En el Congreso Internacional de París de 1894, con el cual podemos decir que se fundó el movimiento olímpico moderno, fue objeto de largas discusiones el tema del «profesionalismo» y el «amateurismo» en el deporte, y se tomó la decisión de que en los Juegos Olímpicos únicamente podrían competir atletas «no profesionales» y no habría premios en metálico. No cabe duda de que con esa medida el francés Pierre de Coubertin, padre del moderno olimpismo, intentaba impedir, de buena fe, que los intereses económicos prostituyeran los grandes objetivos de su movimiento olímpico: que el deporte fuera un formidable instrumento educativo, y los Juegos Olímpicos un medio para promover la paz social, el entendimiento y la amistad entre los pueblos.
Pero lo cierto es que algunos de quienes se decían seguidores suyos utilizaron de manera abusiva el carácter «amateur» de los Juegos para dar rienda suelta a sus prejuicios de clase, privando de sus medallas (caso de Jim Thorpe) o impidiendo competir (caso de Paavo Nurmi) a atletas de orígenes humildes que habían obtenido algún provecho económico de la práctica del deporte. La prohibición de que los deportistas «profesionales» participaran en los Juegos Olímpicos no fue abolida hasta casi cien años después de los primeros Juegos Olímpicos modernos, aunque desde hacía bastante tiempo quienes competían en ellos eran en buena parte profesionales, si no de nombre, sí de hecho.
Una visión idealizada
¿Qué tiene que ver lo dicho hasta aquí con el deporte griego antiguo? Pues que, como en tantos otros aspectos, el prestigioso modelo en el que se basaron los padres del olimpismo moderno para proponer su ideal de deportista fue el atleta griego de época clásica o, mejor dicho, una imagen idealizada de este atleta que por entonces se estaba forjando, especialmente en Gran Bretaña, y que alcanza su mejor expresión en la obra de E. Norman Gardiner (1864-1930), uno de los autores que, con toda justicia, más ha influido en los estudios modernos sobre deporte antiguo. Gardiner reconstruía la historia del deporte griego como un proceso de auge y caída, que empieza con el «deporte espontáneo y aristocrático» de los héroes homéricos y culmina con la «edad de oro» del deporte griego, en 500-440 a.C.

Discobolus Lancelotti Massimo
Discóbolo de Mirón. Copia romana del original griego de bronce de 460 a.C.
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A partir de entonces, el deporte griego habría conocido una larga y lamentable decadencia, que se atribuía a la implantación del profesionalismo, que comportaba una excesiva e insana especialización de los deportistas y un incremento exagerado de los honores y recompensas económicas que recibían los atletas. La consecuencia habría sido el paulatino predominio de esos atletas profesionales, procedentes de las clases inferiores y de las zonas menos «civilizadas» del mundo griego. Los aristócratas habrían dejado de participar en las competiciones deportivas o, mejor dicho, se habrían refugiado únicamente en las pruebas hípicas, que requerían una gran inversión económica y en las cuales ni siquiera era preciso «sudar la túnica», ya que era proclamado vencedor no el jinete o el auriga, sino el propietario del carro y los caballos.
Aficionados y profesionales
Se establecía así una tajante contraposición entre dos tipos de deportista. Por una parte, el atleta aficionado y aristócrata que compite sin ánimo de lucro, con el único objetivo de conseguir el triunfo y mostrar así sus cualidades; se trataría de un deportista que procedería naturalmente de las clases altas, que eran las únicas que podían permitirse el lujo de dedicar su tiempo a entrenarse y a competir sin esperar recompensa económica a cambio. A este deportista «amateur» opone Gardiner el atleta profesional, que procedería generalmente de las clases bajas y competiría pensando únicamente en el vil metal, y cuya irrupción habría traído consigo la degeneración y corrupción de los nobles ideales que movían a los aristocráticos atletas de la época arcaica y comienzos del período clásico, hasta mediados del siglo V a.C.

BAL
la victoria corona a un atleta. Crátera del siglo V a.c. Museo Kanellopoulos, Atenas.
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Pero, ¿es posible sostener la existencia de dos etapas tajantemente diferenciadas en la historia del deporte griego, una primera maravillosa y pura en la que los nobles se enfrentaban sólo para demostrar sus cualidades, y otra decadente y corrupta en la que los miembros de las clases sociales inferiores competían en busca de dinero y privilegios? Las investigaciones de los últimos cuarenta años (a partir sobre todo de los estudios de Henri W. Pleket) han modificado sustancialmente este panorama y han demostrado que el deporte griego antiguo comenzó bastante pronto a mover grandes cantidades de dinero e influencias de carácter social y político.
Premios para los mejores
Veamos, en primer lugar, lo que ganaban los atletas antiguos con sus triunfos. Había dos tipos de competiciones. En primer lugar, estaban los «juegos por coronas»; eran los más importantes, los llamados Juegos Panhelénicos: Olímpicos, celebrados en Olimpia; Píticos, en Delfos; Ístmicos, en Corinto, y Nemeos, en Nemea. En todos ellos, los vencedores recibían como premio una corona vegetal que simbolizaba su triunfo.
En segundo lugar, figuran los juegos en los que los vencedores recibían premios de valor material, a menudo elevado. Por poner un par de ejemplos significativos: en los más importantes de estos últimos, los Juegos Panatenaicos de Atenas, a mediados del siglo IV a.C., quien vencía en la carrera del estadio (que no era la prueba mejor dotada económicamente) recibía como premio cien ánforas de aceite, algo que equivalía, como mínimo, al salario que recibía un trabajador especializado durante cuatro años; y ya en el siglo II a.C., en una ciudad de Asia Menor un vencedor olímpico recibió 30.000 dracmas sólo por participar en unos juegos locales, en una época en la que un soldado romano recibía, como mucho, una paga de 300 dracmas por año.
¿Y qué ocurría en el caso de los Juegos Panhelénicos? En Olimpia, los vencedores recibían como recompensa una corona de olivo, corona que era de laurel en los Juegos Píticos de Delfos y de apio en los juegos Ístmicos y Nemeos. Sin duda, como ocurre en las modernas Olimpíadas, el deseo de triunfar, y no el dinero, era el primer incentivo de los atletas. No obstante, al igual que actualmente, cuando cada país acostumbra a mostrar su agradecimiento, a menudo en metálico, al atleta que ha dejado bien alto su pabellón nacional, y la cotización del propio deportista aumenta considerablemente tras un comportamiento destacado en una competición importante, también en la antigua Grecia de un triunfo en alguno de los grandes juegos se derivaban numerosas ventajas. Una larga serie de honores y recompensas aguardaba al atleta vencedor en su patria, como fiel testimonio de la importancia que la comunidad otorgaba a los ciudadanos que la representaban en el terreno deportivo, con los cuales se identificaba con un fervor de sobra conocido en el deporte moderno.

Boxer of Quirinal, Greek Hellenistic bronze sculpture of a sitting nude boxer at rest, 100 50 BC, Palazzo Massimo alle Terme, Rome (13333009553)
Boxeador sentado. Estatua griega de bronce del siglo III-I a.C.
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Este notorio interés de las ciudades por el éxito de sus deportistas ha llegado a arrojar la sombra de la duda sobre los atletas de la ciudad de Crotona, en el sur de Italia, que durante más de un siglo fueron los grandes dominadores de la velocidad atlética. Sólo en los Juegos Olímpicos, entre 588 y 480 a.C., los crotoniatas consiguieron el triunfo en la carrera del estadio en 13 de 28 ediciones. ¿A qué se debió tal florecimiento deportivo, bruscamente interrumpido hacia 478 a.C.? Se ha planteado la posibilidad de que Crotona hubiera intentado obtener prestigio entre los griegos fichando a atletas de otras ciudades y presentándolos como crotoniatas; cuando se acabó el dinero para sostener este programa propagandístico, se acabaron las victorias de Crotona. Pero no hay indicios que avalen esta hipótesis y los éxitos de Crotona se pueden explicar como resultado de los métodos de entrenamiento que desarrolló su brillante escuela atlética, probablemente en estrecha relación con la importantísima escuela médica que floreció en la ciudad en el siglo VI a.C.
Recompensados por su ciudad
Acostumbrados como estamos a contemplar el desbordante delirio con el que es recibido en su ciudad o país el equipo o el deportista individual que alcanza un triunfo sobresaliente, no nos extrañará el espectacular recibimiento que, según Diodoro de Sicilia, tuvo Exéneto de Acragante tras vencer en los Juegos Olímpicos de 412 a.C. en la carrera de velocidad: «Después de haber obtenido su triunfo Exéneto de Acragante, lo condujeron [desde el puerto] a la ciudad sobre un carro, y lo escoltaban, aparte de otras cosas, 300 carros tirados por caballos blancos, todos pertenecientes a los propios acragantinos».
Además, las ciudades asignaban elevadas recompensas económicas para los vencedores en los grandes juegos. En la Atenas de la primera mitad del siglo VI a.C., las leyes de Solón ya preveían una suma de quinientas dracmas para los atletas atenienses vencedores en Olimpia y cien para quienes triunfaran en los Juegos Ístmicos, sumas considerables si tenemos en cuenta que dos siglos más tarde, en época de Platón, un obrero especializado ganaba una dracma y media al día. Por otra parte, el erario público podía costear la erección de una estatua del atleta. Éste disfrutaba de otras ventajas, como la concesión de cargos públicos y, sobre todo, de algunos privilegios que estaban reservados a un reducidísimo número de personas, consideradas benefactoras de la comunidad: la manutención gratuita de por vida a expensas de la ciudad, el derecho a ocupar un asiento de honor en los espectáculos públicos o también la exención de impuestos.

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El templo de Hera en Olimpia.
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Así pues, la distinción moderna entre atleta profesional y atleta aficionado no puede aplicarse al mundo griego si se adopta como criterio distintivo el competir por dinero u otras ganancias materiales. En realidad, los primeros atletas profesionales de la historia del deporte europeo (y quizá mundial) salieron de las filas de la aristocracia, con seguridad ya en el siglo VI a.C., si entendemos por atleta profesional aquél que se dedica «a tiempo completo» al entrenamiento y a la competición y recibe por ello recompensas en metálico o en honores, aunque no dependa de ellas para ganarse el sustento.
Como ha subrayado Pleket, el competir por dinero u honores (e incluso aprovechar las victorias con fines políticos) no estaba socialmente mal visto en la antigua Grecia, no era un estigma social como para los defensores decimonónicos del «deporte amateur»; ya los aristocráticos guerreros homéricos compiten en el canto 23 de la Ilíada por los valiosos premios que dona Aquiles.
¿Deporte para todos?
Más difícil de resolver es un problema relacionado con lo que acabamos de exponer y que constituye uno de los temas más debatidos en las últimas décadas entre los estudiosos del deporte antiguo: ¿cuándo y en qué medida las clases medias y bajas comenzaron a practicar sistemáticamente el deporte y a competir en los Juegos? La idea tradicional, que representa bien Gardiner, es que la especialización de los deportistas y su profesionalización provocó, a lo largo del siglo V a.C. y ya definitivamente a partir del IV a.C., la presencia de deportistas de clases bajas en los juegos atléticos, lo cual conllevó la retirada de los nobles.
Los estudios de Pleket han adelantado esta cronología y han demostrado que hasta comienzos del siglo VI a.C., la práctica del deporte en Grecia fue monopolio casi exclusivo de la aristocracia, la única clase social que disponía del tiempo libre y las instalaciones necesarias para ello. Durante el siglo VI a.C., y dentro del marco de los cambios sociales y políticos que experimentaron en ese período las ciudades-estado griegas, se implantaron gimnasios públicos, lo que favoreció la paulatina incorporación de otras clases sociales a la práctica del deporte, el cual, entre otros beneficios físicos, intelectuales y morales que proporcionaba, se consideraba una útil preparación para la guerra.

Greek vase with different sportsmen
Parte superior de una crátera con atletas boxeando y lanzando la jabalina. Siglo V a.C., Museo de la Acrópolis, Atenas.
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Los ciudadanos pertenecientes a las clases sociales inferiores pudieron entonces comenzar a tener acceso a la práctica del deporte y a la participación en las competiciones deportivas, una actividad que se consideraba característica del modo de vida aristocrático. Sin embargo, Pleket sostiene que la participación de las clases bajas quedó limitada en principio a los juegos locales y que los grandes Juegos Panhelénicos siguieron siendo coto casi exclusivo de la antigua nobleza y luego también de la «burguesía» enriquecida, ya que éstos eran los únicos grupos sociales que podían permitirse los cuantiosísimos gastos que conllevaban los entrenamientos, el viaje y la estancia en la sede de los juegos; en Olimpia, por ejemplo, los atletas debían llegar un mes antes del comienzo de los juegos.
A diferencia de lo que sostenía Gardiner, Pleket argumenta asimismo que los documentos epigráficos y literarios confirman, sin duda ninguna, que miembros de la aristocracia y la burguesía siguieron compitiendo en juegos locales y panhelénicos a partir del siglo IV a.C., cuando el deporte se profesionaliza definitivamente, y no únicamente en pruebas hípicas, sino también en carreras pedestres, pentatlón, lucha, boxeo y pancracio, aunque evidentemente su presencia numérica fuera menor que en épocas anteriores.
Campeones salidos del pueblo
Algún estudioso como David C. Young ha llegado más lejos y ha sostenido que desde muy pronto, y en mayor medida de lo que se supone generalmente, hubo atletas no nobles que pudieron competir en los grandes juegos, incluidos los Juegos Olímpicos, y aprovecharse de los beneficios económicos y sociales que podía proporcionarles un triunfo. Young cita una serie de fuentes en las que se habla de atletas de los siglos VIII-VI a.C. que no salieron de las filas de la nobleza. Incluso se decía que el primer vencedor olímpico conocido (el triunfador en los primeros juegos, en 776 a.C., en la única prueba existente entonces, la carrera de velocidad) fue un cocinero llamado Corebo de Élide. Por su parte, Poliméstor de Mileto, vencedor en la carrera de velocidad infantil de Olimpia en 596 a.C., y Amesinas de Barce, en Libia, quien triunfó en la lucha olímpica en 460 a.C., se ganaban la vida con el oficio, sin duda muy honesto pero poco aristocrático (a los ojos de un griego y seguramente de cualquier otro aristócrata hasta nuestros días), de pastorear cabras y vacas.
A finales del siglo VI a.C., el poeta Simónides celebra los éxitos deportivos de un atleta anónimo, al que hace decir que, antes de dedicarse al deporte, «en mis hombros soportando una áspera percha llevaba pescado desde Argos a Tegea» (aunque la autenticidad de este texto es dudosa). Simónides también canta las victorias de Glauco de Caristo, vencedor en el boxeo olímpico infantil en 520 a.C. y también triunfador dos veces en Delfos, ocho en los Juegos Ístmicos y otras tantas en Nemea, al cual algunas fuentes presentan como rudo campesino que a puñetazos enderezaba la cuchilla del arado o le ajustaba la reja, mientras que para otros se trataba de un noble terrateniente no menos forzudo.
Suponiendo, pues, que miembros de las clases sociales inferiores hubieran tenido con cierta frecuencia una participación activa en las competiciones deportivas, ¿cómo podían hacer frente a los cuantiosos gastos que exigían los viajes? Young responde que lo podían conseguir labrándose paulatinamente una «carrera» deportiva a partir de los premios obtenidos en los juegos. Un joven atleta de familia humilde que vencía en una competición local podía emplear el montante del premio para pagarse su intervención en unos juegos más importantes y mejor dotados económicamente. Si triunfaba también en ellos estaría en condiciones de pagarse un entrenador e iniciar así una carrera deportiva que le podía permitir incluso participar en los grandes Juegos.
En consecuencia, la participación de atletas que no eran ni nobles ni ricos en los grandes juegos era difícil, pero no imposible y estaba al alcance de los jóvenes de familias humildes que destacaran por sus excepcionales cualidades para el deporte. Se ha apuntado incluso la posibilidad de que atletas de talento, pero sin recursos económicos, hubieran podido ser apoyados por el mecenazgo («esponsorización», se diría en la actualidad) de ciudades o particulares, aunque lo cierto es que ninguna noticia al respecto nos lleva a una época anterior al siglo IV a.C.
Young sostiene que casos como los citados fueron frecuentes antes del año 450 a.C. Sin embargo, otros prefieren pensar que, al contrario, fueron bastante excepcionales: Aristóteles afirma expresamente que la victoria olímpica del pescadero celebrado por Simónides fue un hecho totalmente inusual y en cuanto a la victoria del cocinero Corebo, se trataba de un joven de la ciudad vecina al santuario que no habría tenido que pagar gastos de viaje y alojamiento. Sea como fuere, hoy en día estamos en condiciones de afirmar que la «democratización» del deporte griego antiguo, el acceso de las clases menos pudientes a la práctica del deporte y, sobre todo, a la participación en los Juegos Panhelénicos entre los siglos VIII y V a.C., fue mayor de lo que tradicionalmente se ha venido creyendo y, desde luego, mucho más amplia de lo que sostenían los defensores del deporte «amateur» aristocrático de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que tanto influyeron en la creación del movimiento olímpico moderno.