el momento de hacerlo. La acusación argumentó que Schmidt tuvo que saber que lo que hacía estaba mal; de no ser así, no habría tomado medidas tan drásticas para deshacerse del cadáver y ocultar su identidad. Incluso señaló que el padre celebró misa la mañana siguiente al asesinato para no levantar sospechas.

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En el primer juicio, en diciembre de 1913, el jurado no se puso de acuerdo y se disolvió. Diez de sus miembros querían declararlo culpable, pero dos se resistieron por creerlo enajenado. El segundo juicio se celebró un mes después, y el testimonio fue casi idéntico, salvo por la presentación de un testigo sorpresa por la acusación, la señorita Bertha Zech. Esta declaró que había conocido al padre Schmidt a través de su dentista hacía un año y que le acompañó a comprar un seguro de vida de 5.000 dólares para Anna Aumuller con él como único beneficiario. Anna nunca lo supo, pues Bertha falsificó su firma. En esta ocasión el jurado solo tardó siete horas en llegar a un veredicto de culpabilidad.

Schmidt fue recluido en la prisión de Sing Sing a la espera de su ejecución en la silla eléctrica.

Una vez allí trató de cambiar su declaración. Apeló y dijo que no estaba loco, sino que Anna había muerto de un aborto chapucero. Afirmó que lo había encubierto porque era sacerdote y no debía haber tenido relaciones con una mujer. Insistió en que no había matado a su esposa y dio el nombre del médico al que atribuía la operación.

Exhumación del cadáver

El médico lo negó, pero el abogado de Schmidt consiguió que exhumaran el cadáver. La segunda autopsia indicó que Schmidt podría estar diciendo la verdad. Había indicios de que Anna había estado embarazada, pero el tribunal falló contra él, alegando que su sola declaración no aportaba nuevas pruebas. La última esperanza de indulto se desvaneció cuando el fiscal del distrito de Manhattan que supervisaba el caso, Charles Whitman, fue elegido gobernador.

El 18 de febrero de 1916, mientras le ataban a la silla eléctrica poco antes del alba, el padre Schmidt pidió perdón y perdonó a todos los que le habían ofendido. Rezaba el padrenuestro cuando el verdugo estatal giró el dial que envió a su cuerpo una descarga eléctrica de 1.700 voltios. Cuando el forense confirmó su muerte, el capellán de Sing Sing reclamó el cuerpo. La parcela donde fue enterrado Schmidt, el único sacerdote católico ejecutado en EE.UU., sigue siendo un secreto.

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*Este artículo pertenece a la recopilación "El crimen en Nueva York: Los casos más famosos de la historia de la ciudad", escrita por Robert Mladinich, Philip Messing y Bernard J. Whalen, editada y publicada por RBA Libros.

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